Por M. Á. Bastenier (
El País, Madrid)
¿Qué hace falta para que el presidente Barack Obama pase de afirmar que está muy molesto con Israel a estarlo de verdad? Y eso que el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, no para de dar facilidades. Hace dos semanas acogía al vicepresidente norteamericano, Joseph Biden, en Jerusalén con el anuncio de la construcción de 1.600 nuevas viviendas en la parte árabe de la ciudad, y la pasada, un desplante parecido coincidía con la reunión de ambos líderes en Washington. Inflando Palestina de colonos, Netanyahu no sólo ridiculiza la exigencia de Obama de que cese la judaización de los territorios ocupados, sino que viola 21 resoluciones de Naciones Unidas que prohíben la alteración de la contextura política, física y demográfica de la Ciudad Santa y reclaman la retirada israelí de todo lo conquistado en 1967.
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El 4 de junio de 2009 el presidente estadounidense en un discurso-proclama en El Cairo demostró lo poco informado que estaba sobre la naturaleza profunda de las relaciones de su país con Israel, al prometer al mundo árabe y palestino un new deal, un volver a empezar; y, aunque reafirmaba toda suerte de garantías de seguridad al Estado sionista, lo que parecía que estaba anunciando era el fin de la bula de Jerusalén en Washington. Unos meses, varios desaires, y la publicación del Informe Goldstone que acusa a Israel de crímenes de guerra en Gaza más tarde, un Obama muy diferente le decía el 21 de enero a la revista Time que el conflicto era el "más intratable" que había conocido y con candor poco común que "había subestimado nuestra capacidad de convencer a Israel para que cambiara de política". Era la cola la que movía al perro. El gran especialista británico Patrick Seale escribe hoy que "las espadas están en alto" entre dos dirigentes que "se detestan".
Obama veía en enero muy cuesta arriba la aprobación del proyecto de ley de Seguridad Social y no conseguía atraerse a China y Rusia para la adopción de sanciones contra el programa nuclear iraní. El plan de cobertura sanitaria se convertía, sin embargo, hace unos días en ley y se firmaba con Rusia un nuevo tratado de limitación de armas atómicas, al tiempo que Moscú se mostraba más comprensivo en la cuestión iraní. El presidente recobraba cierta libertad para ocuparse de Netanyahu.
Después de que Eisenhower obligara a Israel a retirarse del Sinaí en marzo de 1957, no se ha producido ninguna presión insoportable de Washington sobre Jerusalén en relación con el conflicto de Oriente Próximo. Es cierto que Bush padre retuvo un préstamo de 10.000 millones de dólares hasta que el primer ministro israelí Isaac Shamir se avino rezongando a participar en lo que sería la conferencia de Madrid de octubre de 1990, pero el ultraderechista se habría ahorrado ese mal trago si hubiera anticipado las inmensas posibilidades de seguir ganando o perdiendo tiempo -que es exactamente lo mismo- en unas negociaciones directas con los palestinos, como viene ocurriendo desde 1993.
La idea de dos Estados, judío y árabe, codo con codo, está aceptada por las partes, pero con contenidos incompatibles. Para la Autoridad Palestina hay que aplicar las resoluciones de la ONU -retirada con ajustes territoriales menores- mientras que todos los Gobiernos de Israel sin excepción alguna exigen tales limitaciones de territorio y soberanía que vacían ese Estado de sentido. Y Hamás, aunque no ha aceptado formalmente el plan de la ONU, ha puesto fin a la guerra del terror y su jefe de Gobierno en Gaza, Ismail Haniya, ha dicho que aceptaría negociaciones directas con Jerusalén bajo los auspicios de Obama.
Sólo una intervención externa, que únicamente cabe a Estados Unidos, puede persuadir a las partes de que negocien en serio. Y eso parece hoy extraordinariamente difícil de conseguir con Netanyahu, que ha ido demasiado lejos en su desafío al presidente norteamericano, por lo que las mejores expectativas de Washington apuntarían a un cambio de Gobierno. A la espera de su oportunidad está el partido Kadima, que dirige Tzipi Livni, o la formación de un Gobierno de unión nacional. Pero, una vez iniciadas las negociaciones, no habría razón para creer que Israel fuera a acatar las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de la ONU, ni de que Hamás quisiera difuminarse en una delegación nacional con la Autoridad Palestina. Sólo una presión extrema de Washington, infinitamente más decisiva que la de Bush II en 1990, puede encarrilar las negociaciones. Y cuesta creer que eso vaya a ocurrir.