sábado, 26 de junio de 2010

Alemania gana lo que España pierde



Por Eduardo Kragelund (Tiempo Argentino, 17/6/2010)

Y finalmente España tiró la toalla. En menos de un mes, el socialista José Luis Rodríguez Zapatero dilapidó la imagen que cultivó en seis años de gobierno: la de guardián del Estado Benefactor. El socialdemócrata, que hasta hace días reiteraba que “por razones ideológicas” jamás adoptaría medidas contra las conquistas sociales, terminó cediendo a las presiones del establishment de la Unión Europea (UE) y decretó un típico plan de ajuste. Hay que apretarse los cinturones, explicó: congelar las jubilaciones, reducir el salario de los empleados públicos, restringir las ayudas a los enfermos y ancianos y eliminar “lujos” como el cheque bebé, una suerte de aguinaldo para el que tuviera o adoptara un hijo. Sumado a ello, se cortarán los presupuestos provinciales en 1.200 millones de euros, se reducirán drásticamente las obras públicas y se flexibilizarán las leyes que protegen el empleo en un país que ya soporta el 20% de desocupación, el doble del promedio de los estados de la eurozona. O sea, Zapatero prácticamente copió las medidas recetadas a Grecia para que el gobierno de su compañero de la Internacional Socialista, Yorgos Papandreu, pueda pagar sus compromisos y no quiebren los bancos tenedores de bonos de la deuda helénica.

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Los sindicatos españoles, aglutinados en las Comisiones Obreras (de origen comunista) y en la Unión General de Trabajadores (pro socialista), quedaron descolocados ante el programa “socialista” y salieron al cruce del que consideraron siempre como a un aliado. Denunciaron el carácter neoliberal y fondomonetarista de las medidas que no han tenido éxito en ninguna parte del mundo donde se aplicaron y anunciaron una huelga general. Pero a la hora de ponerle fecha –29 de septiembre- mostraron una llamativa cautela. Sus partidarios alegaron que no tenía sentido hacer un paro en pleno verano (julio y agosto), cuando los españoles literalmente huyen a las playas o las sierras. Pero más de un analista señaló que convocar a una huelga para tres meses después de implantado el programa que la motivó sólo puede explicarse por una razón: el miedo a que el acatamiento no sea el deseado, con o sin verano de por medio.
El gobierno del Partido Socialista Obrero Español, que según las encuestas perdió popularidad hasta el punto que si hoy hubiera elecciones ganaría el derechista Partido Popular, vendió su programa de ajuste como la única alternativa para evitar que la crisis financiera se convierta en una debacle. En su apoyo esgrime cifras y circunstancias que despiertan un justo temor. La deuda de España suma 553.000 millones de euros y cada vez es más caro financiarla porque los inversionistas creen que el riesgo de cesación de pagos va en aumento. En concreto, los intereses de sus bonos a un año casi se han triplicado en sólo tres meses. A ese ritmo, resulta difícil abatir un déficit fiscal que llega al 11% del Producto Interno Bruto, uno de los más elevados de Europa, para llevarlo al 3% en el 2013, que es el máximo tolerado por la UE.
Algo semejante sucede en el sector privado, donde el crédito es cada vez más escaso y por lo tanto más caro. Los mismos bancos que otorgaron préstamos a diestra y siniestra para sostener el jugoso “boom” inmobiliario que vivió España en los últimos años, cerraron el chorro alegando la creciente cantidad de hipotecas incobrables y la consecuente caída del valor de los bienes raíces que tienen en su haber.
El argumento central de Zapatero para convencer a sus compatriotas de que la austeridad exorcizará a España y le devolverá la confianza de los mercados también es calcado al de Grecia: se ha gastado en exceso y hay que ahorrar, aunque suponga sacrificios, para que las cuentas cierren y se pueda cumplir con los acreedores. Para el ciudadano común, quizás las cifras y los conceptos de los economistas suenen a chino. Pero si algo saben de sobra los españoles, porque lo sufrieron en carne propia con el estallido de la burbuja inmobiliaria, es lo que significa convertirse en insolvente. Sólo en el 2009, cerca de cien mil de ellos, 60% más que el año anterior, tuvieron que devolver sus propiedades por no poderlas pagar para quedarse con lo que restaba de la deuda hipotecaria mientras los bancos se resarcían con el remate de los inmuebles, sumado a las cuotas ya percibidas.
Por ello cundió la alarma cuando vieron que Grecia se desmoronaba y que España -así como Portugal e Irlanda- podía seguir el mismo camino. Y por ese misma razón también pueden llegar a parecer “lógicos” los grandes recortes al gasto público planteados por Zapatero para salir de la crisis.
Sin embargo, lo que el gobierno calla es que van a pagar justos por pecadores. El problema no es que España, Grecia, Portugal o Irlanda se hayan endeudado por andar despilfarrando dinero en bienestar social y altos salarios, como afirman en los círculos neoliberales y en la comunidad financiera internacional. Si se miran sus cifras de gasto público o de salarios se verá que están entre las más reducidas de los 15 estados más desarrollados de la UE. Por el contrario, la raíz de la crisis está en los miembros más poderosos de la eurozona, en particular en Alemania.
Las estadísticas indican que el poderío económico alemán se sustentó en los últimos años en las exportaciones y no en el crecimiento interno. Es decir, los recursos no se orientaron a fomentar la demanda del mercado alemán, sino a aumentar las exportaciones, sobre todo a la eurozona. De esta manera, la banca se encontró con las arcas repletas de euros que reinvirtió básicamente en dos rubros, según Vicenc Navarro, profesor de “Public Policy” en la universidad estadounidense Johns Hopkins. Uno de ellos fue el sector financiero de las naciones con un desarrollo menor al de Alemania, como España y otros países periféricos de la eurozona, y el otro fue el mercado de deuda de esas mismas naciones.
El negocio fue próspero hasta que sobrevino la crisis y las burbujas explotaron, subrayó Navarro en un análisis reciente. Los países “de la UE, incluyendo los periféricos, que les compraban sus productos, no podían seguir comprándolos (…). Por otra parte, los bancos alemanes poseían enormes cantidades de deuda –tanto pública como privada– que los países deudores periféricos no podrían pagar. La banca alemana tenía –y tiene–, pues, un gran problema, compartido con la banca de Francia y otros países del centro de la Unión Europea”, explicó el profesor catalán.
Lo demás es historia sabida. Grecia recibió un multimillonario préstamo del Fondo Monetario Internacional y de los países más poderosos de la UE, encabezados por Alemania, a cambio de un rígido programa austeridad. Y lo mismo está ahora a disposición de España, siempre y cuando cumpla con la consabida receta de reforma estructural. En otras palabras, el sacrificio correrá por cuenta de la población, que soportará el congelamiento de sus ingresos, la eliminación de beneficios y el desempleo. Porque el dinero del salvataje, como se suele llamar al nuevo préstamo, tiene otros destinatarios: las arcas de los países “despilfarradores” para que paguen a los bancos de las grandes potencias europeas.

La guerra “secreta” de Obama



Por Eduardo Kragelund (Tiempo Argentino, 13/6/2010)

La presentación en sociedad de la Estrategia de Seguridad Nacional de Barack Obama fue saludada como el fin de la ley de las cavernas de su antecesor, George W. Bush. Medios y analistas destacaron con alborozo que en el plan del mandatario, enviado recientemente al congreso tras presentarlo en la academia militar de West Point, brillaban por su ausencia conceptos como “guerra preventiva” y “guerra contra el terrorismo”. Eso, tradujeron, significa el fin de la política de la pasada administración, que en aras de perseguir al terrorismo hasta debajo de la cama se pasó la legislación internacional, ONU incluida, por el arco del triunfo y violó los más elementales derechos humanos. En otras palabras, concluyeron, Obama está haciendo realidad la consigna de su campaña electoral: “yes, we can” (si, podemos).

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Es cierto que algo –no todo- cambió en la Casa Blanca. Midiendo sus palabras, a sabiendas de que casi la mitad de los estadounidenses prefieren el estilo John Wayne de su antecesor, Obama reconoció el fracaso de la táctica de Bush de cazar terroristas desplegando multimillonarias operaciones militares unilaterales, algo así como tratar de pescar mojarritas con redes para atunes. "Cuando hacemos un uso excesivo de nuestro poder militar, o no invertimos o desplegamos instrumentos complementarios o actuamos sin socios, entonces nuestras fuerzas armadas se ven sumamente presionadas”, dijo el presidente ante los futuros oficiales de las fuerzas armadas.
Como podía esperarse del dirigente demócrata, Obama encuadró los problemas de seguridad nacional en un concepto más amplio, donde el aspecto militar debe (o debería) ser sólo una parte complementaria. “Nuestra fuerza e influencia en el exterior –subrayó- comienza con los pasos que demos en nuestro país”. Es decir, hay que “hacer crecer nuestra economía y reducir nuestro déficit”, así como desarrollar la educación, las fuentes de energía limpias que rompan la dependencia del petróleo y preserven el planeta, y la investigación técnica y científica. “Sencillamente, debemos considerar la innovación estadounidense como el fundamento del poderío estadounidense”, concluyó.
Obama también hizo hincapié en la diplomacia para “evitar actuar solos”. Así, por ejemplo, marca objetivos que a Bush ni se le cruzaron por la cabeza, como "profundizar las relaciones con países claves por su influencia, como China, India y Rusia, y con naciones crecientemente influyentes, como Brasil, Sudáfrica e Indonesia". Consecuentemente, en lugar de dirigirse al elitista Grupo de los Ocho (los siete países más industrializados más Rusia) como “el principal foro para la cooperación internacional”, prefiere tomar como referente y ámbito de alianzas el Grupo de los 20 (G-8, más once países “recientemente industrializados” y la Unión Europea en bloque).
En este contexto, llama la atención que el documento presentado por Obama en el congreso, que llevó 16 meses de trabajo y consta de 52 páginas, no haga referencia alguna a América Latina. “Lo que pasa es que el discurso antiyanqui de Bolivia, Ecuador o Venezuela es francamente un juego de niños al lado del problema que tenemos con los talibanes, al-Qaeda, en Afganistán o en Irán”, dijo a Tiempo Argentino un dirigente del Partido Demócrata que conoce Latinoamérica a fondo. A falta de definiciones, los hechos parecen indicar que la actual política de Washington respecto a la región no difiere gran cosa de la de Bush. El ejemplo más claro lo acaba de dar Hillary Clinton, en la asamblea celebrada en Lima por la Organización de Estados Americanos (OEA). Con el apoyo de Colombia, Perú y Guatemala, incondicionales aliados de Estados Unidos, la secretaria de Estado defendió a capa y espada la reintegración de Honduras, lo que equivaldría a legitimar al gobierno surgido del golpe de Estado del 2009 contra el presidente Manuel Zelaya.
Dejando a un lado estos “exabruptos”, en términos generales se pueden ver cambios significativos si se piensa en la cruzada contra el “eje del mal” que lanzó Bush tras los ataques del 11 de septiembre del 2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono. En lugar de autoconcebirse como el “Llanero Solitario” que persigue a los “malos”, con la pretensión de que el mundo “occidental y cristiano” se le adhiera sin chistar, la iniciativa de Obama propone que, antes de llegar a las armas, se busque el más amplio consenso, incluido el de los países “recientemente industrializados”. En otros términos, abre una instancia de negociación previa a la acción.
Pero de ahí a que haya desaparecido, como insinuaron muchos analistas, la posibilidad de una intervención militar, hay una distancia. “Nuestras fuerzas armadas serán la piedra fundamental de nuestra seguridad”, definió Obama. Y prueba de ello es que el presupuesto militar solicitado para el 2011 es el mayor de la historia del país: 708.000 millones de dólares.
A diferencia de Bush, el esfuerzo no estará puesto en las grandes operaciones militares televisadas, sino en lo que Obama cree que es la clave para derrotar el terrorismo islámico: acciones encubiertas, de sesgo más policial que militar, basadas en una sólida labor de espionaje y una estrecha cooperación con los gobiernos afines. De hecho, tanto el New York Times como el Washington Post aseguran, citando a altos mandos militares, que ya se amplió la guerra secreta contra al-Qaeda y otros grupos musulmanes radicales. “Las Fuerzas de Operaciones Especiales crecieron en número y presupuesto, y serán empleadas en 75 países en lugar de 60 como sucedía el año pasado”, escribió el diario de la capital estadounidense. El Comando Central de Estados Unidos, que realiza operaciones secretas en Oriente Medio, el sur de Asia y el Cuerno de África bajo el mando del general David Petraeus, cuenta ya con 13.000 soldados de élite de todas las fuerzas, de los cuales 9.000 están concentrados en Irak y Afganistán. Como definió el director de la lucha antiterrorista, John Brennan, poco después de que Obama presentó su estrategia, lo importante de la guerra secreta que ya se está librando es que Estados Unidos “no se limite a responder” después de un ataque, sino que “lleve la lucha contra al-Qaeda y sus aliados extremistas adonde ellos se entrenan y complotan en Afganistán, Pakistán, Yemen, Somalia y más allá”.
En suma, esta es la otra cara de la nueva doctrina de seguridad nacional, resumió The Washington Post. El fortalecimiento económico, el desarrollo científico y técnico y la diplomacia como herramienta para construir una red de alianzas serán la base para relanzar el liderazgo estadounidense. Pero la guerra contra el desafío de los radicales islámicos, aunque se torne más secreta que pública, seguirá siendo la punta de lanza por algo que Obama mismo dejó muy claro: la salvaguardia de los intereses fundamentales de Estados Unidos.

Un baño de sangre que enluta a México y enriquece a los narcos



Por Eduardo Kragelund (Tiempo Argentino, 6/6/2010)

La foto es la misma desde hace años: jóvenes, viejos y niños acribillados en las calles, madres llorando junto a los cuerpos de sus hijos y funcionarios dando sus condolencias a familiares de las de víctimas del narcotráfico y de su propia ineptitud, cuando no complicidad. El “México lindo y querido”, donde tantos argentinos encontraron refugio en los años de plomo y donde hoy viven muchos de sus hijos y nietos, se ha convertido en eso: en un país que llora de impotencia ante una guerra regida por la corrupción, en la que los “malos” aportan las drogas, los “buenos” un mercado que rinde jugosos dividendos y la población miles muertos.

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"No es usted bienvenido", le dijo una madre en la cara al presidente Felipe Calderón durante su última visita a la norteña Ciudad Juárez. "Si hubieran matado a alguno de sus hijos, ya hubieran buscado debajo de las piedras para encontrar a sus asesinos".
Dos días antes, la mujer había enterrado a uno de sus hijos, asesinado a tiros, junto a otros 12 adolescentes, en su mayoría jugadores de un equipo estudiantil de fútbol americano. Nadie sabe por qué los mataron. Se dice que el grupo de sicarios que abrió fuego los confundió con narcotraficantes rivales. Pero lo que si saben los mexicanos es que esta matanza, ocurrida en febrero, no es un hecho aislado y demuestra, una vez más, que las autoridades están lejos de ir ganando la guerra contra los carteles de la droga, como a diario repite el gobierno.
La violencia se ha convertido en el pan de todos los días en buena parte de México, en particular en los estados que forman los 3.200 kilómetros de frontera con Estados Unidos, el país que más drogas consume en el mundo. Desde que Calderón llegó a la presidencia, hace cuatro años, y desató la mayor ofensiva militar contra el narcotráfico, suman 23.000 los muertos, muchos de ellos inocentes. Pero la sangre que corre casi a diario sólo parece pedir más sangre. Ciudad Juárez es un triste ejemplo. Los más de siete mil soldados que patrullan esta población de 1,3 millones de habitantes no han logrado que sus calles dejen de ser escenario de encarnizados combates, muchos de ellos entre las mismas bandas que se disputan el negocio de las drogas.
El gobierno mexicano ha hecho una fuerte inversión en esta guerra. También ha recurrido a la ayuda de Estados Unidos, cuya agencia antinarcóticos, la DEA, tiene operando en México un centenar de agentes y 11 oficinas regionales, la mayor cantidad de dependencias abiertas en el extranjero. Tampoco se le puede negar los duros golpes que ha asestado a los carteles de la droga, como lo reconoció la jefa de la DEA en México, María Furtado. Sin embargo, las bandas de Tijuana, del Golfo, del Pacífico, del Chapo Guzmán y de los hermanos Beltrán Leyva se han seguido desarrollando. De ser productores y exportadores de marihuana, han entrado con fuerza en el mercado de la cocaína aprovechando el vacío que dejó el descabezamiento de los carteles colombianos de Medellín y Cali en los años 90. Los investigadores calculan que entre el 70 y el 90 por ciento de toda la cocaína que llega a Estados Unidos pasa por México. Es más, incluso han internacionalizado su actividad. Como señaló el periodista y escritor Tomás Eloy Martínez, “los sicarios ya no tienen una patria, sino que las invaden todas: el cartel de Sinaloa tiene laboratorios en la provincia de Buenos Aires, las bandas que actúan en las sombras imponen guerras en las favelas de Río de Janeiro o en las villas de San Martín o Boulogne”.
En otras palabras, en la guerra se ha invertido mucho dinero, esfuerzo y sangre, pero no ha dado el resultado esperado. Por el contrario, ha aumentado el poder de las mafias del narcotráfico. El Chapo Guzmán, por ejemplo, de quien se dice que controla entre el 30 y 40% de las drogas que ingresan a Estados Unidos, tiene una riqueza de más de mil millones de dólares (ver recuadro). El Procurador General de México en el 2009, Eduardo Medina, precisó que el flujo de efectivo desde los consumidores estadounidenses a México sumaba unos diez mil millones de dólares anuales. Una cantidad de dinero que no sólo alcanza para incursionar en nuevos mercados, como sucede desde el 2000 con el de las metanfetaminas, sino también para adquirir todo tipo de armamentos -desde pistolas hasta granadas y fusiles AK-47- y sobornar -“aceitar”, le dicen- las estructuras encargadas de reprimirlos.
Con semejantes bolsas de premio, cada vez que cae un capo siempre hay varios aspirantes a mafiosos dispuestos a reemplazarlos. La muerte del colombiano Pablo Escobar Gaviria o la detención del mexicano Rafael Caro Quintero son prueba de ello. El resto, la “carne de cañón”, los “burros” que transportan la droga y los grupos de choque que protegen el negocio, es lo que sobra en los países proveedores, donde reina la pobreza y los policías desocupados o mal pagos.
Por eso es un error, como señalan muchos analistas, creer que el problema del narcotráfico en México, como en otros países latinoamericanos, puede tener una solución militar. No hay balas suficientes en el mundo que puedan acabar con los “cañonazos” que diseminan millones de dólares a diestra y siniestra y con un mercado que paga lo que se le pida con tal de meterse lo que sea por las venas o la nariz. Las balas, en suma, no deben apuntar a los narcotraficantes, sino al blanco principal, sin el cual no habría narcotraficantes: el corazón del negocio.
La marihuana o la cocaína no valen casi nada en sus lugares de origen. Pero cada vez que un cargamento pasa de mano en mano con destino a Estados Unidos, cada vez que hay un decomiso o se desbarata un laboratorio, el valor de la mercadería aumenta exponencialmente y se convierte en un incentivo para la larga cadena del narcotráfico, que se extiende, vía lavado de dinero, a instituciones financieras, constructoras y los más diversos negocios de compra y venta.
La faceta más visible del negocio es la misma guerra, alimentada por los millones de dólares que la “aceitan” a un lado y al otro de la frontera. Alguien se pregunta, por ejemplo, por qué la DEA, que hace gala de tanta efectividad al sur del Río Bravo, nunca logra desmantelar las grandes redes de distribución que reparten drogas a lo largo y ancho de los casi diez millones de kilómetros cuadrados que tiene Estados Unidos ni captura a ninguno de sus grandes capos. O alguien investiga, para seguir con los ejemplos, de dónde salió tanto billete verde, tanto “cash” fresco, para desatar el boom multimillonario que tuvo la construcción en Miami a fines del siglo pasado y principios del presente.
Sin embargo, la corrupción, como la guerra misma, es sólo la punta del iceberg. En este caso, al menos, matar al perro no termina con la rabia.
Lo que hace que la rabia se siga esparciendo son las condiciones que cimentan el suculento negocio del narcotráfico, tanto en México y en América Latina como en los países consumidores. Las mafias que producen y exportan drogas no tendrían razón de existir si no hubiera una fuerte demanda. Y esta demanda, que compra con avidez todo lo que le cae en sus manos, está indisolublemente ligada a la prohibición. La historia de Estados Unidos da un buen ejemplo. Los 13 años que mantuvieron a sangre y fuego la “ley seca” (1920-1933) sólo sirvieron para fomentar el alcoholismo, causar más de cien mil víctimas entre muertos a balazos y enfermos por ingestión de productos adulterados, promover todo tipo de crímenes y delitos y desatar una corrupción que abarcó a una tercera parte de las fuerzas que debían combatirlos.
Pero la sola idea de legalizar el consumo de drogas pone los pelos de punta a muchos sectores de la sociedad, en particular a los más conservadores y a los que lucran con los “derivados” de la guerra. Sin ninguna base científica, enarbolando tabúes religiosos o pretendidamente morales, rechazan lo obvio, el sentido común: que la drogadicción, al igual que el alcoholismo o el tabaquismo, debe ser tratada como una enfermedad y no como un delito. Les parece inconcebible propuestas como la de Martínez, quien explicó que “no se trata de alentar el consumo, sino de controlarlo mejor, invirtiendo esos mismos millones en salud pública y en campañas efectivas que no demonicen al consumidor ni lo atemoricen con un destino de represión y cárcel”. Por el contrario, aunque la historia y las estadísticas digan todo lo contrario, insisten en que la legalización aumentaría la demanda y siguen apostando a una guerra que cada día hace más atractivo el narcotráfico y tiñe más de sangre a países como México. En suma, por ignorancia o complicidad, terminan coincidiendo con los grandes capos de la droga. Ellos sí tienen claro que el levantamiento de la prohibición, el único “valor agregado” que eleva el precio de las drogas a las nubes, le asestaría un golpe mortal al negocio.

"El Chapo" Guzmán, en la lista de la revista Forbes (Recuadro)

“El Chapo” Guzmán, uno de los narcotraficantes más buscados de México y del mundo, se ha convertido en una leyenda que encabeza tanto las listas de la agencia antinarcóticos de Estados Unidos (DEA) como la de los multimillonarios de la revista Forbes. El “chaparro” (petiso) Joaquín Guzmán Loera, con una fortuna de 1.000 millones de dólares, fue ubicado entre los hombres con más billetes del mundo, junto a otros mexicanos como el financista Alfredo Harp Helú –primo del hombre más rico del planeta, Carlos Slim Helú- y Emilio Azcárraga Jean, presidente de la mayor cadena de televisión en castellano, Televisa.
"El (el “Chapo”) no está disponible para entrevistas", dijo a la prensa Luisa Kroll, editora de Forbes, cuando Guzmán ingresó en el 2009 a la lista de millonarios. "Pero su situación financiera está bastante bien", agregó.
Su fortuna la amasó traficando drogas. Forbes calcula que los traficantes mexicanos y colombianos lavaron entre 18,000 y 39,000 millones de dólares en el 2008 provenientes de la venta al por mayor de embarques de drogas a Estados Unidos. La revista estima que el jefe del cártel de Sinaloa, estado norteño donde nació hace 56 años, obtuvo al menos un 20% de esa suma, lo suficiente para ganarse un lugar en la lista de poseedores de más de 1000 millones de dólares.
Con apenas 1,55 metros de estatura, el “Chapo” es un ejemplo vivo de que la guerra contra el narcotráfico, basada en la prohibición de las drogas y en el castigo del adicto, sólo lleva agua al molino de las grandes mafias que manejan este negocio.
Al “Chapo” le pasó de todo en su ya larga carrera delictiva. En 1993, fue detenido y condenado a 20 años de prisión. Desde la cárcel siguió dirigiendo su cartel y vivió una de sus grandes épocas de prosperidad. Pero el dinero no era suficiente y organizó su fuga, con evidente complicidad de las autoridades carcelarias. El objetivo lo logró el 19 de enero del 2001, cuando huyó de un penal de máxima seguridad al mejor estilo de las películas de hollywood: escondido en el camión de la lavandería.
Desde esa fecha se dicen muchas cosas del “Chapo”. Los “narcocorridos” exhaltan su vida fuera de la ley y su capacidad de sobrevivencia pese a que el gobierno mexicano ha ofrecido cinco millones de dólares por su captura. Se dice, por ejemplo, que cada día cambia de número de celular para evitar ser detectado. También le han pegado fuertes golpes. Sin ir más lejos, el año pasado sufrió la mayor incautación de drogas del mundo: le decomisaron 23,5 toneladas de cocaína que transportaba en un buque por el Pacífico. Pero nada de esto parece quitarle el sueño al “Chapo”. Por el contrario, sus negocios siguen viendo en popa.


Ese “daño colateral” llamado niños (Recuadro)

Los niños, como siempre, son la cara más trágica de la guerra contra el narcotráfico. Además de soportar los problemas comunes a muchos otros chicos latinoamericanos –desnutrición, insalubridad, falta de un hogar, abanono-, los de México enfrentan la violencia desatada en muchas ciudades del país entre las mafias de la droga y las fuerzas de seguridad.
Se calcula que unos 7.000 chicos y adolescentes han sido víctimas del conflicto desde el 2006, de los cuales unos 4000 fueron asesinados, en su mayoría en fuegos cruzados entre las mismas bancas o con el ejército, y los otros 3000 se quedaron huérfanos por las mismas causas.
Pero los muertos, heridos y huérfanos son sólo parte del “daño colateral” que ocasiona esta guerra en la infancia mexicana. Mucho niños ven a los narcos con admiración: tienen dinero, autos soñados, mujeres bonitas y nadie los toca. Igual que en las películas. Y cuando crecen, la falta de trabajo o los empleos mal pagos los llevan a engrosar las filas de los “ídolos” de la infancia. Sólo un ejemplo: de los 10.000 detenidos en el 2009 por delitos violentos en la ciudad fronteriza de Mexicali, la mitad eran menores de 13 años.