Por Martín Granovsky
El juez que también quería ser arquero afronta el momento más difícil de su carrera. Y ese momento coincide con un hecho: en 2008 se declaró competente para juzgar crímenes de la Guerra Civil española y del franquismo.
Es curioso. En los últimos 25 años Baltasar Garzón investigó de todo y a todos. Indagó a los parapoliciales de los GAL, los Grupos Antiterroristas de Liberación vinculados con el Ministerio del Interior durante el gobierno de Felipe González. Indagó a los jefes del narcotráfico gallego. Indagó a miembros de la ETA. Indagó a los fundamentalistas islámicos con base en España. Consiguió el arresto del generalísimo Augusto Pinochet en Londres. Por esas causas, entre otras, vive bajo custodia estricta. Juega al fútbol (no podría dejar de hacerlo un admirador de Iker Casillas, el arquero del Real Madrid) y come afuera en Nueva York o Buenos Aires. El resto del tiempo vive envasado: las amenazas múltiples lo convirtieron en un blanco móvil para gente muy enojada de los orígenes más diversos.
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Garzón siempre fue polémico, activo y protagónico. No es de esos tipos que se desviven por ganar la simpatía de todos los demás. Cuando pasó por el gobierno de Felipe González con un cargo de jefe antidrogas, sorprendía con procedimientos sorpresa a sus propios colegas de gabinete. Felipe hasta le pidió a un ministro que siguiera sus pasos y lo mantuviera al tanto. Cuando peleó para que la Justicia española pudiera pedir al Reino Unido la extradición de Pinochet –internado en 1998 en una clínica de Londres– inquietó a los que descreían de la jurisdicción universal del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Carlos Menem se parapetó contra una posible cascada de extradiciones de represores argentinos mediante un decreto especial. Fernando de la Rúa lo mantuvo y sus ministros de Justicia defendieron ese decreto inconstitucional como si se tratase de la Constitución. Luego Néstor Kirchner terminaría por derogarlo, lo cual fue una señal doble. Por un lado, Garzón podría extraditar. Por otro lado, no le sería necesario hacerlo: la Argentina terminaría de juzgar por sí misma a los victimarios. Era lo que el propio juez susurraba en privado. Garzón decía que la jurisdicción española era no solo posible sino obligatoria ante la falta de persecución penal en el sitio de origen, la Argentina.
¿Colgar la toga?
Siempre pendiente de un hilo, la suerte de Garzón comenzó a ponerse más tensa cuando se le ocurrió meterse con los crímenes de la Guerra Civil (1936-1939) y los asesinatos que, tras la victoria, cometió Francisco Franco hasta su muerte, en 1975. Justo a él le pasa. Justo a un andaluz de Jaén, nieto de labriegos y aparceros, que nació en el número 89 de la calle que el 26 de octubre de 1955 todavía se llamaba “del Generalísimo”. Era por Franco, coño, Generalísimo por la Gracia de Dios.
El juez Luciano Varela, del Tribunal Supremo, quiere destituir a Garzón. Sostiene que cometió prevaricato cuando dijo ser competente para investigar la suerte de 114.266 víctimas del franquismo bajo la figura de crímenes de lesa humanidad, que no prescriben y siempre pueden dar lugar a que sea abierta una causa. Un juez prevarica cuando sabe que actúa contra la ley e igual lo hace. Varela dice que la ley de amnistía de 1977, en plena transición democrática, le impedía a Garzón abrir esas causas. Prevaricato es una palabra fuerte en los tribunales. En la interesante biografía Garzón, el hombre que veía amanecer, la periodista Pilar Urbano cita una reflexión del juez: “¿Temeroso? No. En el momento en que un juez tenga miedo de sus propias decisiones ha de abandonar la carrera porque... ya está prevaricando. Si deja de aplicar una ley justa por temor a que le critiquen, a que le persigan, a que le difamen, a que perturben su vida privada, a que le maten... ese juez está mediatizado, ese juez ya es parcial: su miedo es su parte. Si nota eso, que cuelgue la toga y se marche a su casa”.
El sistema español permite que la Justicia reciba ayuda cuando instruye y acusa. Cuando Garzón juzgó a Pinochet lo ayudaron los abogados que llevaban las causas de los crímenes cometidos en América latina, encabezados por Joan Garcés, asesor de Salvador Allende entre 1970 y 1973, y el argentino Carlos Slipoy, exiliado en España primero y residente en España después. Aluns Jones representaba entonces a los españoles ante la Cámara de los Lores, donde recordó que Pinochet había asistido a los funerales de Franco y recomendó investigar las relaciones entre los grupos operativos pinochetistas que atentaban contra exiliados y los servicios secretos franquistas. A Varela, estos días, lo ayudan Manos Limpias y Falange Española.
El mito del ausente
Manos Limpias es una organización de ultraderecha presidida por Miguel Bernard, que reivindica a Blas Piñar, un funcionario de Franco que ocupó el Instituto de Cultura Hispánica, suerte de cancillería cultural del régimen para compartir proyectos con las derechas extremas de América latina. Cuando, en democracia, Piñar languidecía, le daba oxígeno desde el otro lado de los Pirineos el neofascista francés Jean-Marie Le Pen.
El nombre completo de Falange Española es Falange Española de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista. En su web www.fa lange.es la organización usa la sigla FE JONS. Es el remedo de la fuerza que creó José Antonio Primo de Rivera en 1933, el mismo año del triunfo de Adolf Hitler en Alemania, y utilizó como instrumento de masas Franco desde 1936, cuando se levantó contra la República y desató la Guerra Civil. Primo de Rivera no pudo combatir: fue fusilado el 20 de noviembre de 1936. Curiosamente, fue la misma fecha en que moriría Franco, en 1975. Curiosamente o no, quién sabe. Ya moribundo, Franco fue mantenido artificialmente con vida durante varios meses y recién desentubado cerca de la medianoche del 19 de noviembre. El certificado de defunción fue expedido en las primeras horas del 20.
El historiador aragonés Julián Casanova describe en República y Guerra Civil, uno de los volúmenes de la Historia de España que dirigieron Josep Fontana y Ramón Villares, hasta qué punto Franco fue astuto. Relata cómo construyó desde Primo de Rivera lo que llama “la leyenda del ausente”, el mito del líder popular falangista presuntamente muerto con valentía y honor a los 33 años. Conviene leer el jugoso análisis de Casanova sobre la Falange, el franquismo, los republicanos y la lógica de la violencia: “La conclusión parece clara: la violencia fue inseparablemente unida al golpe de Estado y al desarrollo de la Guerra Civil. Simbolizada por las ‘sacas’, ‘paseos’ y asesinatos masivos, sirvió en los dos bandos en lucha para eliminar a sus respectivos enemigos, naturales o imprevistos. Fue una parte integral del ‘glorioso Movimiento Nacional’, de su asalto a la República y de la conquista gradual del poder, palmo a palmo, masacre tras masacre, batalla tras batalla”. Y sigue así Casanova: “(La violencia) se convirtió asimismo en un ingrediente básico de la respuesta multiforme y desordenada que las organizaciones políticas y sindicales de izquierda dieron al golpe militar. Más que una consecuencia de la guerra, como puede a veces creerse, esa violencia fue el resultado directo de una sublevación militar que llevó con ella desde el primer instante el asesinato impune y el tiro de gracia. Un plan estratégicamente diseñado que, donde falló, encontró una réplica armada súbita y feroz contra los principales protagonistas de la sublevación y contra quienes eran considerados sus compañeros materiales y espirituales de armas”. Y el historiador termina de este modo su análisis: “En esa operación de exterminio, los sublevados contaron además desde el principio con la inestimable bendición de la Iglesia católica. El clero y las cosas sagradas, por otro lado, constituyeron el primer blanco de las iras populares, de quienes participaron en la derrota de los militares rebeldes y de quienes protagonizaron la ‘limpieza’ emprendida en el verano de 1936”.
Conspiraciones y crisis
Las conspiraciones en la historia existen, pero las teorías conspirativas sirven poco. Cuando los investigadores descubren el hilo de una conspiración ya no hace falta hablar de teorías conspirativas. Son hechos. Mientras la conspiración no sea una evidencia histórica, la honestidad intelectual aconseja plantear los hechos dejando siempre el margen que el azar se merece en la vida de los hombres.
La moderna España de hoy no es la del ’33, ni la del ’36 ni la del ’39. Tampoco la del Franco agónico del ’75 ni la España de la transición, ni la del Felipe González que gana por primera vez en 1982. Es la España de la Unión Europea, que respeta el desarrollo de las autonomías y las libertades individuales y en la que el primer ministro José Luis Rodríguez Zapatero acaba de impulsar, hasta la aprobación, la ley de aborto despenalizado gracias al voto de la mayoría entre los diputados de las Cortes y en el Senado.
Sin embargo, España padece justo hoy una crisis económica feroz, con cálculos que estiman tres millones de nuevos desocupados para el período 2007-2010.
La crisis erosionó –aunque sin pulverizarla, porque su piso propio es alto– la popularidad de Zapatero. Según la consultora Sigma-2, si hoy hubiera elecciones los socialistas obtendrían el 37,7 por ciento de los votos y serían derrotados por los conservadores del Partido Popular de Mariano Rajoy por el 43,5 por ciento. Es la primera vez que el PSOE queda por debajo en una encuesta desde que Zapatero asumió el primer gobierno por voto popular y encargo del rey Juan Carlos, en el 2004.
Y con la crisis los irascibles de ultraderecha se animan un poco más, a pesar de que los gobernantes no hayan dejado de representar a la mayoría. La prueba de la mayoría es la votación laica del Congreso por la cuestión del aborto: cada quien decide de acuerdo con su conciencia y no será penado por ello. El indicio de que la extrema derecha política es impopular pero tiene arraigo en antiguos poderes lo muestra la iracundia de algunas declaraciones. Una es la que realizó el año pasado monseñor Antonio Cañizares, ex cardenal primado de España y actual cardenal prefecto de la Congregación por el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en el Vaticano: “El aborto es peor que la pedofilia”. “No es comparable lo que haya podido pasar en unos cuantos colegios con millones de vidas destruidas por el aborto”, dijo Cañizares. Otra declaración fue emitida el jueves último: “Hay menores que desean el abuso e incluso lo provocan”, dijo Bernardo Alvarez, obispo de Tenerife.
Este clima rodea en España las acusaciones contra Garzón. Pero nadie puede decir hoy cuál será el resultado. En 1998, el fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Eduardo Fungairiño, también opinaba que Garzón se había extralimitado en el caso Pinochet y pronosticaba su defenestración. Antes, le había asegurado al auditor militar chileno Fernando Torres Silva que Pinochet podía viajar a Europa sin peligro porque la jurisdicción universal no sería reconocida en España. El general chileno lo grabó: además de ser fiscal militar, Torres Silva estaba acusado de tortura.
En unos apuntes que, según Pilar Urbano, Garzón escribió cuando los lores ingleses reconocieron la jurisdicción española, el 24 de marzo de 1999, puede leerse una reflexión: “Lo histórico es que se reconoce que no cabe inmunidad para un ex jefe de Estado por los crímenes que cometió y mandó cometer durante su mandato. Otro punto claro: los países que firman un convenio penal no adquieren un derecho sino una obligación de perseguir y juzgar determinados delitos ocurran donde ocurran: justicia sin fronteras”.
Sería bueno saber qué estará escribiendo hoy, en estado de alerta, el juez que también quería ser arquero. ¿Pensará en la venganza del Generalísimo? Pero, ¿de cuál? ¿De Pinochet o de Franco?