sábado, 26 de junio de 2010

Un baño de sangre que enluta a México y enriquece a los narcos



Por Eduardo Kragelund (Tiempo Argentino, 6/6/2010)

La foto es la misma desde hace años: jóvenes, viejos y niños acribillados en las calles, madres llorando junto a los cuerpos de sus hijos y funcionarios dando sus condolencias a familiares de las de víctimas del narcotráfico y de su propia ineptitud, cuando no complicidad. El “México lindo y querido”, donde tantos argentinos encontraron refugio en los años de plomo y donde hoy viven muchos de sus hijos y nietos, se ha convertido en eso: en un país que llora de impotencia ante una guerra regida por la corrupción, en la que los “malos” aportan las drogas, los “buenos” un mercado que rinde jugosos dividendos y la población miles muertos.

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"No es usted bienvenido", le dijo una madre en la cara al presidente Felipe Calderón durante su última visita a la norteña Ciudad Juárez. "Si hubieran matado a alguno de sus hijos, ya hubieran buscado debajo de las piedras para encontrar a sus asesinos".
Dos días antes, la mujer había enterrado a uno de sus hijos, asesinado a tiros, junto a otros 12 adolescentes, en su mayoría jugadores de un equipo estudiantil de fútbol americano. Nadie sabe por qué los mataron. Se dice que el grupo de sicarios que abrió fuego los confundió con narcotraficantes rivales. Pero lo que si saben los mexicanos es que esta matanza, ocurrida en febrero, no es un hecho aislado y demuestra, una vez más, que las autoridades están lejos de ir ganando la guerra contra los carteles de la droga, como a diario repite el gobierno.
La violencia se ha convertido en el pan de todos los días en buena parte de México, en particular en los estados que forman los 3.200 kilómetros de frontera con Estados Unidos, el país que más drogas consume en el mundo. Desde que Calderón llegó a la presidencia, hace cuatro años, y desató la mayor ofensiva militar contra el narcotráfico, suman 23.000 los muertos, muchos de ellos inocentes. Pero la sangre que corre casi a diario sólo parece pedir más sangre. Ciudad Juárez es un triste ejemplo. Los más de siete mil soldados que patrullan esta población de 1,3 millones de habitantes no han logrado que sus calles dejen de ser escenario de encarnizados combates, muchos de ellos entre las mismas bandas que se disputan el negocio de las drogas.
El gobierno mexicano ha hecho una fuerte inversión en esta guerra. También ha recurrido a la ayuda de Estados Unidos, cuya agencia antinarcóticos, la DEA, tiene operando en México un centenar de agentes y 11 oficinas regionales, la mayor cantidad de dependencias abiertas en el extranjero. Tampoco se le puede negar los duros golpes que ha asestado a los carteles de la droga, como lo reconoció la jefa de la DEA en México, María Furtado. Sin embargo, las bandas de Tijuana, del Golfo, del Pacífico, del Chapo Guzmán y de los hermanos Beltrán Leyva se han seguido desarrollando. De ser productores y exportadores de marihuana, han entrado con fuerza en el mercado de la cocaína aprovechando el vacío que dejó el descabezamiento de los carteles colombianos de Medellín y Cali en los años 90. Los investigadores calculan que entre el 70 y el 90 por ciento de toda la cocaína que llega a Estados Unidos pasa por México. Es más, incluso han internacionalizado su actividad. Como señaló el periodista y escritor Tomás Eloy Martínez, “los sicarios ya no tienen una patria, sino que las invaden todas: el cartel de Sinaloa tiene laboratorios en la provincia de Buenos Aires, las bandas que actúan en las sombras imponen guerras en las favelas de Río de Janeiro o en las villas de San Martín o Boulogne”.
En otras palabras, en la guerra se ha invertido mucho dinero, esfuerzo y sangre, pero no ha dado el resultado esperado. Por el contrario, ha aumentado el poder de las mafias del narcotráfico. El Chapo Guzmán, por ejemplo, de quien se dice que controla entre el 30 y 40% de las drogas que ingresan a Estados Unidos, tiene una riqueza de más de mil millones de dólares (ver recuadro). El Procurador General de México en el 2009, Eduardo Medina, precisó que el flujo de efectivo desde los consumidores estadounidenses a México sumaba unos diez mil millones de dólares anuales. Una cantidad de dinero que no sólo alcanza para incursionar en nuevos mercados, como sucede desde el 2000 con el de las metanfetaminas, sino también para adquirir todo tipo de armamentos -desde pistolas hasta granadas y fusiles AK-47- y sobornar -“aceitar”, le dicen- las estructuras encargadas de reprimirlos.
Con semejantes bolsas de premio, cada vez que cae un capo siempre hay varios aspirantes a mafiosos dispuestos a reemplazarlos. La muerte del colombiano Pablo Escobar Gaviria o la detención del mexicano Rafael Caro Quintero son prueba de ello. El resto, la “carne de cañón”, los “burros” que transportan la droga y los grupos de choque que protegen el negocio, es lo que sobra en los países proveedores, donde reina la pobreza y los policías desocupados o mal pagos.
Por eso es un error, como señalan muchos analistas, creer que el problema del narcotráfico en México, como en otros países latinoamericanos, puede tener una solución militar. No hay balas suficientes en el mundo que puedan acabar con los “cañonazos” que diseminan millones de dólares a diestra y siniestra y con un mercado que paga lo que se le pida con tal de meterse lo que sea por las venas o la nariz. Las balas, en suma, no deben apuntar a los narcotraficantes, sino al blanco principal, sin el cual no habría narcotraficantes: el corazón del negocio.
La marihuana o la cocaína no valen casi nada en sus lugares de origen. Pero cada vez que un cargamento pasa de mano en mano con destino a Estados Unidos, cada vez que hay un decomiso o se desbarata un laboratorio, el valor de la mercadería aumenta exponencialmente y se convierte en un incentivo para la larga cadena del narcotráfico, que se extiende, vía lavado de dinero, a instituciones financieras, constructoras y los más diversos negocios de compra y venta.
La faceta más visible del negocio es la misma guerra, alimentada por los millones de dólares que la “aceitan” a un lado y al otro de la frontera. Alguien se pregunta, por ejemplo, por qué la DEA, que hace gala de tanta efectividad al sur del Río Bravo, nunca logra desmantelar las grandes redes de distribución que reparten drogas a lo largo y ancho de los casi diez millones de kilómetros cuadrados que tiene Estados Unidos ni captura a ninguno de sus grandes capos. O alguien investiga, para seguir con los ejemplos, de dónde salió tanto billete verde, tanto “cash” fresco, para desatar el boom multimillonario que tuvo la construcción en Miami a fines del siglo pasado y principios del presente.
Sin embargo, la corrupción, como la guerra misma, es sólo la punta del iceberg. En este caso, al menos, matar al perro no termina con la rabia.
Lo que hace que la rabia se siga esparciendo son las condiciones que cimentan el suculento negocio del narcotráfico, tanto en México y en América Latina como en los países consumidores. Las mafias que producen y exportan drogas no tendrían razón de existir si no hubiera una fuerte demanda. Y esta demanda, que compra con avidez todo lo que le cae en sus manos, está indisolublemente ligada a la prohibición. La historia de Estados Unidos da un buen ejemplo. Los 13 años que mantuvieron a sangre y fuego la “ley seca” (1920-1933) sólo sirvieron para fomentar el alcoholismo, causar más de cien mil víctimas entre muertos a balazos y enfermos por ingestión de productos adulterados, promover todo tipo de crímenes y delitos y desatar una corrupción que abarcó a una tercera parte de las fuerzas que debían combatirlos.
Pero la sola idea de legalizar el consumo de drogas pone los pelos de punta a muchos sectores de la sociedad, en particular a los más conservadores y a los que lucran con los “derivados” de la guerra. Sin ninguna base científica, enarbolando tabúes religiosos o pretendidamente morales, rechazan lo obvio, el sentido común: que la drogadicción, al igual que el alcoholismo o el tabaquismo, debe ser tratada como una enfermedad y no como un delito. Les parece inconcebible propuestas como la de Martínez, quien explicó que “no se trata de alentar el consumo, sino de controlarlo mejor, invirtiendo esos mismos millones en salud pública y en campañas efectivas que no demonicen al consumidor ni lo atemoricen con un destino de represión y cárcel”. Por el contrario, aunque la historia y las estadísticas digan todo lo contrario, insisten en que la legalización aumentaría la demanda y siguen apostando a una guerra que cada día hace más atractivo el narcotráfico y tiñe más de sangre a países como México. En suma, por ignorancia o complicidad, terminan coincidiendo con los grandes capos de la droga. Ellos sí tienen claro que el levantamiento de la prohibición, el único “valor agregado” que eleva el precio de las drogas a las nubes, le asestaría un golpe mortal al negocio.

"El Chapo" Guzmán, en la lista de la revista Forbes (Recuadro)

“El Chapo” Guzmán, uno de los narcotraficantes más buscados de México y del mundo, se ha convertido en una leyenda que encabeza tanto las listas de la agencia antinarcóticos de Estados Unidos (DEA) como la de los multimillonarios de la revista Forbes. El “chaparro” (petiso) Joaquín Guzmán Loera, con una fortuna de 1.000 millones de dólares, fue ubicado entre los hombres con más billetes del mundo, junto a otros mexicanos como el financista Alfredo Harp Helú –primo del hombre más rico del planeta, Carlos Slim Helú- y Emilio Azcárraga Jean, presidente de la mayor cadena de televisión en castellano, Televisa.
"El (el “Chapo”) no está disponible para entrevistas", dijo a la prensa Luisa Kroll, editora de Forbes, cuando Guzmán ingresó en el 2009 a la lista de millonarios. "Pero su situación financiera está bastante bien", agregó.
Su fortuna la amasó traficando drogas. Forbes calcula que los traficantes mexicanos y colombianos lavaron entre 18,000 y 39,000 millones de dólares en el 2008 provenientes de la venta al por mayor de embarques de drogas a Estados Unidos. La revista estima que el jefe del cártel de Sinaloa, estado norteño donde nació hace 56 años, obtuvo al menos un 20% de esa suma, lo suficiente para ganarse un lugar en la lista de poseedores de más de 1000 millones de dólares.
Con apenas 1,55 metros de estatura, el “Chapo” es un ejemplo vivo de que la guerra contra el narcotráfico, basada en la prohibición de las drogas y en el castigo del adicto, sólo lleva agua al molino de las grandes mafias que manejan este negocio.
Al “Chapo” le pasó de todo en su ya larga carrera delictiva. En 1993, fue detenido y condenado a 20 años de prisión. Desde la cárcel siguió dirigiendo su cartel y vivió una de sus grandes épocas de prosperidad. Pero el dinero no era suficiente y organizó su fuga, con evidente complicidad de las autoridades carcelarias. El objetivo lo logró el 19 de enero del 2001, cuando huyó de un penal de máxima seguridad al mejor estilo de las películas de hollywood: escondido en el camión de la lavandería.
Desde esa fecha se dicen muchas cosas del “Chapo”. Los “narcocorridos” exhaltan su vida fuera de la ley y su capacidad de sobrevivencia pese a que el gobierno mexicano ha ofrecido cinco millones de dólares por su captura. Se dice, por ejemplo, que cada día cambia de número de celular para evitar ser detectado. También le han pegado fuertes golpes. Sin ir más lejos, el año pasado sufrió la mayor incautación de drogas del mundo: le decomisaron 23,5 toneladas de cocaína que transportaba en un buque por el Pacífico. Pero nada de esto parece quitarle el sueño al “Chapo”. Por el contrario, sus negocios siguen viendo en popa.


Ese “daño colateral” llamado niños (Recuadro)

Los niños, como siempre, son la cara más trágica de la guerra contra el narcotráfico. Además de soportar los problemas comunes a muchos otros chicos latinoamericanos –desnutrición, insalubridad, falta de un hogar, abanono-, los de México enfrentan la violencia desatada en muchas ciudades del país entre las mafias de la droga y las fuerzas de seguridad.
Se calcula que unos 7.000 chicos y adolescentes han sido víctimas del conflicto desde el 2006, de los cuales unos 4000 fueron asesinados, en su mayoría en fuegos cruzados entre las mismas bancas o con el ejército, y los otros 3000 se quedaron huérfanos por las mismas causas.
Pero los muertos, heridos y huérfanos son sólo parte del “daño colateral” que ocasiona esta guerra en la infancia mexicana. Mucho niños ven a los narcos con admiración: tienen dinero, autos soñados, mujeres bonitas y nadie los toca. Igual que en las películas. Y cuando crecen, la falta de trabajo o los empleos mal pagos los llevan a engrosar las filas de los “ídolos” de la infancia. Sólo un ejemplo: de los 10.000 detenidos en el 2009 por delitos violentos en la ciudad fronteriza de Mexicali, la mitad eran menores de 13 años.