sábado, 4 de julio de 2009

El chico que tenía dos nombres y dos madres

Por Jorge Fernández Díaz (La Nación, Buenos Aires)

El chico que tenía dos nombres y dos madres
A Manuel le borraron la identidad y lo dieron en adopción: 19 años después supo la verdad Foto: LA NACION / Gustavo Cherro

Tardaron menos de una hora en explicarle a Claudio Novoa, en el living de su casa, que aquél no era su verdadero nombre, que su padre había sido asesinado en Garín, que su madre había sido fusilada a mansalva en San Nicolás, que su abuela lo buscaba con ahínco desde hacía 19 años y que en algún lugar tenía un hermano que era bajista de una banda de rock.

Este último dato surrealista lo obligó a levantarse del sillón y revisar sus discos. Abrió un álbum de Los Pericos buscando la cara de su hermano, se despidió del hombre que venía a traerle esas extraordinarias noticias y se abrazó, en silencio, con su madre adoptiva.

Ese fue el comienzo de la nueva vida de Manuel Gonçalves, el joven que ahora toma un té en el Café Roma con una sonrisa triste y que vino para narrarme un delito horroroso, perpetrado por el Estado, que se encuentra por encima de cualquier ideología o polémica histórica: el robo de bebes.

Dos juzgados de menores les otorgaron hace 33 años la adopcion de un niño a dos vecinos de clase media de la zona sur: un contador público, que murió de cáncer poco después, y un ama de casa, que tuvo que pelearla de abajo: Elena. Nunca se le ocultó a Manuel que era adoptado. En su fuero interno, el chico tenía miedo de haber sido abandonado y, por lo tanto, no quería conocer su origen: temía la confirmación de esas sospechas.

Muchas veces se preguntaba, sin hablar con nadie, cómo era posible que lo hubieran tirado a su suerte: "Y si mis padres murieron, ¿no había abuelos, tíos o primos que se hicieran cargo?". Como era tan doloroso, evadía el tema y se dejaba malcriar por Elena. Vivió feliz en Quilmes, Longchamps y luego en Guernica, arropado por esa madre bravía y cariñosa, y rodeado por sus amigos. Se recuerda con uno de ellos, sentados los dos en el interior de un Taunus verde y escuchando un disco de Los Pericos sin sospechar lo que urdía el destino para todos ellos.

Asistió a colegios y jamás le anotició maestra o profesor alguno sobre la dictadura militar y sobre los sucesos trágicos de los 70. Tal vez si alguien le hubiera contado que ciertos grupos de tarea robaban chicos y los entregaban a cualquiera, Claudio Novoa, como se llamaba entonces, hubiera sacado algunas conclusiones y se hubiera interesado por buscar su origen. De hecho, aquel joven flaco y expresivo se sentía distinto de sus compañeros: tenía un documento diferente y además percibía con las entrañas que él de alguna manera no pertenecía a ese lugar.

Esa misteriosa sensación subió a la superficie y finalmente se materializó cuando un antropólogo forense que trabaja para las Abuelas de Plaza de Mayo tocó a su puerta y le contó, en el living, su verdadera historia.

Aquella noche Manuel había salido con su auto y por un momento creyó que el desconocido era un policía y que venía a reclamarle una infracción o algo por el estilo. "A ver si me mandé una macana y no me avivé", pensaba con mal disimulado nerviosismo. Pasó de la tensión al alivio en unos minutos, y más tarde del alivio al estupor. El antropólogo había hablado en la calle con Elena, y le había preguntado si su hijo sabía que era adoptado. "¿Por qué?", le preguntó Elena con el corazón en la garganta. "Porque su familia biológica lo está buscando", respondió el hombre. Elena lo hizo pasar, les sirvió café y los dejó un poco solos para que hablaran tranquilos. "Tus papás están desaparecidos, y tenés una abuela, un hermano y una familia -le explicó el antropólogo-. Pero tu abuela se conforma con saber que estás bien." Manuel reaccionó de inmediato: "Sí, pero yo no me conformo".

Cuando el antropólogo se retiró, Elena y su "hijo" quedaron abrazados y aturdidos. Elena sentía que la casa entera se le caía encima. Eso es lo que siente cualquier madre adoptiva cuando la prehistoria se presenta de repente y viene a ajustar cuentas y a desajustar vidas: la peor pesadilla vuelta realidad.

Manuel, en cambio, sentía algo muy distinto. No sólo no lo habían abandonado, sino que lo habían estado buscando durante casi dos décadas, sin perder las esperanzas ni el empeño. "Sólo en ese momento me di cuenta cuánto me importaba verdaderamente ese detalle", me dice Manuel.

Sus padres originales se llamaban Gastón y Ana María, y eran militantes de la Juventud Peronista. El 24 de marzo de 1976 secuestraron a Gastón en la zona de Garín. Fue visto cuatro días más tarde dentro de un camión celular con otros presos políticos, junto a la comisaría de Escobar y con signos de haber sido torturado. El 2 de abril su cuerpo lacerado, junto con el de otros tres militantes, apareció en orillas del río Luján. Los bomberos levantaron los cuatro cadáveres y los enterraron en una fosa común del cementerio de Escobar.

Su esposa Ana María, embarazada de cinco meses, pasó por la casa de su suegra, Matilde Pérez, para despedirse. Se esfumaba por un tiempo, hasta que el peligro pasara. A los tres minutos de que Ana María se fue, volaron la puerta de la casa de la abuela de Manuel buscando a la embarazada. Era una patota de policías con armas largas y gestos crispados. Todo había sido tan rápido que Matilde pensó que su nuera aún estaba en el edificio, pero en verdad se les había escapado por un pelo. Ataron a la señora a una silla y comenzaron a golpearla y, mientras tanto, revolvían toda la casa. Luego la cargaron en un auto y comenzaron a pasearla por las calles oscuras, y la encerraron al final en un cuartucho.

Al día siguiente le dijeron que se fuera de inmediato. "Pero no tengo nada", se quejó ella. Cuando salió a la vereda se dio cuenta de que, a pesar de tantas vueltas, estaba alojada en la comisaría de su barrio. Llegó a su domicilio caminando y descubrió que los policías se habían robado todo: televisor, heladera, cocina, muebles, objetos, prendas. "¿Adónde va?", le preguntó el portero al ver que Matilde volvía a salir. "A hacer la denuncia", respondió ella. En la comisaría no podían creerlo: la misma mujer que había estado prisionera volvía ahora para denunciar el saqueo de su casa. Tuvo suerte: lo único que le hicieron fue sacarla carpiendo.

Ana María huyó hacia la ciudad de San Nicolás. Y se escondió en un chalet junto con un matrimonio y dos hijos pequeños. En esa zona dio a luz a Manuel, y aguantó un tiempo en aquella casa modesta, pero acogedora, hasta que a las 6 de una mañana de un día de noviembre, un grupo integrado por cuarenta militares y policías federales y bonaerenses rodearon la casa, lanzaron granadas de mano y dispararon treinta cartuchos de gases lacrimógenos y miles de balas de ametralladora.

Ese concierto de estruendos y ese ballet de proyectiles que entraban por todos lados obligaron a Ana María a meter a su bebe en un armario, y a dejarlo allí rodeado de almohadones. Los otros dos chicos de la casa fueron colocados en el baño: se salvaron de los impactos, pero murieron por asfixia.

El único sobreviviente, al acallarse las detonaciones, fue aquel bebe que los efectivos encontraron al final, cuando ya estaban casi todos muertos y ya revisaban la casa hecha escombros y astillas sangrientas.

Manuel fue trasladado a un hospital y colocado en una sala apartada. Patética imagen: un bebe de meses custodiado día y noche por dos policías. Luego un juzgado de Menores, borrada por completo su identidad, lo ofreció en simple adopción.

Al enterarse de esos horrores, la madre adoptiva de Manuel lo acompañó en ese proceso de verdad, aunque sin dejar de entender que su "hijo" debía emprender el camino de regreso absolutamente solo, como un hombre que se busca a sí mismo y que intenta reconstruir el rompecabezas de su vida.

Manuel visitó a Matilde en su departamento de Caballito. Tocó el portero eléctrico y escuchó "ya voy". Le pareció una eternidad el lapso que transcurrió hasta que Matilde apareció en el pasillo, le abrió la puerta y le dio un gran abrazo. Después lo hizo pasar y le sirvió platos de abuela y le contó historias. El chico se sentía extrañamente feliz.

A las pocas semanas conoció a su hermano, hijo de un anterior matrimonio de Gastón, el bajista de Los Pericos. La banda estaba de gira por España cuando les llegó la buena nueva. Se emborracharon de alegría: el niño perdido durante 19 años había sido finalmente encontrado. El bajista tenía un hermano, que además fortuitamente era su fan, y se iban a conocer en Buenos Aires. Lo hicieron, y esa primera vez estuvieron nueve horas seguidas hablando y hablando, poniéndose al día. Desde entonces se mantuvieron unidos e incluso fueron juntos a hacerse el análisis de ADN. Manuel iba aterrorizado: "¿Y si después de tantas alegrías resulta que no soy?", le susurró a su hermano. "Sos", lo cortó el bajista. El ADN fue concluyente y no hizo más que ratificar lo que todos veían: Manuel era hijo de Gastón y se le parecía muchísimo. Los viejos amigos de su padre lo abrazaban llorando al verlo: no podían creer que fuera Gastón redivivo y que se hubiera salvado del extravío y de la muerte.

También afrontaron juntos la noticia de que habían hallado la fosa común en el cementerio de Escobar, con el cadáver de Gastón adentro. Se descubrió que era efectivamente Gonçalves porque tenía una prótesis inconfundible en el fémur, producto de un antiguo accidente de moto. Sus hijos lo sepultaron en el cementerio de Flores, acompañados de otros nietos recuperados que venían en solidaridad y de viejos compañeros de infortunio de sus padres, que se les acercaban con emoción silenciosa.

Toda la escala de valores de Manuel se dio vuelta. Era el sobreviviente de una masacre, y le habían sustraído la identidad. Comenzó a investigar los pormenores, a meterse en los expedientes y a peregrinar por los lugares de la tragedia: las casas donde habían vivido sus padres, los sitios donde habían muerto, los puntos cardinales de aquel escalofriante relato lleno de testigos.

Mientras andaba por esas latitudes trataba de acomodar los muebles de su cabeza. Tenía, para empezar, dos nombres. Hasta los 19 años era Claudio Novoa, y a partir de entonces Manuel Gonçalves. Era un pibe tironeado por dos identidades que debían integrarse de algún modo. Inició un juicio de filiación, logró que se anulara la adopción y reclamó la identidad biológica.

Cuando los jueces le preguntaron cómo quería llamarse, existía la posibilidad de ponerse Claudio Manuel o Manuel Claudio. Pero entonces se dijo: "Claudio es la consecuencia de una mentira atroz, tengo que llamarme solamente Manuel". A pesar de que algunos amigos siguen aún hoy en día llamándolo Claudio, él se siente definidamente Manuel Gonçalves. Y aunque habla de su madre muerta sigue teniendo una madre viva. Una madre imaginaria y una madre de carne y hueso. Todavía le resulta un poco raro que su mamá le hable de "tu madre" cuando se refiere a Ana María.

Elena y Matilde se conocieron, y la abuela le agradeció que hubiera cuidado tan bien de su nieto. Matilde murió de una neumonía en junio de 2007, y Manuel sintió el terrible dolor de haber perdido tan pronto lo que había costado tanto conseguir y además de no haber tenido tiempo para devolver todo lo que esa vieja heroica había hecho por él: años y años de búsqueda incansable y doliente.

En pago por todo eso, y con legítima vocación, Manuel se dedica ahora a ayudar en la búsqueda de otros niños perdidos. Faltan todavía aparecer cuatrocientos.

El secuestro y la desaparición de bebes llevados a cabo por miembros de las fuerzas armadas de un país cualquiera es un delito aberrante sin defensa posible. La concepción de los jerarcas de la guerra sucia incluía la necesidad de no dejar ni descendencia de los militantes montoneros. En lugar de entregar los bebes a sus familiares, y siguiendo la praxis de exterminio consagrada por el nazismo, tenían maternidades clandestinas, dejaban parir a las mujeres antes de asesinarlas y entregaban luego a los chicos, con documentos apócrifos, a personas conocidas o a juzgados que los daban en adopción.

Ahora Manuel tiene 33 años y una hija de 8. Trabajó en producción cinematográfica y en prensa, y es dueño de una calidez personal notable. Siempre flota alrededor de él una nube de bonhomía. Una paz que sólo se alcanza después de un largo llanto. Eso no le impide, sin embargo, empujar una causa judicial contra el ex comisario Luis Patti, de quien se sospecha que tuvo vinculaciones con las represiones de Escobar. En esas represiones ilegales murió Gastón Gonçalves, pero Manuel no quiere que su vida quede marcada por esas diligencias. "No me quiero cargar de odio -me dice tomando el último sorbo de té-. El odio no ayuda."

Su drama no es de izquierda ni de derecha. Su drama es universal, y lamentablemente argentino. Salimos juntos a la calle. Presiento en este instante esos otros dolores que también ha padecido, durante estos doce años, su madre adoptiva. Casi puedo sentirlos.

Lo abrazo. Pero mientras lo hago, la estoy abrazando también a ella.