miércoles, 30 de septiembre de 2009

Una historia de amor al deporte


Por Ezequiel Fernández Moores (La Nación, Buenos Aires)

Barack Obama pujará por Chicago; los poderosos Joao Havelange y Juan Antonio Samaranch, ancianos ex patrones del deporte mundial, recordarán viejos favores a cambio de votos para Río de Janeiro y Madrid, respectivamente, y Tokio insistirá en el filón asiático. Pero la votación de este viernes en Copenhague, entre las cuatro ciudades finalistas que competirán por la sede de los Juegos Olímpicos de 2016, no tendrá esta vez a un conocido miembro de "la gran familia del deporte". Se trata del mexicano Rubén Acosta, que en mayo de 2008, tras 24 años en el cargo, renunció como presidente de la Federación Internacional de Voleibol (FIVB). Se fue tras ganar unos 30 millones de dólares en concepto de comisiones por contratos de patrocinio y de TV que sólo él podía autorizar.
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Exhibe su amistad con Havelange y Samaranch y disfruta del cargo de "presidente honorario vitalicio" de la FIVB. Su historia interesa no sólo porque desnuda la obscenidad del poder, sino también porque afecta muy de cerca a la Argentina. El hombre que hace hoy siete años denunció a Acosta, Mario Goijman, ex presidente de la ex Federación Argentina de Voleibol (FAV), está arruinado moral y económicamente.

Los 30 millones que Acosta recibió en concepto de comisiones suenan desproporcionados respecto del casi millón de dólares que Goijman perdió a partir de su denuncia: 350.000 para los abogados suizos, 200.000 por más de treinta viajes a Lausana por juicios y audiencias y 250.000 que puso de su bolsillo cuando la organización del Mundial de Argentina 2002 se iba a pique por el estallido de la crisis de 2001, según un préstamo que hizo a la FAV ante escribano y con aprobación de todos los consejeros. Hoy no tiene dinero para pagar deudas ni seguir su demanda. Le remataron el automóvil, ordenaron la liquidación de parte de su casa y no puede salir del país. En julio pasado pensaba viajar a Inglaterra, invitado otra vez a Play the Game, la organización danesa que en 2005, desafiando amenazas judiciales de la FIVB, le dio a Goijman un premio especial por haber denunciado al inescrupuloso señor Acosta. La justicia argentina lo bajó del avión. Goijman siempre creyó que cumpliría las deudas cuando la FIVB le pagara a la FAV la comisión del diez por ciento por haber logrado el contrato de televisación de cuatro millones de dólares del Mundial 2002 con la cadena ESPN. No sabía que el único que podía cobrar esa comisión era Acosta.

Goijman cometió errores en su cruzada. Su estilo personalista, a veces arrogante, conspiró tal vez contra él mismo. Pero el informe oficial de la reunión que el Consejo de Administración de la FIVB celebró en abril pasado en Lausana y que tengo ante mis ojos es revelador: dirigentes que no se atreven a acusar al ex presidente que aplaudían hasta mayo pasado, que temen consecuencias legales y prefieren decir que sólo ahora advierten cómo funcionaba "el sistema Acosta", el mismo que Goijman había denunciado en 2002. "El Sr. (Miroslav) Przedpelsky opinó que debíamos actuar con cautela, ya que los ojos del mundo entero y los medios de comunicación observan a la FIVB y no debemos admitir que cometimos un error en el pasado", dice la página 25 del informe, en la cual, párrafos más abajo, el vicepresidente André Meyer revela ante una pregunta del brasileño Ary Graca que el total de comisiones pagadas por la FIVB supera en realidad los 33 millones de dólares. Se trata del mismo Graca que en 2002 no sólo aplaudió la expulsión de Goijman como miembro de la FIVB, sino también la del peruano Luis Moreno, que era presidente de la Confederación Sudamericana y se negaba a ejecutar la cabeza del argentino. "Fui expulsado en 24 horas porque querían atemorizar al resto", me dice Moreno desde Lima. También avaló la política de la "guillotina" el dominicano Cristóbal Marte Hoffiz, quien sólo ahora parece descubrir que ya en 2004 el COI había advertido que las comisiones cobradas por Acosta violaban los reglamentos olímpicos. La Comisión Etica del COI debió pronunciarse sobre el caso en 2004 por una carta-denuncia que le fue enviada por el propio Goijman. Al COI no le gustó que Acosta extendiera las sanciones a las propias selecciones de la Argentina y que, supuestamente, se quedara con parte del dinero de los Juegos Olímpicos. Pero el abogado de Acosta, Michel Rossinelli, contragolpeó y advirtió que él podía dar más detalles sobre supuestas comisiones que el COI habría pagado entre 1996 y 2002 a una agencia de nombre Meridien. La "familia olímpica" entendió el mensaje y la sangre no llegó al río.

¿Y el nuevo presidente chino Wei Jhizong? ¿No era él secretario legal, primero, y vicepresidente, luego, en los tiempos de Acosta? ¿Y no dijo en mayo pasado en Dubai, cuando asumió en su lugar, que Acosta era "un exitoso líder" y que seguiría su "legado" de "principios democráticos y justos"? Menos de un año después, Wei decide que nadie cobrará comisiones y que ni siquiera le pagará a Acosta los 4,8 millones de dólares que todavía se le deben por contratos ya firmados. Se venderá también el último

Mercedes-Benz que había comprado Acosta. Lo mismo que la mansión suiza de Epalinges, en Lausana, que la FIVB compró en 2001 a pedido de Acosta por 1,2 millones de dólares, sin decirle a la entidad que él ya vivía allí desde 1984, porque era la casa familiar de su esposa, la influyente Malú, actual Consejero Honorario Vitalicio de la FIVB. Acosta envió hace sólo dos semanas cartas a los miembros de la FIVB recordándoles el viejo compromiso y las acompañó de un texto de Havelange, el ex patrón de la FIFA, que lo felicita por sus 24 años de "habilidad, competencia y devoción" en el voleibol mundial. "Escuché muchas historias de corrupción dentro del deporte, pero ésta es una de las más increíbles", me dijo Jan Borgen, director de Transparencia Internacional en Noruega, cuando Goijman expuso sus denuncias en 2005 en Copenhague. Play the Game consultó ese mismo día a una decena de dirigentes del voleibol europeo. Todos avalaron las denuncias, pero se negaron a hablar públicamente. Temieron sumarse al casi centenar de despidos, una lista que incluye a Jean Pierre Seppey. El suizo era el brazo derecho de Acosta. Sabe demasiado. Su juicio contra la FIVB contiene jugosas revelaciones: amantes, cabarets, limusinas, autos lujosos, premios comprados y hasta periodistas pagos.

Acreditado como miembro de la Asociación de Periodistas Olímpicos (OJA), estará este viernes en la votación por la sede de los Juegos de 2016 el dirigente Jean-Marie Weber. El ex director de la quebrada empresa ISL es un viejo conocido de gente como Havelange y Samaranch, dos de los personajes más influyentes en la cita de Copenhague, acaso por encima del propio Obama. En un juicio celebrado en marzo de 2008 en el cantón suizo de Zug, Weber admitió que pagó más de 140 millones de dólares a altos dirigentes del deporte mundial, cuyos nombres se guardó el derecho de no mencionar. Eran "comisiones", dijeron sus abogados. "Sobornos", afirmaron los fiscales.

Dinero como el que durante muchos años recibió Acosta. "Sé que el reglamento de la OJA autoriza al Comité Ejecutivo a ofrecerle ser miembro asociado a cualquier persona cuyo trabajo profesional provoque impacto en el Olimpismo", protestó el periodista alemán Jens Weinreich al presentar su renuncia a la entidad. "¡Oh sí! Las actividades del señor Weber impactaron al deporte olímpico. Weber –completó Weinreich– es el hombre que compró al deporte con grandes valijas repletas de dinero. ¿Realmente él es uno de nosotros?"

Crimen de “ilesa” impunidad



Por Carlos Slepoy, abogado especialista en derechos humanos

Se ha escrito mucho sobre las causas que motivaron el acuerdo de los dos partidos mayoritarios para erradicar el principio de justicia universal de la legislación española. El límite se sobrepasó cuando se pretendió enjuiciar crímenes de lesa humanidad y/o genocidios y/o crímenes de guerra cometidos por chinos en el Tíbet, israelíes en Gaza y estadounidenses en Guantánamo, o quizás –o además– por las investigaciones sobre los crímenes del franquismo –que eran asimismo un ejercicio de justicia universal—, respecto de los cuales, como sabemos, se ha pactado igualmente la más absoluta y cruel impunidad. También se ha escrito ampliamente acerca de que limitar el principio de justicia universal –que por algo se llama así– a la existencia de víctimas españolas o a vínculos de conexión relevantes con España y que se acredite en todo caso, mediante prueba diabólica, que no hay otro procedimiento abierto en otro lugar del mundo es, lisa y llanamente, desterrar de la legislación española la persecución de criminales contra la humanidad.
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Traicionando su naturaleza, se pretende su compatibilidad con la discriminación de las víctimas por su nacionalidad y con el principio de subsidiariedad de jurisdicciones. Esto es un oxímoron, grosera y vergonzosa contradicción con lo que el principio enuncia y significa. El sello propio y distintivo de la jurisdicción universal es la inclusión de la universalidad de las víctimas –para que todas ellas puedan ser protegidas por todas las jurisdicciones del mundo– y el principio de concurrencia de jurisdicciones, para garantizar entre todas la mejor persecución de los criminales.

No importa que esta medida vulnere la doctrina del mismísimo Tribunal Constitucional, tratados suscriptos por España y prácticas judiciales –de las que la judicatura española fue referente hasta ahora– extendidas a otros países y que ya forman parte del Derecho imperativo internacional. Se ensordecen los oídos para no escuchar el clamor que surge de cientos de organismos de derechos humanos, organizaciones sociales –nacionales y extranjeras– y personas de todo el mundo para que se detengan. La urgencia y nocturnidad con que se tramitó el proyecto de ley, actualmente en el Senado, quiere dejar tranquilos, no importa a qué coste moral, a los grandes violadores de derechos humanos que hasta ahora han sido y a los que lo serán en el futuro. Acostumbrados estamos a leyes y prácticas que dejan impunes crímenes pasados. Ahora el Parlamento español nos anuncia impunidad, también, para los que serán.

Quiero creer que muchos legisladores, en especial socialistas, no han reflexionado suficientemente sobre el grave mal que están por cometer. Supongo que celebraron la detención de Pinochet, el juicio y la condena al genocida argentino Adolfo Scilingo y los distintos procedimientos abiertos en la Audiencia Nacional para perseguir a grandes criminales de distintos países del mundo. Más aún, me atrevo a decir que se enorgullecieron de que estos hechos fueran protagonizados por la Justicia española. ¿Puede llegar a tanto la obediencia partidaria como para traicionar estos sentimientos y los principios que los inspiran? Está claro que ningún tribunal los procesará. Habrá un día en que se considerará un crimen la promoción y sanción de la impunidad pero, por ahora, pueden estar tranquilos los impunidores.

En su famosa “Carta desde la cárcel de Birmingham, Alabama” –16 de abril de 1963– dirigida a un grupo de clérigos blancos que lo cuestionaban, Martin Luther King estampó esta frase que pasaría a la Historia: “Nosotros nos tendremos que arrepentir en esta generación no sólo de las palabras odiosas y las acciones de la gente malvada, sino también del aterrador silencio de la gente buena”. Están a tiempo los buenos legisladores españoles de no tener que arrepentirse ya no de su pasividad y su silencio, sino de su activa complicidad con los malvados. Es necesario que los diputados mediten sobre lo que ya han hecho y los senadores sobre lo que van a hacer. Quizá Dios exista e inspire a estos últimos a vetar el proyecto de ley y enviárselo a los primeros para que lo eliminen o, mejor, perfeccionen la ley actualmente existente para garantizar una mayor y mejor aplicación del principio de jurisdicción universal. Más terrenalmente, y aunque se reitera la improbabilidad de que vayan a rendir cuentas ante la Justicia, es pertinente recordarles que el artículo 451 del Código Penal califica como encubridor al que, sin haber intervenido como autor o cómplice en el delito y con conocimiento del mismo, interviniere con posterioridad a su comisión ayudando a sus responsables a eludir la investigación de la autoridad o de sus agentes, o a sustraerse a su busca o captura, siempre que concurra, entre otras, la siguiente circunstancia: que el hecho encubierto sea constitutivo, entre otros, de genocidio, delito de lesa humanidad, delito contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado. Si el favorecedor hubiere obrado con abuso de funciones públicas, además de la pena de privación de libertad, de seis meses a tres años, se le impondrá la de inhabilitación absoluta por tiempo de seis a doce años.

Se está por cometer un crimen de ilesa impunidad. Los genocidas y sus instigadores, que buscan inmunidades e impunidades por doquier, dormirán un poco más tranquilos, confiando además en el efecto multiplicador del ejemplo. Ojalá no les ocurra lo mismo a los legisladores que están por delinquir, aunque, como aquéllos, no vayan a ser castigados. Quizás el mal sueño los haga despertar.

martes, 29 de septiembre de 2009

Las leyes y las voces


Por Pablo Alabarces
(Crítica de la Argentina)

Uno se debe a su público: hace dos semanas, los atentos colaboradores de la página web del diario no hicieron otra cosa que recriminarme no tomar posición sobre la Ley de Servicios Audiovisuales, esa que la derecha argentina insiste en llamar “ley de control de medios”. No la había leído aún –son 150 páginas, tampoco es un folletito– y no quería parecerme a la mayoría de los que opinan, incluidos algunos legisladores y buena parte de los medios de comunicación: a todos ellos/as parece haberles faltado un buen tiempo de lectura. O un poco de honestidad intelectual, digamos.

Por mi parte, me dediqué estas semanas a leerla y a seguir el debate. Acuerdo con la ley, un poco más con las modificaciones que le hicieron en Diputados, espero que aún más con alguna modificación en el Senado. No es la mejor ley posible, pero, ¿cuál es la mejor ley posible, en esta Argentina y con el peronismo como gobernante?
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Por lo menos, rompe con los monopolios y con la hiperconcentración, federaliza un poco el espectro, amplía las posibilidades para que aparezcan otras voces, democratiza los órganos de aplicación. En este punto es donde pensaría las modificaciones más radicales: introducir la figura del concurso con supervisión académica, por ejemplo, esos concursos que un tipo como Mariotto jamás ganaría, pero la diputada Giúdici o Julio Bárbaro tampoco.

En este tipo de reformas, los organismos de aplicación, regulación y supervisión son claves: vean si no lo que ocurrió con la inutilidad de los que debían supervisar los servicios públicos. A pesar de muchas debilidades, las universidades públicas siguen siendo un lugar fantástico desde donde ejercer esas supervisiones: propongo pensar con más énfasis su rol como autoridad de aplicación. Quizá de esa manera se podría conseguir algo parecido a un Comfer que sirva para algo: lo que es éste, hay que disolverlo con premura. Para desdicha de los que anuncian el apocalipsis y la censura, el Comfer censor fue el de la presidencia De la Rúa, que en 2001 prohibió la difusión pública de ciertas canciones de cumbia villera. Pasamos del Comfer censor de los radicales al inútil de los peronistas: Tinelli aún espera su condigno castigo.

La clave de la ley es desmontar la hipótesis de que la comunicación y la cultura pueden ser espacios desregulados. Los que saben de esto, los especialistas en economía política de la comunicación, vienen señalando hace años que, en realidad, las políticas de medios de los noventa no desregularon, sino que re-regularon a favor de la concentración y los monopolios, además de incidir de manera desvergonzada a favor de esos mismos actores, por ejemplo, cuando Menem le cedió a Radio 10 la frecuencia de Radio Ciudad. No hay tal desregulación: la economía y la sociedad argentina se regularon a favor de los grupos de poder, con el aplauso entusiasta tanto de peronistas –que siguen aplaudiendo– como de radicales –que hoy se hacen las vírgenes suicidas–. Y lo que se jugaba y juega en estos ámbitos es crucial para el devenir de una comunidad: es nada más y nada menos que los espacios donde se construye y pone en circulación la mayor cantidad de bienes simbólicos. Identidades, memorias, expectativas, deseos –no pienso usar la palabra relato, devaluada por nuestra Presidenta–: y fíjense que los pongo en plural, porque además no se trata de una única versión del asunto, sino de su pluralidad –si el concepto de una identidad nacional me une con Macri, Aguinis, Moyano y Tinelli, prefiero volverme brasileño.

Por supuesto que todo esto no significa entregarse a los cantos de sirena kirchneristas. Como dijo Beatriz Sarlo en La Nación hace dos semanas, el Gobierno se mueve por impulsos y calenturas, fuera de todo plan y de todo programa. Entonces, una buena ley, más justa, no vuelve a este gobierno ni mejor ni más justo. Pero eso no puede llevarnos a criticar una ley porque anuncia una limitación a ciertas libertades: eso es una falacia insostenible, que sin embargo muchos sostienen y más creen. La libertad de expresión es una conquista democrática de quienes la ejercen, y de ninguna manera una concesión de las empresas periodísticas, que suelen trastabillar cuando las voces que reclaman no coinciden con sus intereses económicos desvergonzados. Hace pocos días, cuatro líderes piqueteros debieron recordarle a Tenembaum que si no hubieran cortado las calles, nadie los hubiera invitado a la tele –al cable, no a Telenoche.

Nadie puede afirmar seriamente que esta ley limite posibilidades de expresión. Los límites siguen estando en otro lado: en la economía y en la desigualdad, que tan poco hacemos por reducir. Esta ley se ocupa de ampliar algunas posibilidades para que las voces circulen: pero el problema seguirá siendo quién puede tomar la palabra –que no es lo mismo ni es igual.

lunes, 28 de septiembre de 2009

El regreso de un tlatoani


Por Raymundo Riva Palacio
(Eje Central, México)

Carlos Salinas fue un presidente tan eficiente y con una inteligencia tan magnificada por la leyenda urbana, que está convertido en el mito que divide a México: lo odian o lo admiran. Sus adversarios lo ridiculizaron por un largo tiempo, estimulando incluso la proliferación de máscaras de hule que vendían en las esquinas de las principales avenidas de la capital mexicana, y socializando la parodia de que cada vez que llegaba a México -porque vive en Europa-, temblaba, lo que efectivamente sucedía, pero no por causas metafísicas, sino por juguetona coincidencia. Pero el tiempo y la lejanía de su administración, que terminó hace tres lustros, los derrotó. Salinas ha recompuesto su imagen pública y proyección política. Tanto, que popularmente lo consideran como el verdadero jefe del PRI.
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Su comportamiento político alimenta el imaginario mexicano. Quién, una publicación de creciente influencia en la clase gobernante, que ha combinado los contenidos de las revistas del corazón con la política, publicó en su último número una portada dedicada a Salinas, dedicándole seis páginas a una colección de fotografías de Mr. Socialité, como lo llaman, donde lo muestra en bodas y fiestas durante los últimos meses. La revista no informa más allá de la epidermis social que refleja, ni analiza, por lo que queda sin explicación el porqué de la percepción de las élites sobre su poder. Pero en esos eventos, como en otros no registrados por Quién, Salinas ha sido el centro de la atención.
Invitado de lujo, no deja de aceptar pláticas en instituciones académicas de alcurnia, como Harvard y Oxford, o convocar a tertulias a estudiantes de las más prestigiadas universidades, a la majestuosa biblioteca de su casa de dos pisos donde se apilan miles de libros. El año pasado, por ejemplo, en la boda de una de las hijas de la aristocracia de Monterrey, donde se encuentra buena parte del poder económico mexicano, coincidieron Salinas y el ex presidente Vicente Fox. Cuando se retiraron de la fiesta, Salinas tardó casi 30 minutos en alcanzar la puerta porque se paraban políticos y empresarios a saludarlo; Fox no tuvo mayor dilación en salir. Sus principales adversarios ayudan, paradójicamente, a alimentar la percepción de fuerza suprema. Andrés Manuel López Obrador, a quien Salinas trató inútilmente de golpear políticamente en 2004 y descarrilar su candidatura presidencial, no deja de señalarlo como el jefe de la mafia política que gobierna a México. Salinas debe disfrutarlo.
Cuando está en México, que es al menos una vez al mes por cuando menos una semana, satura su agenda con asuntos políticos. Suele reunir a varios de sus viejos colaboradores en torno a una mesa de trabajo en su casa en el sur de la capital federal, y como si fuera una de sus antiguas reuniones de gabinete, les pregunta cómo ven la situación del país y les expresa su punto de vista. Les pide trabajos específicos, como si aún fueran sus colaboradores, y recurre sin pudor a los más brillantes de aquél grupo que gobernó el país con él, sobre temas coyunturales. Algunos le siguen fieles; otros, ya se cansaron y sutilmente se han ido alejando de él.
Pero Salinas, quien durante toda su vida universitaria y profesional fue entrenado para ser presidente, no puede dejar de sentir, o de proyectar a sus interlocutores cuando menos, que tiene una misión para México. Esta es que los aspirantes a la candidatura presidencial no se peleen entre sí y pueda recuperar su partido el poder de la Presidencia en 2012, y no causen los cismas internos que le impidieron al PRI mantener el poder en 2000 y recuperarlo en 2006. Hoy, Salinas ha permitido que crezca la percepción de que es el padrino político del gobernador del estado de México, Enrique Peña Nieto, quien es el político mejor colocado en la popularidad nacional, y cuyas preferencias de voto entre los priistas duplican la suma combinada del segundo y tercer lugar en la lista.
Peña Nieto ya ha dado señales que esa relación, aunque cercana, no es ni tan fuerte ni tan estrecha, pero el ex presidente no ha contribuido para matizarla. A Salinas le gusta hacer sentir que está detrás de las nuevas figuras del partido, como el gobernador del estado de México, o como Rodrigo Medina, quien es un clon de Peña Nieto -joven, atractivo, fresco-, quien asumirá en octubre la gubernatura del próspero Nuevo León, en el norte del país, y que es uno de los caballos negros para la candidatura presidencial en caso de que los principales contendientes terminaran aniquilándose unos a otros.
Tras las elecciones federales donde el PRI se alzó como la primera fuerza política del país -sin alcanzar, empero, la mayoría absoluta-, Salinas habló con varios gobernadores priistas para persuadirlos a que apoyaran a un incondicional de él, Francisco Rojas, como coordinador de los diputados priistas en el Congreso, que es una posición que, bien manejada, es muy poderosa. A cambio, le pidieron favores políticos. Uno de ellos, el de Oaxaca, Ulises Ruiz, quiere que le ayude a ser presidente del partido en 2011. Salinas no es de los que rápidamente da piezas de cambio, pero está buscando ampliar su poder. A través de los diputados más cercanos a él, ha enviado mensajes a otras figuras ascendentes en el Congreso para ofrecerles apoyo para que puedan quedar al frente de comisiones parlamentarias y que, de esa manera, le deban su emergencia política en esa Cámara.
El poder de Salinas, que se siente abrumador, no es tan infalible. Dentro del PRI lo conocen bien, y aunque sienten genuino respeto por su inteligencia y capacidad política, no hay subordinación ante él. Hay diputados que rechazaron el ofrecimiento de apoyo, porque no quieren tejer compromisos de esa naturaleza con él, y entre los gobernadores, los más veteranos lo mantienen a distancia. Varios líderes del partido lo ven como un actor que, aunque relevante, no deja de ser uno más de las personas cuya voz influye, pero no como el jefe político que muchos fuera del partido creen. El poder hacia dentro está más repartido, y las alianzas para 2012 apenas se están probando y conformando.
Pero el tiempo de Salinas ya pasó. Algunas de las figuras actuales le han perdido confianza porque sienten que los traicionó en el pasado, o que jugó con ellos. Ya no es el gran Tlatoani, con la T mayúscula de los dioses aztecas, sino un tlatoani con T minúscula, como hay varios dentro del PRI, que tendrán que arreglarse en los dos próximos años y negociar sus alianzas y comprometerse entre ellos, si no quieren que 2012 sea una reedición de las dos últimas elecciones presidenciales, donde se quedaron en la antesala del poder por no ponerse de acuerdo. En la firma de ese pacto, seguramente estará Salinas, pero no presidiendo el cónclave, sino ocupando uno de los lugares alrededor de la mesa. El poder que tuvo, aunque no quiera verlo, se ha venido diluyendo con el tiempo. Todo, como él mismo atestiguó en su metamorfosis de "villano" a "Mr. Socialité", como lo llamó Quién, se desgasta.

Eso de la comunicación


Por Eduardo Aliverti
(Página 12, Buenos Aires)

Cuando ocurre algo así, lo primero es apuntar que la fortaleza del sentido común no debe verse mellada por la presunta estrictez de las estadísticas. Y ni siquiera cabe hablar de los fantasiosos números del Indec sino de cifras cualesquiera, así las rodee el “prestigio” que tantas veces se inventa para favorecer intereses de los poderosos que atienden a consultoras privadas. En todo caso, el descrédito del organismo oficial azuza la sensación. Haber difundido que los pobres e indigentes de la Argentina son menos de un 14 por ciento es un despropósito. En una de sus últimas apariciones públicas, fue el propio Kirchner quien ubicó al índice por encima del 20 por ciento. ¿Cómo es posible esta contradicción? Vaya uno a saber qué milagro sucedió desde la primera mitad de 2008 para que haya un millón y medio menos de pobres, justo en medio del deterioro de los parámetros macroeconómicos. Y más allá de que el país soportó la crisis internacional, si no bien, mucho mejor que el resto. Como no sea –piensa el periodista, porque es lo único que se le ocurre– el hecho de autoestimarse impunes, o jugados por jugados. O, en la visión más benévola, presos de una forma de medir que no les deja otra opción a los técnicos.
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Básicamente, el Indec señala que los precios de la canasta básica de alimentos no aumentaron; que no hubo un crecimiento significativo del desempleo, y que por el contrario se incrementaron de modo sustantivo los ingresos de asalariados, jubilados y autónomos. Lo primero no resistiría el menor análisis, salvo que se tomen los reducidos productos que el secretario Moreno acuerda con algunas cadenas de supermercados. Lo segundo es correcto, como lo reconoce cualquier indicador. Y lo tercero, depende de si el cristal con que se mira es la inflación oficial o la real. No hace falta especialización alguna para apuntar esos aspectos, pero tampoco es eso de lo que se trata sino, para volver, del sentido común. En una enjundiosa nota publicada el jueves pasado en este diario, el director de la Encuesta Permanente de Hogares, Claudio Comari, dice por ejemplo que “se ha registrado en el período un importante crecimiento del número de personas que reciben asistencia a través de distintos programas sociales, como el Plan Familias y otros”. Caramba: ¿no cabe inferir que si aumenta de manera “importante” la cantidad de gente asistencializada es, justamente, porque la pobreza subió en la misma proporción? Pero vamos a suponer que la respuesta es negativa. ¿Un asistencializado deja de ser un pobre, o un indigente sube el escalón y pasa a serlo, por el solo acto de recibir un plan de ayuda o un plato de comida? Es, por lo menos, una lógica muy curiosa. Para no hablar de conceptos tales como la calidad de la vivienda, sin siquiera entrar en otros como el acceso a la educación y la salud o las probabilidades de esparcimiento. Y si es cuestión de que esas cuantificaciones corresponden a barrios estadísticos diferentes, entonces vuelve a agredirse al sentido común. Porque bajo ese raciocinio, resulta que si se vive en una villa o un suburbio marginal, en cuatro paredes desvencijadas, yendo a la escuela para comer o teniendo que esperar seis meses para un turno en el hospital, pero ayudado por un plan al que se sumen changas u otros ingresos circunstanciales, no se es pobre. Comari explica, y bien, que la medición de la pobreza a través de este mecanismo fue adoptada por la Argentina en los primeros años de la década de la rata, y que, como todavía no se tomó una nueva metodología, el Indec debe remitirse a publicar los números de acuerdo con esos criterios. Tomado esto por cierto (que lo es, o al menos nadie lo desmiente), y sin que haga falta desmenuzar tópicos como lo que provoca que, según el Indec, la Canasta Básica Alimentaria para un grupo familiar de matrimonio y dos hijos no llegue a los 500 pesos ($ 453,33), igualmente no hay modo de desmentir el choque desopilante que se produce entre la “prisión” numérica y lo bruto de la realidad. A pura caloría de papas, arroz y fideos, más planes de ayuda social, o algún empleo estable que supere mínimamente la marca de ingreso-base (empleo del que carece alrededor del 40 por ciento de la población), ocurre que el régimen calórico es suficiente y que se queda por encima de la línea de pobreza. Quizá técnicamente pueda ser irrebatible, pero seguro que moral y socialmente es un escándalo.

Alguien insospechable de simpatías opositoras, el sociólogo y consultor Artemio López, indicó en un reciente artículo: “Subestimando el nivel de empobrecimiento realmente existente, (el Gobierno) desatendió las políticas sociales específicas que brindaran al menos contención a la carencia; no desplegó un plan consistente de transferencia de ingresos a los hogares más vulnerables y, por ejemplo, permitió que colara en el segundo cordón bonaerense, con (más) de un 30 por ciento de las preferencias, un personaje insólito como el colombiano rojo. Una pena, pero nada es gratis”. Sin embargo, incluso señalamientos como el precedente permiten espacio para ciertas preguntas. ¿No puede haber mejores explicaciones oficiales? ¿Es necesario que se expongan al ridículo? ¿No tienen forma, o no la encuentran, para comunicar distinto? ¿Tanto cuesta pensar en una campaña pública que contextualice las cifras del Indec, como para dejar claro que no hay la intención aviesa de tomarle el pelo a la sociedad o de ignorar lo elemental? ¿Tan obligatorio era difundir estos números en el momento en que se debate la ley de medios audiovisuales, que el mismo oficialismo rotula como la madre de todas las batallas, dándole pasto a una oposición urgida de hallar aunque sea argumentos conexos para voltearla –la voluntad de engañar, para el caso– y sumando clima adverso en la población? ¿La contestación es que el Indec está reglamentariamente obligado a hacerlo de modo fijo y periódico? Vamos...

La percepción es que hay una suerte de descuido congénito, en el kirchnerismo, respecto del estilo informativo. Una cosa es cuando eso “responde”, adrede, y está más que bien, para marcar territorio de diferenciación. Cuando pasa por “acá somos y estamos nosotros y allá son y están ellos”. Porque eso es la potenciación del inevitable conflicto que significa la política si es que de veras quiere afectarse intereses. Lo hicieron muy adecuadamente en algunos campos precisos y relevantes: derechos humanos, disputa con la gauchocracia, desde ya que el proyecto sobre medios audiovisuales, la decisión durante todos estos años de no reprimir la protesta sectorial y social (al margen de la horrible resolución tomada en el conflicto de la ex Terrabusi). Los errores procedimentales no quitan lo valiente.

Otra cosa es que lo sano de esa cualidad confrontadora mute a talante despreciativo. O que se expanda contaminada de necedad a áreas que son muy sensibles para el común de la gente, como la pobreza o la inflación. Hay las soberbias bien entendidas. Y hay las inaguantables.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Cómo hacer una nueva política en la vieja Argentina

Por Alberto Fernández, ex funcionario del gobierno de Carlos Menem y ex jefe de gabinete de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner.

Los argentinos hemos logrado mantener nuestra democracia por más de veinticinco años. Frente a las experiencias institucionales del mundo desarrollado ése no parece ser un gran logro. Pero a poco que se tenga presente que el nuestro es un país que a lo largo de todo el siglo XX ha vivido colapsado por rupturas a las reglas democráticas, uno puede sentirse feliz por haber alcanzado más de un cuarto de siglo de respeto a la institucionalidad.

Entre 1930 y 1983 los ciclos democráticos cedían ante dictaduras golpistas que preservaban los intereses de las minorías carentes de la posibilidad de acceder al poder por el voto de la gente. Con la república recuperada, los ciclos políticos han estado directamente vinculados con los económicos. Así, el reconocimiento social de los gobernantes se relacionó con momentos expansivos de la economía. Pero cuando los mercados alteraron el mundo financiero, la desconfianza atrapó a los inversores y los ciudadanos limitaron su capacidad de consumo la política se deshilachó sin remedio.

Sin embargo, en estos días que corren todo parece indicar que estamos enfrentando una nueva experiencia. Ahora, la política sólo se debilita por sus propias incapacidades y son sus desaciertos la causa misma de la inestabilidad económica.
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Esa debilidad que apresa a la política argentina genera un estado de permanente desazón social. En estos casi veintiséis años de vigencia democrática la política no logró satisfacer muchas de las expectativas ciudadanas. Demolida en la consideración pública, se ha mostrado incapaz de consolidar estructuras en las que los votantes se vinculen a partir de sus ideologías o tras la defensa de intereses precisos. Las doctrinas se relativizan, las ideologías se diluyen en el pragmatismo y la acción política se minimiza hasta ser reemplazada por militantes rentados y vacías publicidades. De ese modo, la picardía desplaza al mérito, el discurso cede espacio a la imagen y ante cada elección un candidato de ocasión asoma. Es el mismo candidato que con el correr del tiempo acaba por decepcionarnos.

Cada vez que la política se enfrenta al rechazo social que sus propias incapacidades genera, asoma la mágica solución de la “reforma política”. Otra vez estarán los que quieran reinstalar el colegio electoral para que los argentinos no elijan directamente a su presidente; asomarán los que piensan que la política argentina se corrige con una ley que regule su financiamiento; habrán voces que reclamen la instauración de la boleta única para terminar con la influencia de los “punteros barriales” y la proliferación de “listas sábanas” y “votos en cadena”; y finalmente, aparecerán los que confiando en la tecnología requieran que los electores voten “electrónicamente”.

Por encima del acierto o error de cualquiera de esas propuestas, ¿son ésos los verdaderos caminos que conducirán al mejoramiento de nuestra política?

En la Argentina, radicales y peronistas dominan el escenario político desde mediados del siglo XX. En el imaginario público, esos partidos representan búsquedas diferentes: la defensa de la institucionalidad republicana en los radicales y la tutela de los sectores sociales más postergados en los peronistas. Aun así, ambos reconocen un aspecto común en su génesis: el personalismo de sus fundadores. Yrigoyen y Perón fueron importantísimos caudillos que con su carisma supieron conducir movimientos políticos y sociales que aún hoy prevalecen en nuestra sociedad.

Más allá de lo que el ideal público ha construido, la historia da cuenta de que ni el radicalismo ha abrazado incólume la defensa de la república ni los peronistas han atendido siempre el interés de los desposeídos. Tanto el feroz pragmatismo como la ausencia de elecciones ideológicas precisas han permitido que cualquiera encuentre en discursos aislados de los líderes fundadores argumentos suficientes como para justificar la condición radical o peronista. Nadie deja de advertir semejante dicotomía, pero en la búsqueda del poder los compromisos con las ideas se postergan hasta posibilitar que bajo un mismo paraguas partidario se amparen pareceres absolutamente antagónicos. Ésa es la razón por la que la socialdemocracia alfonsinista puede compartir una misma organización partidaria con el conservadorismo delarruista o que el neoliberalismo menemista quede amparado por el mismo techo que alberga el progresismo kirchnerista.

A su vez, seguramente por su naturaleza personalista, en cada contienda electoral ambos partidos han buscado el líder sustituto sin advertir que la avasallante personalidad que era propia de aquellos caudillos ha sido única e irrepetible. En la búsqueda del “conductor” no sólo se han acumulado desencantos, también se ha frustrado la posibilidad de organizar estructuras políticas que promovieran dirigencias de reemplazo a partir de debates profundos.

El bipartidismo en la Argentina está en aprietos desde hace muchos años. Pero la crisis se silencia sólo porque son precisamente esos dos partidos los que alternan el poder desde que la democracia volvió a establecerse en 1983. Así como la llegada al poder convoca a radicales o peronistas gregarios detrás del candidato emergente, la pérdida del poder los dispersa y los atomiza. Así se explica el “peronismo alfonsinista” o el “radicalismo K”.

Los inconvenientes derivados del bipartidismo jamás han sido suficientemente atacados. Aunque muchos han intentado la construcción de alternativas, la historia demuestra que todos esos emprendimientos han tenido el único propósito de organizar fuerzas electorales (no partidos políticos) para impulsar ocasionales candidatos. El MODIN nació para que Aldo Rico fuera diputado. El Partido Nuevo nació para que Luis Juez fuera intendente. Recrear nació para que López Murphy fuera presidente. El PRO nació para que Macri fuera jefe de Gobierno. La Unión-PRO nació para que De Narváez sea el futuro gobernador. El ARI nació para que Elisa Carrió lo manipulara y lo destruyera a su antojo. En la mayor parte de los casos, esos emprendimientos han durado poco tiempo. Algunas veces fueron fagocitados por las estructuras tradicionales. Otras veces terminaron esfumándose en el mismo instante en que se opacó la estrella del candidato que le había dado origen.

Ése es uno de los problemas centrales de nuestro funcionamiento político. El sistema de partidos es insuficiente y la acción dirigencial complota con la buena calidad democrática por el modo como ejercita y desarrolla la construcción de poder. Partidos sin ideas ni compromisos claros que unifican el discurso cuando el poder se aproxima e independizan a sus miembros cuando se aleja. Partidos sin debates ni programas que sólo valoran la audacia de los intrépidos.

La solución a este estado de cosas no es, como algunos sostienen, volver a fortalecer al radicalismo y al peronismo. El bipartidismo tal como se ha expresado desde 1983 en adelante sólo encubre la continuidad de la perversión que ha conducido a este estado de cosas. “Si buscás resultados distintos, no hagás siempre lo mismo”, nos recomendaría Einstein.

El secreto para lograr que la política vuelva a ser valorada socialmente reside también y principalmente en un cambio de actitud de quienes se precien de ser dirigentes. Sin liderazgos personales a la vista, es imperioso convocar a la sociedad en pleno a protagonizar un proceso de cambio que se inicie con un profundo y sincero debate que nos permita vincularnos detrás de ideas rectoras claras y nos posibilite transparentar quienes representan los distintos intereses que conviven en la sociedad.

El radicalismo y el peronismo necesitan reinventarse. Sólo debatiendo y confrontando las antagónicas posiciones que albergan podrán depurarse y dejar en claro qué representan y cuáles son las ideas que los gobiernan.

En la Argentina la derecha conservadora tiene vergüenza de serlo. Pero que exista una fuerza conservadora y democrática va a permitir darles una representación genuina a los que piensan de ese modo. Lo que es difícil es que los conservadores voten candidatos que creen conservadores pero que repentinamente propician la estatización de todos los servicios públicos porque un encuestador o un publicista lo recomiendan.

En la Argentina la izquierda progresista padece el poder como una suerte de castigo y prefiere asumir un rol meramente testimonial. Pero que exista una fuerza progresista, democrática y con vocación de poder se vuelve imprescindible para que tengan representación muchos que adhieren a ese pensamiento. Lo difícil es que los progresistas voten candidatos que creen progresistas pero que repentinamente terminan asociados al reclamo de los sectores dominantes de una economía muy concentrada.

Tal vez el primer paso para que la política se acerque a la gente es que los conservadores y progresistas dejen de atomizarse y se asocien en dos fuerzas que expresen claramente lo que piensan y lo que quieren representar. ¿No habrá llegado la hora de un pacto entre conservadores y un pacto entre progresistas como paso previo a un acuerdo superior sobre políticas de Estado como el que protagonizaron los españoles en los albores de su joven democracia?

Si reformamos la política principalmente con acciones antes que con normas, podremos analizar después si es posible rubricar un acuerdo semejante al que se firmó en el Palacio de La Moncloa el día en que los españoles se sintieron amenazados con el retorno de un pasado al que no querían volver.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Bienaventurados los pobres


Por Martín Caparrós (Crítica de la Argentina)

Lo que no entiendo es que se dejen correr por izquierda por la institución más derechista del planeta. Señores presidentes, de verdad me sorprenden. Dicen que persiguen la justicia social o algo por el estilo; dicen que les importa la redistribución de la riqueza o una cosa así; dicen que les preocupa que haya pobres –tanto que empiezan por simular que hay muchos menos. Mientras ustedes nos mienten y se mienten, tapan el sol con un dedo anillado, entierran en el barro las cabezas, bajo cúpulas antiguas y doradas la iglesia Católica Apostólica Romana habla y habla del combate contra el flagelo de la pobreza y, en síntesis, se presenta como la institución que sí se hace cargo del problema más grave de la Argentina actual. ¿No les da, algunas noches, señores presidentes, una leve cosquilla de vergüenza?

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Ustedes tienen una técnica probada: truchar números. Probada está: ya se ha visto que no da ningún resultado, pero ustedes –¿por eso mismo?– la mantienen. Ahora dijeron otra vez que bajó la pobreza cuando todos sabemos que no es cierto. La adulteración de las cifras es, para empezar, una maniobra idiota. Trata de ser una manipulación de los ciudadanos, un modo de llevarnos a pensar lo que ustedes precisan, y es el peor error que puede cometer alguien con un poder: la estupidez de creernos demasiado estúpidos.

–Mamá, me prometiste que íbamos al zoológico.
–Y sí, nene, acá estamos.
–Pero mamá, esto es el obelisco.
–No, nene, es el zoológico.
–¿Y dónde hay elefantes y leones?
–Mirá, ahí tenés un león.
–Mamá, eso es un gato.
–Eso es un león.
–Mamá…
–¿Quién es el que sabe, nene, vos o yo?

Pero el problema principal no es ése. La adulteración de las cifras tiene efectos materiales aún más graves: su influencia en la asignación de recursos. Si dicen que hay menos pobres el dinero que el Estado debe destinarles va a ser menos, y la situación de los pobres reales va a ser cada vez más dura: menos atención, menos comida; desechan planes, cierran comedores, desabastecen hospitales. (Hace dos días anunciaron que el presupuesto de salud pública para 2010 bajará unos 450 millones de pesos; un poco menos que lo que se van a gastar en fútbol para todos. Allí sí que hay una doctrina que puede triunfar en el mundo: el derecho al fútbol priorizado sobre el derecho a la salud.) El miércoles, en este diario, Cynthia Pok, ex funcionaria del Indec, lo sintetizaba: “la estadística trucha también mata”.

Ustedes, presidentes, lanzados a la política-ficción, decididos a convencernos de que la luna es una provoleta, le dejan a la derecha social el único terreno que la derecha política no puede ocupar: ni Macri ni Narváez ni sus amigos y entenados tienen la menor legitimidad frente a los pobres, así que la iglesia romana les hace el favor de ocuparse por ellos. La iglesia les sermonea, señores presidentes, que hay más pobres que los que ustedes dicen y que hay que hacer algo ya –los corre por izquierda. La conclusión mayoritaria es obvia: si un gobierno que se dice zurdito no hace lo que lo diferenciaría de uno de la derecha, ¿para qué sirven los zurditos?

–Pero estimado, derecha e izquierda ya no significan nada.
–¿Ah, no? Doble para aquel lado y va a ver cómo se rompe la nariz.
–No sea nabo, Caparrós, usted me entiende. Y menos hablando de la iglesia. En la iglesia hay gente de izquierda y gente de derecha.

Es el viejo truco peronista: el movimiento donde caben todos. Pero no por eso la iglesia romana deja de ser conservadora y arcaizante –derechista– por su organización interna y por su actividad externa. La iglesia católica está basada en la fe ciega, montada a imagen y semejanza del Imperio Romano: una estructura teocrática hiperjerárquica, donde las mujeres están excluidas de cualquier cargo importante, donde cada estrato debe obedecer a ojos cerrados la autoridad del estrato superior hasta acabar en el mando supremo, la representación de esa forma de poder que el mundo dejó atrás hace siglos: el monarca absoluto que ellos llaman papa. Si en Honduras o Uganda unos militares golpistas quisieran imponer un soberano vitalicio cuya palabra nadie pudiera cuestionar porque un dios se la dicta, los libres del mundo gritarían y la ONU debatiría cómo mandar tropas. Pero si es La Iglesia todo bien, son tradiciones.

Y su intervención externa sigue el mismo modelo retrógrado: son la punta de lanza contra las libertades individuales, contra los cambios cientificos y técnicos; ahora están contra la investigación con células madre o los métodos anticonceptivos o las parejas homosexuales como antes estuvieron contra el divorcio, antes contra el voto femenino, antes contra la democracia o la igualdad y más antes contra la idea, por ejemplo, de que la tierra es redonda y gira alrededor del sol –y siempre contra cualquier intento de pensar.

La iglesia romana, por supuesto, sabe de pobres: siempre se ha ocupado de que hubiera muchos. Allí estaría, muy grosso modo, la famosa diferencia inexistente entre derecha e izquierda: unos quieren, a veces, “ayudar a los pobres”; los otros, que no haya. Y la opción de la iglesia está muy clara. No digo que no existan curas obreros, curas tercermundistas, curas honestos y entusiastas; digo que como institución siempre sirvió para que los pobres sigan siendo pobres: que sean, si acaso, pobres con sopa, pero que no dejen de ser pobres –porque los reyes los necesitaban, los necesitan los patrones. En eso consiste la beneficencia en cualquiera de sus formas –sociedad de damas caritativas, oenegés de jóvenes preocupados, megaorgas de curas compasivos–; en eso consiste también su versión estatal contemporánea, el asistencialismo clientelista. Son tan parecidos: la iglesia romana siempre se ocupó de los pobres –y de que no dejaran de ser pobres– para mantener una base más o menos manejable, más o menos crédula, que pudiera seguir controlando. ¿Les suena a algo? Entre lo mucho que se le puede reprochar al peronismo no figura, sin duda, no aprender de los ejemplos útiles.

Pero a veces se atontan y le entregan su terreno a la iglesia romana. Que ahora se ha lanzado agresiva, y discute las cifras truchadas. Aunque haga lo mismo que reprocha: “Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón,/ sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis”. Esta mañana se me ocurrió chequear la publicidad de la campaña “Más por menos”, donde la iglesia ofrecía sus cifras de pobreza. Son las pequeñas delicias de internet –algo muy parecido al purgatorio, donde todo lo turbio permanece y dura–: buscando el aviso descubrí que eran dos. El primero, se ve, fue una versión inicial que alguien, apresurado o malevolente, subió a la red. El segundo es el definitivo, el que pasaron hasta el hartazgo las emisoras libres.

Lo recordarán: un spot bien hechito, tan humano, casi blanco y negro, donde personas pobres dicen, tonos varios, “no soy una estadística, soy una persona” –tratando de defenderse, supongo, porque saben que las estadísticas se manipulan aún más que las personas. En su primera versión, la iglesia informaba, a través de un cartel sobreimpreso, que “2 de cada 10 argentinos viven en la indigencia” y que “4 de cada 10 argentinos viven en condición de pobreza”. Pero se ve que alguien lo vio y no le gustó y hubo alguna negociación –rápida, eficiente– con dios o con el diablo y las televisiones terminaron por mostrar otra versión, donde las mismas imágenes soportaban carteles iguales y distintos: “1 de cada 10 argentinos vive en la indigencia” y “3 de cada 10 argentinos viven en condición de pobreza”. Fue, sin duda, un milagro: en unos pocos días, la fuerza de la fe había reducido la indigencia a la mitad y la pobreza en un 50 por ciento. Más confuso fue lo que hizo con el desempleo: en la primera versión, el cartel decía que “3 de cada 10 jefes de familia están desocupados”; en la final, “1 de cada 10 argentinos está desocupado”. Las dos cifras pueden ser ciertas pero quien elige cuál usa sabe que el impacto va a ser más fuerte si dice 3 de cada 10 jefes de familia que si dice 1 de cada 10 argentinos. Y, claramente, en la versión final, se trató de bajar el impacto, aún si para eso había que reducir bruscamente la indigencia a la mitad en unos días.

Es un pequeño ejemplo de manipulación. No es sorprendente que la institución más reaccionaria y más retrógrada falsee unos números: ¿qué es cambiar dos indigentes por uno comparado con convencer a millones de que si marchan a Luján van a conseguir un trabajo en Cañuelas o un novio en Mar del Plata, o que un hombre nació de una virgen o que resucitó a los muertos? Lo que sí parece tonto es que un gobierno como éste se deje correr por izquierda –se deje arrebatar lo que debería ser su tema central– por la gran institución de la derecha. O quizá lo tonto sea creer que este gobierno no aprendió la lección de la iglesia romana; tal vez lo tonto es suponer que quiere, realmente, atacar la pobreza.

Paradojas del racismo


Por Juan Gelman
Página 12, Buenos Aires

Las vive Obama con frecuencia: los neoconservadores –republicanos o demócratas– lo consideran un racista al revés. No hace mucho, dos estudiantes negros golpearon a uno blanco en un autobús (www.stltoday.com, 15909) y Rush Limbaugh, comentarista radial y peso pesado de los círculos fundamentalistas de derecha, comentó en su programa: “Pienso que el muchacho (blanco) se equivocó, que no sólo fue racismo, sino racismo justificado... quiero decir, él no debía haber estado en ese autobús. Necesitamos autobuses segregados, fue una invasión de espacios. Estos son los EE.UU. de Obama” (mediamatters.org, 16909).
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Limbaugh no paró ahí, aunque la Associated Press había ya informado que la policía, luego de investigar el incidente, retiró los cargos de racismo. “En los EE.UU. de Obama, los chicos blancos son golpeados y los negritos aplauden.” Se habló de que este presidente inauguraba “la era post-racial” en EE.UU., pero qué. El 16 de julio pasado, Henry Louis Gates Jr., profesor universitario pero afroamericano, fue detenido en su propia casa cuando se vio obligado a forzar la puerta para entrar (www.theroot.com, 20-7-09). Obama criticó a la policía de Cambridge, declaró que el arresto tenía un tinte racista y lo calificó de “estupidez”. Una ocasión para Limbaugh: opinó que se trataba del caso de “un presidente negro interesado en destruir a un policía blanco”. Un colega de Fox News, Glenn Beck, fue más lejos: acusó a Obama de racista que profesa “un odio profundamente asentado a los blancos o a la cultura blanca” (www.nowpublic.com, 24709). No explicó qué era la cultura blanca.

Obama sólo tocó el tema una vez a lo largo de su campaña electoral y, aconsejado por su equipo, se mostró luego omiso en la materia: había que ganar el voto blanco. Instalado en la Casa Blanca y salvo el incidente de Gates Jr., el nuevo mandatario despertó disgustos en la comunidad afroamericana. Muchos criticaron su decisión de boicotear la conferencia “Durban II”, que tuvo lugar en Ginebra del 20 al 24 de abril de este año para analizar los avances logrados en las metas que se establecieron en la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia, realizada en Durban, Sudáfrica, en el 2001. El mandatario norteamericano alegó que la reunión podría fomentar la formulación de “acusaciones hipócritas” contra Israel (www.haaretz.com, 20-4-09).

Es verdad que el tema palestino-israelí estuvo presente en la primera conferencia, pero la mayoría de los debates versaron sobre Africa, el legado todavía pesante de la esclavitud y las deudas impagas que los países ricos tienen con los países pobres. Finalmente, en el período colonial, el desarrollo del Norte se basó en buena medida en el robo de tierras y riquezas de sus pobladores originarios y en el comercio de esclavos. Los gobiernos africanos y caribeños demandaron dos cosas: el reconocimiento de que la esclavitud y el propio colonialismo son un crimen contra la humanidad y la necesidad de que los países que se beneficiaron con la comisión de ese crimen compensaran los daños cometidos. Muchos señalaron que era “una deuda moral” y, en definitiva, se pedía la implementación de un Plan Marshall para Africa. Los representantes de gobiernos occidentales fruncieron la nariz.

El argumento de las acusaciones contra Israel, que las hubo, encubre otras cuestiones.

Obama visitó Ghana en julio y pronunció un discurso que irritó a los activistas de las comunidades negras: lo consideraron condescendiente. El mandatario afirmó que el futuro de Africa sólo depende de los africanos y que éstos deberían terminar con la excusa de que el colonialismo y el imperialismo son los padres del fracaso económico y de los malos gobiernos del continente (www.washingtonpost.com, 12704). No deja de ser una opinión, más bien una proyección: en materia de excusas –para invadir países, por ejemplo–, quién le gana a la Casa Blanca.

Los 748 mil millones de dólares que Obama destinó a salvar a Wall Street iban a beneficiar a todos los estadounidenses, “negros, morenos y blancos”, dijo. Una declaración acorde con la presunta “era post-racial”. Pero el desempleo en la ciudad de Nueva York en el primer trimestre de este año había echado a la calle a cuatro afroamericanos por cada blanco, aunque los últimos son mayoría en la ciudad (The New York Times, 13-7-09). Los ejecutivos de los bancos salvados por Obama han vuelto a cobrar los mismos sueldos y las mismas bonificaciones de antes de la crisis. El acusado de destruir a los blancos parece dedicarse a lo contrario.

jueves, 24 de septiembre de 2009

EL OTOÑO DEL TIRANO



Por Eduardo García Aguilar, periodista y escritor colombiano

Cuando hace años se hablaba en coloquios universitarios de las novelas de dictadores hispanoamericanos como « Tirano banderas » de Valle Inclán, « Yo el supremo » de Augusta Roa Bastos, « El recurso del método » de Alejo Carpentier o « El otoño del patriarca » de Gabriel García Márquez, nunca pensamos que en Colombia uno de esos personajes pasados de moda se atornillaría en el poder, emulando a Cantinflas en la famosa película Su excelencia.

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En Colombia la figura del patriarca fueteador y moralista que gobierna desde hace casi una década y espera todavía seguir en el trono, ha llevado al extremo el aspecto cómico de la figura patriarcal, infalible y energúmena, tramposa y arbitraria, con una larguísima nariz de Pinocho, frente a la que todos se hincan con servilismo, desde oligarcas bogotanos y manzanillos provincianos, hasta ministros, empresarios nacionales o extranjeros y líderes políticos por igual.

Durante décadas se dijo que Colombia era uno de los pocos países latinoamericanos con una democracia sólida que había resistido a la tentación dictatorial, donde los mandatarios por muy amantes del poder que fueran se eclipsaban mansos al concluir sus periodos, como una cuestion de honor personal que ninguno hasta ahora había osado violar.

Se podía estar en desacuerdo con esos personajes de la oligarquía colombiana que se sucedían uno tras otro en el poder, pero al menos debíamos reconocer que tenían cierta dignidad intelectual y decencia y que, como juristas que eran en su mayoría, consideraban un acto de honradez mínima respetar la Constitución y las Leyes y cumplir el precepto de que las reglas de juego no se cambian para beneficio personal y mucho menos por medio del cohecho y la compra de las conciencias de los congresistas.

A lo largo del siglo el Congreso estuvo compuesto en gran parte por personas que representaban ideas políticas claras, a veces atroces, por supuesto, y los debates tenían una mínima altura como lo pude constatar varias veces al entrar allí para mirar desde la barrera las discusiones de las comisiones. La palabra « padre de la patria » podría ser ridícula, pero los hombres del sistema que llegaban al Congreso a nombre de los partidos tradicionales eran relativamente respetados porque se destacaban en algo, en la elocuencia o en los conocimientos técnicos y pese a que contribuían a la perpetuación de la injusticia, los considerábamos interlocutores lúcidos en tiempos de guerra fría mundial.

Nada de eso ocurre ahora : al mismo tiempo que el patriarca llegó con las votaciones milagrosas que le arreglaban en muchas regiones del país las fuerzas oscuras que lo consideraban su representante y salvador, el Congreso se llenó de delincuentes de la peor laya que llegaron al extremo de recibir con honores en el recinto sagrado de las leyes a los peores genocidas y criminales que haya jamás producido el país en su larguísima historia de violencia. Ese día se entronizaron los hornos crematorios, las motosierras y las fosas comunes como las verdaderas hacedoras de la ley cantada en los himnos y simbolizada en la posición hierática de héroes nacionales como Nariño, Santander y Bolívar.

Un Congreso de bandidos perseguidos en su mayoría por la justicia se encargó de cambiar las reglas del juego para imponer la primera reelección de la figura del patriarca y otro Congreso de igual laya se ha encargado de repetirnos la dosis con un cinismo increíble, donde ministros turbios descuartizan la separación de los poderes usando métodos prohibidos. Ni en la más mala película de ficción hubiéramos imaginado el rumbo que terminó por seguir el país a comienzos del siglo XXI, acostumbrado ya al parecer a los sermones diarios del caudillo, a sus discursos cantinflescos para defender a los peores delincuentes o guardar silencio ante los crímenes más espantosos de sus amigos y valedores, que como las ejecuciones extrajudiciales, la coacción multitudinaria del voto y el espionaje al estilo soviético parecen para él pecados ínfimos o calumnias de izquierdistas.

Hace poco un ex presidente mexicano dijo que la impunidad es necesaria para que funcione el sistema político, lo que en su enormidad cantinflesca puede aplicarse perfectamente a lo ocurrido en Colombia: se cambia la Constitución para beneficio propio y no pasa nada , se compran las conciencias y no pasa nada, se concentran las tierras del país en unas cuantas manos ensagrentadas y no pasa nada, se enriquecen milagrosamente los miembros de la corte palaciega y no pasa nada, millones de colombianos son desplazados y no pasa nada, delincuentes son nombrados en los puestos diplomáticos y no pasa nada, miles de desaparecidos reposan en las fosas comunes y no pasa nada, se bombardea un país extranjero y no pasa nada, se graba ilegalmente a opositores, magistrados, periodistas y politicos y no pasa nada, casi todos los miembros del Congreso están siendo procesados y no pasa nada, todos están pendientes día y noche de los humores del patriarca y no pasa nada.

Si Tirano Banderas dice que de noche hace día, todos se inclinan y aceptan ; si dice que la luna es el sol, bajan la cerviz ; si amanece de mal humor, todos en palacio esperan a que se le pase la furia ; si regaña a los periodistas porque le hacen preguntas incómodas, los áulicos ríen. El caudillo habla de patriotismo, pero ha sido como ninguno el más servil ante los poderes de Washington ; el señor presidente reza y se persigna todas las mañanas, pero calla ante los delitos atroces de lesa humanidad.

Ni Valle Inclán en España, ni Augusto Roa Bastos al describir el delirio del dictador paraguayo Francia, ni Martin Luis Guzmán en México, ni García Márquez al contarnos los delirios del patriarca caribeño, ni Carpentier, ni Rómulo Gallegos, ni el biógrafo de Francisco Franco, ni quienes en América Latina abordaron el tema, imaginaron que seguiría vivo y coleando al concluir la primera década del siglo XXI en Colombia. Pensábamos que todo eso era pasado de moda, reminiscencias de viejos liberales artríticos, pero nada, ahora debemos pellizcarnos para creerlo, en nuestro país estamos viviendo dentro de una novela de tiranuelos hispanoamericanos y nuestro personaje de marras supera con creces a sus variados y vistosos modelos.

"Cuba teme más la riqueza de pocos que la pobreza de todos"


Mauricio Vicent
(El País, Madrid)

La psicóloga cubana Carolina de la Torre conoce bien el alma de su país. Por su casa de La Habana pasan amigos y pacientes en busca de ayuda, y ella atiende sus problemas y angustias, escucha sus sueños y desesperanzas. Además de su experiencia clínica, De la Torre es una eminencia en el estudio de la identidad, ha escrito libros y dirigido numerosas investigaciones sobre el tema. Se resiste a ser invitada a un famoso restaurante de La Habana Vieja, donde un almuerzo sin vino supera el salario mensual de cualquier profesional. "Ay, chico. Es demasiado caro...".
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Ya en la mesa, mucho más interesada en la conversación que en la comida, resume uno de los grandes dilemas del cubano: "Algunos esperan que uno describa el infierno que Cuba no es. Otros quisieran que hables de un paraíso que no existe".
Para la salud de Cuba, dice, "hacen falta los matices"; ya está bien de que unos y otros te obliguen a escoger entre todo o nada. De la Torre confirma que hoy por hoy "lo que más abruma a los cubanos es ganarse la vida dignamente con su trabajo". Cree que desde la crisis de los noventa la gente ha sido más creativa y ágil para buscar alternativas que el Estado en legalizarlas e instrumentarlas, y eso pasa factura. "Se teme más a la riqueza de unos cuantos que a la pobreza de todos". Esto tiene que ver con otra de las "angustias existenciales" de sus compatriotas. "Hay una permanente influencia de las estructuras de gobierno en la vida privada, y mucha gente siente que su propia vida no le pertenece". Un camarero trae su bacalao a la vizcaína, un plato que le fascina. El hombre escucha la conversación de refilón... y asiente.
Mientras comemos gesticula, se emociona. A sus 62 años, es toda energía. En 1982 sobrevivió a un accidente de aviación al regresar de un encuentro académico en Moscú. Murieron 14 personas. En estos momentos realiza un documental basado en los testimonios de los cinco psicólogos cubanos que sobrevivieron a la catástrofe. "En las situaciones límite se muestra lo esencial, no hay espacio para la mentira, puede surgir lo mejor y lo peor de cada cual".
El llamado Periodo especial fue también una situación límite para los cubanos. Cada día la gente se levantaba con una nueva carencia y se convirtió en normal lo anormal. "Los valores se deterioraron: robar o prostituirse era 'luchar' y se extendió la doble moral". Entre las secuelas, asegura, una es especialmente dolorosa: una generación que se sacrificó por la revolución ha visto cómo sus hijos se iban del país. "Ante la situación extrema que vivimos, cualquier intransigencia, odio o intolerancia está de sobra", enfatiza. Pone como ejemplo el concierto de Juanes en la Plaza de la Revolución. "¿Cómo puede desatarse el odio ante la posibilidad de unirnos y cantar juntos por la paz?". De la Torre es crítica, pero no reniega. Piensa que "Cuba ha demostrado que un país pobre puede aspirar a un proyecto de seguridad e igualdad social". Pero ahora hay que hacer algo, cambiar. Asegura que la forma de contribuir a un futuro mejor es participar, no callarse. Lo peor es la parálisis actual: "Es como si todos fuésemos menos valientes de lo necesario". Y se toma el café.

Precios del restaurante El Templete, La Habana

- Croquetas caseras: 5 CUC (pesos convertibles).
- Espárragos blancos: 8,50.
- Bacalao a la vizcaína: 14,50.
- Lomo de pargo a la plancha: 11,50.
- Pan: 3.
- Tres de aguas y una limonada: 9,50.
- Brownie de chocolate: 4,50.
- Servicio (10%): 6,00.
Total: 62,5 CUC (48 euros).

Nota del Editor:

- El salario promedio en Cuba es de 17 dólares.

- El salario mínimo nacional es de 9 dólares y lo percibe 1.657.000 cubanos, sobre una población activa de 4,4 millones de personas.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

La lucha de clases aún divide a una China más próspera





Por Shai Oster
(The Wall Street Journal)

HANGZHOU—Cuando un acaudalado conductor que solía competir en carreras de autos en las calles atropelló y mató a un joven de origen humilde en mayo, también desató un conflicto de clases en esta ciudad china.

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El conductor de 20 años, Hu Bin, creció como el hijo mimado de una familia de comerciantes con el dinero suficiente para poseer diversos autos y departamentos en las arboladas avenidas de Hangzhou, una de las ciudades más prósperas de China. La víctima, Tan Zhuo, un ingeniero de telecomunicaciones de 25 años, provenía de un pueblo rural donde sus padres desempleados hicieron un sacrificio enorme para mandarlo a estudiar a una universidad de Hangzhou.

"Chicos ricos en autos de carrera de lujo convierten las calles de la ciudad en pistas de Fórmula Uno", declaraba el titular de un tabloide local un día después del accidente, dando inicio a una ola de indignación pública.

En la víspera del primero de octubre, cuando se conmemora el 60 aniversario del gobierno comunista que debía crear una utopía sin clases sociales, en China impera una sensación de ira hacia una nueva élite. La frase en mandarín "fen fu", u odiar a los ricos, ha sido acuñada para capturar el resentimiento del público.

Hace tres décadas, Deng Xiaoping dio inicio al milagro económico chino bajo el eslogan "llegar a ser rico es alcanzar la gloria", aunque le añadió una salvedad: "Dejen que algunas personas se enriquezcan primero".

Las reformas de Deng permitieron que millones de personas salieran de la pobreza, pero si bien China es hoy más pudiente, también está más dividida. Hay una brecha entre las zonas rurales y pobres y las ciudades ricas; entre las áreas más desarrolladas de la costa y las del interior y entre quienes tienen educación y los que no.

Incidentes como el accidente en Hangzhou también dejan al descubierto un malestar igual de profundo: la sensación de que los nuevos ricos, en virtud de su dinero y conexiones políticas, están solidificando su estatus en la sociedad china y bloqueando las aspiraciones de los menos afortunados.

La información ahora circula de manera instantánea entre más de 300 millones de usuarios de Internet y los deslices de los ricos despiertan rápidamente la furia de la población.

La animosidad del público se concentra en los hijos e hijas de la generación de trabajadores que lanzó las reformas de Deng, que liberaron la energía capitalista acumulada. Hu, el corredor de autos, se ha convertido en un símbolo de los "fu er dai", o ricos de segunda generación. Veinteañeros en su mayoría, se percibe que se criaron como "pequeños emperadores" dentro de una burbuja que los protegía del mundo exterior y sujetos a diferentes estándares de justicia que el resto.

El 11 de mayo, el día del funeral de Tan, más de 1.000 personas salieron a la calle en una rara muestra pública de solidaridad. Esa noche, la policía prometió una investigación exhaustiva del accidente y, una semana después, duplicó su cáculo inicial de la velocidad del auto de Bin a 138 kilómetros por hora. La policía también confirmó que el motor del vehículo había sido modificado. Ante la indignación de la población, la familia de Hu decidió compensar a los padres de Tan con unos US$165.000.

Los ánimos volvieron a caldearse en julio cuando Hu fue sentenciado a tres años de prisión, una condena ampliamente percibida como leve. En un giro inesperado, el día de la sentencia Hu lucía más robusto que en las fotos del accidente, lo que generó rumores de que su familia había contratado a un doble, algo que las autoridades niegan rotundamente.

El padre de la víctima, Tan Yue, es uno de los que duda que la persona que está en la cárcel sea en realidad Hu. La familia de Hu, a través de un abogado, rehusó comentar al respecto.

Antes de su muerte, Tan Zhuo era un ejemplo de cómo alguien proveniente de una familia humilde puede prosperar mediante el trabajo arduo y estudio, y conseguir un empleo en una empresa importante.

"Tienes que depender de ti mismo porque no tengo las conexiones ni los recursos para ayudarte", recuerda haberle dicho su padre. "Pero en esta sociedad no necesitas dinero ni estatus social para triunfar. Lo puedes hacer por tu cuenta".

Tan fue reclutado por ECI Telecom Ltd., una firma israelita de telecomunicaciones con operaciones de investigación y desarrollo en la ciudad, y ganaba unos US$14.640, o siete veces el ingreso anual promedio en China. Enviaba dinero a sus padres y pensaba comprarles una casa.

En cambio, Hu, al momento del accidente, era un estudiante de segundo año de educación física en una universidad local. Al parecer, su gran pasión eran los autos y pertenecía a un grupo de jóvenes que hacían carreras con autos deportivos modificados de manera ilegal.

En China, las clases sociales son un concepto que carga con el peso de décadas de conflicto sangriento y turbulencias políticas. El Partido Comunista de China ascendió al poder hace 60 años con la promesa de una utopía trabajadora sin clases.

En 1949, hasta un millón de terratenientes murieron en lo que sería la primera de muchas luchas de clase lideradas por Mao Zedong en su intento por purgar a los capitalistas.

Hoy en día, las campañas de propaganda del gobierno instan a la construcción de una "sociedad armoniosa". Se han prometido miles de millones de dólares para una reforma de salud y educación en un esfuerzo por alcanzar una mayor equidad.

Hasta ahora, la tasa de delincuencia de China es inferior a la de otros países emergentes, como Brasil. Y es un país más estable que India. Pero si no se hace nada, temen algunos, el sentido de impotencia puede pasar de un malestar dirigido contra las autoridades corruptas y los nuevos ricos a quejas más generales sobre todo el régimen.

Después del juicio de Hu, Tan Yue, el padre de la víctima, regresó a su pueblo con un maletín negro que contenía algunos premios académicos de su hijo, su licencia de conducir, la tarjeta que lo acredita como miembro del Partido Comunista y unas pocas fotos. Piensa usar el dinero de la compensación para cambiar de casa y comprar un seguro de salud para él y su esposa. "Ese hijo lo era todo. Ahora, no tenemos nada", dice.

Marie Louise

Por Fernanda Sández (Crítica de la Argentina)

A la memoria de Marie Louise, abuela y hada, y a los millones de mujeres a quienes las redes de trata les siguen robando la vida y la historia, en el Día Internacional contra la Explotación Sexual y desde un país cuya ley al respecto sigue sin ser reglamentada.

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Se llamaba Marie Louise Strauss. O Strausz, porque los empleados de Migraciones siempre han sido impacientes y una “sz”, en 1920 y recién bajada de un barco, sería para ellos demasiada complicación. Era húngara. Era hermosa. Es hermosa. Asoma desde su cielo sepia como de entre una nube. O eso creo. No sonríe. Pero me mira, que es mucho peor porque no sé qué decirle, ni cómo llamarla. ¿Abuela? ¿A ella, que es más linda y dentro de poco hasta más joven que yo? No, imposible. Ella para mí fue y será Marie Louise, una especie de hada personal, privadísima, para pedirle protección en los exámenes y en la vida. Y en los exámenes de la vida, sobre todo. Nunca sabré si le habrá gustado tener una nieta así. Tan oscura, tan quieta. Porque Marie Louise era una mujer de brillo y de movimiento, o eso me dicen. O eso creo yo o eso me invento sobre esa abuela sin manos y sin cuerpo que me mira desde una foto. Y me pregunta, sin preguntar, qué pienso hacer con lo que me queda de vida, quizá porque a ella la suya se le pasó muy rápido. Adivino que no todo habrá sido tan dorado ni tan movido como prefiero, necesito imaginar. Porque era húngara y hermosa, eso es verdad. También que se llamaba Marie Louise Strauss. O Strausz. Pero de todo lo demás nunca se supo nada. O tal vez sí, pero nadie quiso hablar porque, claro, ella para la familia sigue siendo “la abuela” y las abuelas pueden ser cualquier cosa. Menos putas. Y Marie Louise, en la Buenos Aires de 1920, fue precisamente eso: una puta.

“Pura”, corrige pudorosamente la computadora en la que escribo. Pero no: era Strausz con “sz” y puta con “t” es lo que escribí, y lo que ella fue alguna vez. Y también lo que prefiero, antes que la “pura” que proponen las máquinas y las familias. Una “polaca” fue Marie Louise entonces, una cabaretera de pelo rojo y ojos grises que hablaba en alemán y que vino al país casada por poder con un supuesto noble que terminó siendo en realidad un cafisho de la Zwi Migdal, que es como decir la aristocracia de los vividores. A poco de bajar en el puerto –dicen, parece, creí escuchar– el falso conde/marido la vendió al dueño de un burdel de la calle 25 de Mayo. O algo por el estilo, porque con los secretos de familia nunca se sabe y a veces es mejor así. Que no se sepa. Que se imagine. Que una pueda ver a su abuela-hada vestida de reina, toda entre tules del color de la sangre, con su corte de cara perfecto y su pelo incendiado refulgiendo en la noche obligatoria del puticlub. Esperando sin esperar. Imaginando también ella sus cosas, su otra vida posible. Hubo –no pudo no haber– muchos que le se enamoraron por esos días. Tan linda, tan rara, tan de otro mundo era. O eso parece. Pero, sin dudas, hubo uno que la quiso mucho más, y le tomó la foto. No, no fue mi abuelo. Él solamente la sacó del cabaret, se casó con ella, le dio tres hijos y seis años después la internó por el resto de su vida en un hospital psiquiátrico. Yo hablo del otro. El del retrato. Ese para el que siento que Marie Louise quiso ser, por primera y última vez, la verdadera. La real. Entonces dejó caer por un instante la cara de cabaret, que siempre es de mentira, y se quedó desnuda. Con su cuello infinito más largo que nunca, la barbilla en alto, los ojos grises escurriéndose mejilla abajo. Ése, de ese hombre hablo. Ése en el que ella estaba pensando en esa foto. El único y último testigo del relumbrón.

Hay un instante, uno solo, en el que la máscara se raja al medio y uno pare su verdadero rostro. Ese hombre vio eso: vio a Marie Louise recién nacida, iluminándose toda entera. Algo me dice que fue un escultor pobre, casi seguro italiano, encandilado desde el vamos por aquella mujer como de mármol que un día se encontró sentada en su silla de esperar. Y la vio tan perfecta, tan irreal, que desde entonces su vida se redujo a dos cosas: volver al cabaret y repetirla. Poner la cara de Marie Louise –coronada de flores o de hojas de parra– en el frente de cuanta casa le pidieron que hiciera. Buenos Aires era rica en esos años y todos querían su frente bien alto y con cariátide. En mi barrio todavía hay varias casas así, coronadas por mujeres aéreas que miran a los que pasan, como bendiciéndolos. Nadie me lo dijo, pero yo sé que la modelo es siempre la misma y que se llama Marie Louise Strauss. Siento entonces que, a su modo, ella me sobrevuela. Me protege. Le agradezco, entonces, que me haya dejado nada más que una foto. Y todo el tiempo del mundo para imaginar lo demás.

martes, 22 de septiembre de 2009

Reforma o ruina


Paul Krugman, columnista de The New York Times y premio Nobel de Economía 2008

En el período negro que sucedió a la quiebra del banco Lehman Brothers, parecía inconcebible que los banqueros volvieran, sólo algunos meses después, a practicar los mismos procedimientos que llevaron el sistema financiero mundial casi a la ruina. Lo más sensato, o por lo menos así pensábamos, sería que ellos demostrasen alguna duda para no generar una reacción negativa de la opinión pública.
Pero ahora que nos alejamos un poco del agujero -gracias a los paquetes de rescate que salieron del bolsillo del contribuyente- el sector financiero está rápidamente volviendo a su forma. Aún con el país entero todavía sufriendo con el desempleo creciente y dificultades de vida severas, los salarios de Wall Street continúan encaminándose a lo que eran antes de la crisis. Y la industria continúa haciendo lobby para impedir cualquier reforma.
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La buena noticia es que los oficiales con más experiencia de la administración Obama y la Reserva Federal están perdiendo la paciencia con el egoísmo de la industria. La mala noticia es que no quedó claro todavía si el presidente Barack Obama está o no listo para enfrentar a los banqueros.
El crédito a quien lo merece: Me quedé muy satisfecho cuando Lawrence Summers, economista y jefe del consejo económico de la administración Obama, criticó severamente la campaña que la Cámara de Comercio americana, en colaboración con los intermediadores de la industria financiera, está haciendo contra la creación de una agencia para defender a los consumidores contra abusos financieros, como, por ejemplo, los préstamos con reglas complicadas a propósito. Los anuncios divulgados por la Cámara, dijo Summers, son "el equivalente del sector financiero a aquellos mórbidos utilizados contra la reforma de la salud".
Pero proteger los consumidores contra el abuso financiero debe ser solamente el inicio de la reforma. Si realmente queremos impedir que Wall Street cree otra burbuja financiera lista para reventar, necesitamos cambiar los incentivos de la industria, lo que implica en modificar el modo como se les paga a los banqueros.
¿Qué hay de malo con las compensaciones de la industria financiera? En suma, los ejecutivos de los bancos son recompensados de forma abundante cuando presentan lucros de corto plazo -pero no son punidos cuando esos mismos lucros ocasionan pérdidas mayores en el futuro. Eso incentiva jugadas excesivamente peligrosas. Algunos de los responsables por la crisis actual salieron de la situación todavía más ricos con los bonos que recibieron en las épocas de bonanza, aunque las estrategias de alto riesgo que les había traído esos bonos sean las mismas responsables por la ruina de sus empresas y del mercado financiero como un todo.
La Reserva Federal, finalmente despierta de su transe, comprende el problema -y se propone a tomar una providencia. De acuerdo con los informes más recientes, el consejo de la Reserva está pensando en imponer nuevas reglas para la compensación del mercado financiero, exigiendo que los bancos "retornen" los bonos frente a las pérdidas y paguen los lucros de largo plazo. La agencia alega que tiene la autoridad para hacerlo como parte de su responsabilidad de garantizar la salubridad de los bancos.
Pero la industria, apoyada por casi todos los republicanos y algunos demócratas, luchará con uñas y dientes contra esos cambios. El gobierno, aunque sea partidario de una reforma en las compensaciones, todavía no se manifestó si va o no apoyar el 100% de las investidas de la Reserva Federal.
Me asombré la semana pasada cuando el presidente Obama, en entrevista al canal Bloomberg News, cuestionó la validez de la limitación de los pagos en el mercado financiero: "Por qué", preguntó él, "¿vamos a limitar la compensación de los ejecutivos de los bancos de Wall Street, y no haremos lo mismo con los empresarios del Valle del Silicio o los jugadores de la NFL?"
Impresionante, no sólo porque la Liga de Fútbol Americano tiene, en realidad, un techo salarial. Y las empresas de tecnología pueden incluso ir a bancarrota que no corren el riesgo de desestructurar los sistemas operacionales. Además, los atacantes que arriesgan demasiado en campos de fútbol no necesitan ser rescatados con paquetes de emergencia de cien mil millones de dólares. Pero los bancos son un asunto distinto -y el presidente es inteligente lo suficiente para saber eso.
La única cosa que se me ocurre es que estamos viendo un comportamiento recurrente: La resistencia visceral de Obama en asumir un discurso populista. Y él necesita evolucionar en este punto.
Asumir una postura populista frente a los pagos de los banqueros no sólo es políticamente bueno -y de hecho lo es: La administración sufrió más de lo que piensa con su percepción de que está entregando de manos dadas el dinero del contribuyente para Wall Street y debería aprovechar la oportunidad que tiene de desenmascarar el partido republicano como un partido de bonos obscenos.

Los problemas del viejo golpismo


Por Luis Bruschtein
(Página 12, Buenos Aires)

América latina necesita la derrota del golpe hondureño para desalentar cualquier ilusión de regresar a una práctica que asoló la región durante décadas. Necesitaba el regreso de Manuel Zelaya, tanto como los hondureños mismos. Por eso la decisión comprometida de Lula, acompañado por el gobierno argentino y los de la mayoría de la región. Si se aceptaba la permanencia de Micheletti hasta las próximas elecciones, aunque sólo fueran unos pocos días, se habría legitimado el golpismo al darle un triunfo.
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Aunque civil, Roberto Micheletti es un golpista latinoamericano clásico: gorila, anticomunista y proclive a la hegemonía de Washington en la región. Da la impresión de que los paralelismos llegan hasta allí. Porque Zelaya no es la víctima típica del golpismo sino que se trata de un hombre que llegó desde la derecha y en la marcha fue virando tibiamente hacia la izquierda.

Otra diferencia importante fue la reacción de los gobiernos latinoamericanos reunidos en la Unasur. La mayoría de las veces, las víctimas de los golpes eran la mancha blanca en el mapa, rodeados de regímenes protofascistas que inmediatamente reconocían al nuevo gobierno de facto. Esta vez dieron su respaldo al mandatario depuesto.

En ese marco, el elemento más diferenciador ha sido por un lado Brasil y por el otro Washington. En el caso de Brasil, durante las largas décadas de golpes militares, ese país no tenía prácticamente incidencia en la región. Esta vez, Lula decidió un protagonismo muy activo por la restauración democrática. Es evidente que una vez que Brasil optó por la integración, su peso se hace sentir y un síntoma muy claro es que Zelaya eligió su embajada.

Que se haya refugiado en la Embajada de Brasil, que desde allí haya realizado declaraciones y hasta actos políticos son hechos que reniegan de la explicación del canciller Celso Amorim de que Brasil “sólo le abrió la puerta”. Zelaya no se hubiera movido sin tener la seguridad de que sería recibido y Brasil tampoco hubiera asumido ese protagonismo sin sondear antes a Washington. Y hasta es probable que esos antecedentes hayan sido los que convencieron al depuesto mandatario hondureño de regresar y resignar la seguridad del exilio.

Los golpistas siempre habían actuado con el respaldo de la Casa Blanca y de los demás gobiernos de la región. Esta vez, el rol de Obama ha sido diferente, a pesar de lo cual fue criticado. Sobre estas reacciones hizo una ironía: “Antes criticaban a Estados Unidos porque intervenía en la región y ahora me piden que intervenga”.

Lo decía por los que le reclamaban una acción más decidida. Lo cierto es que su posición desconcertó al golpista Micheletti que ahora reclama “respeto a la soberanía de Honduras”. La estrategia para el golpe siguió el viejo molde y una de las acciones previas había sido armar un lobby en el Congreso norteamericano. Varios senadores republicanos, encabezados por Jim DeMint, de Carolina del Sur, a los que se sumó el lobby de los cubanos de Miami, hicieron presión sobre el Departamento de Estado. Su factor de negociación sobre Hillary Clinton fue el bloqueo de la designación del nuevo encargado para América latina, Arturo Valenzuela, y la del nuevo embajador en Brasil, Tom Shannon. Tanto Valenzuela como Shannon, los dos operadores clave de la política de Obama para la región, todavía no han podido asumir porque DeMint los tiene frenados.

No hay ninguna garantía de que el consenso democrático en América latina sea eterno, y mucho menos la posición de Washington. En cambio, el protagonismo de Brasil en estas situaciones ya es algo irreversible y aunque ahora coincide con la corriente mayoritaria, tampoco hay garantías de que suceda lo mismo en el futuro.

Estas coincidencias demuestran que se trata de un momento histórico especial en el continente. Pero el golpe de Micheletti demostró también que en todas estas sociedades sigue palpitando la tentación del golpismo frente a los procesos de cambio.

jueves, 17 de septiembre de 2009

¿Peligra la libertad de expresión?


Por Daniel Paz & Rudy (Página 12, Buenos Aires)

martes, 15 de septiembre de 2009

Los aciertos y errores que ayudaron a contener una debacle financiera


Por David Wessel
(The Wall Street Journal)

Hace apenas un año, la economía global estaba sumida en un pánico financiero de tales dimensiones que, en palabras del propio presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, amenazaba con provocar un descalabro tan grave como la Gran Depresión de los años 30.

En la actualidad, la economía estadounidense dista de ser pujante, el desempleo sigue en niveles altos y la vida de grandes extensiones del sistema financiero aún depende del respirador artificial instalado por el gobierno, pero la recesión global parece cosa del pasado y los analistas debaten el ritmo y la sostenibilidad de la recuperación. Los líderes de la economía mundial respiran con alivio y hablan de las estrategias de retirada.
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El lunes, durante el aniversario del colapso de Lehman Brothers, el presidente estadounidense Barack Obama pronunció un cauto discurso de victoria en Wall Street. El mandatario declaró que lo peor de la crisis quedó atrás y exhortó a los bancos a "controlar su conducta irresponsable". El presidente también pidió a Wall Street que acepte "una auténtica reforma financiera" en lugar de combatirla y advirtió que la Casa Blanca no dará marcha atrás en su campaña para imponer nuevas normas que prevengan otras crisis financieras.

Con un mínimo de retrospectiva, la pregunta obligada es: ¿merecen los gobiernos y los bancos centrales el reconocimiento por prevenir una catástrofe? Un veredicto preliminar de parte de académicos, ejecutivos y personas cercanas al gobierno indica que sí.

Respecto a cuál de la docena de intervenciones extraordinarias (tasas de interés de casi cero, aumento del gasto fiscal, inyección de miles de millones de dólares de los contribuyentes en los bancos, amplias garantías gubernamentales) provocó el mayor impacto, hay menos consenso. "Fue un período de una experimentación enorme", reconoce el economista de la Universidad de Columbia Frederic Mishkin, quien dejó la junta directiva de la Fed en agosto de 2008. "Cuando se hace frente a una crisis de esta magnitud y se tiene la idea de que cada medida adoptada tiene que ser exactamente correcta, no se hace nada", observa.
Los expertos señalan que las medidas más exitosas son las que aprovecharon el crédito y la credibilidad del gobierno estadounidense para reparar mercados e instituciones financieras quebradas y atribuladas.

Estas iniciativas reforzaron la confianza en el sistema financiero antes de que el pánico causara daños irreparables y mantuvieron el flujo de crédito mientras los bancos y el gobierno debatían cómo apuntalar el debilitado capital de las instituciones financieras.

El Departamento del Tesoro, por ejemplo, salió a fines del año pasado a proteger a los fondos de inversión del mercado de dinero de lo que parecía una corrida bancaria del siglo XIX y la Fed pasó por encima de los bancos y los mercados para otorgar crédito a compañías industriales. Posteriormente, la Fed inyectó a la fuerza capital en los bancos y garantizó casi todos los nuevos préstamos bancarios. Luego, para sorpresa de muchos críticos, las "pruebas de resistencia" del Departamento del Tesoro permitieron que los grandes bancos adoptaran medidas cruciales para restablecer su salud.

Una pregunta será debatida por décadas: ¿debieron Bernanke y el ex secretario del Tesoro, Henry Paulson, haber evitado la quiebra de Lehman hace un año? Ambos siguen insistiendo que la firma no tenía ninguna garantía para respaldar un préstamo de la Fed. Sus críticos aseguran que habrían encontrado una forma de salvar el banco de inversión si hubiese existido la voluntad de hacerlo. Por un margen de 3 contra uno, 36 economistas sondeados por The Wall Street Journal rechazan el argumento esgrimido por Bernanke y Paulson de que no contaban con las facultades legales para efectuar un rescate.

El colapso de Lehman coincidió con y contribuyó a un pánico clásico al alentar tal desconfianza entre los bancos que se mostraron renuentes a prestarse incluso entre ellos. En las semanas siguientes, la Fed y el Tesoro se lanzaron al rescate para impedir que el gigante de seguros American International Group Inc. (AIG) corriera la misma suerte de Lehman. Paulson y Bernanke le imploraron al Congreso la aprobación de un paquete de US$700.000 millones que serían usados para comprar los activos tóxicos en poder de los bancos. Los fondos se usaron para inyectar capital en las entidades financieras.

El consenso entre los economistas privados y del gobierno es que, de no mediar estas medidas de emergencia, la recesión hubiera sido más profunda. "Los mercados financieros estuvieron a punto del colapso..." dice Anil Kashyap, economista de la Escuela de Negocios Booth de la Universidad de Chicago. "Si hubieran dicho 'liquiden, eliminen los excesos' hubiera sido significativamente peor".

Hay quienes disienten. El economista de la Universidad de Stanford John Taylor dice que Lehman fue una sacudida, claro, pero señala que los mercados financieros no entraron en pánico de inmediato. Fue la respuesta del gobierno, (los dimes y diretes en el Congreso previos a la aprobación de los US$700.000 millones y la retórica apocalíptica de Paulson y Bernanke) la que provocó el pánico, insiste.

Bernanke, por su parte, ridiculiza tales críticas. "Una respuesta internacional vigorosa y sin precedentes... impidió el colapso inminente del sistema financiero global", señaló recientemente. Paulson ha dicho que concuerda.