lunes, 26 de abril de 2010

“Los mexicanos llevan la solidaridad en su ADN”


Por Martín Granovsky (Página 12, Buenos Aires)

¿Por qué México recibió a los exiliados argentinos? ¿Qué contradicciones internas generó esa solidaridad con su propia guerra sucia? ¿De dónde viene la tradición de asilo político? ¿Por qué México fue siempre tierra de confabulación? ¿Cómo vivió, qué produjo y qué debatió el exilio argentino en México? El historiador Pablo Yankelevich acaba de editar el libro Ráfagas de un exilio. Aquí cuenta algunos resultados de su investigación.

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Doctor en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de México, el historiador argentino Pablo Yankelevich acaba de escribir un libro del que podría haber sido protagonista: Ráfagas de un exilio. Argentinos en México, 1974-1983, coeditado por Fondo de Cultura Económica y El Colegio de México. Yankelevich dejó forzadamente la Argentina y vive en México. Pero su libro no es una autobiografía sino una minuciosa investigación.

–¿Por qué tantos exiliados eligieron México?

–Hay una cuestión interesante. Los más grandes en edad tenían referencias de la solidaridad mexicana durante el cardenismo para con los republicanos españoles. Para ellos México como destino ya flotaba en el aire.

–Pero Lázaro Cárdenas fue presidente entre 1934 y 1949 y la Guerra Civil había terminado en 1939. ¿No había referencias más recientes?

–Sí. Ya muerto Juan Perón, en julio del ’74, el presidente Luis Echeverría visitó la Argentina en septiembre. Viajó con un enorme contingente de intelectuales mexicanos. Y su discurso fue muy en línea con el discurso tercermundista, de No Alineados. No olvidemos que ese mismo año México rompió relaciones con Chile por el golpe de Augusto Pinochet de 1973. Los primeros exiliados se fueron a México en septiembre del ’74. Sobre todo Rodolfo Puiggrós, que se empleó en el diario El Día como encargado de la sección internacional. Ya había trabajado ahí en los años ’60, durante otro exilio.

–Y en el ’74 volvía luego de ser echado como rector de la Universidad de Buenos Aires.

–Sí. Una vez que se instaló en México, las noticias que el propio Puiggrós transmitía por la prensa daban la idea de un país con enorme apertura y solidaridad, con un clima de libertades para con los extranjeros.

–Pero México estaba en plena guerra sucia. En su guerra sucia.

–Esa es una de las enormes paradojas del sistema político mexicano, que conoció sus momentos más autoritarios en los años ’60. Fue creciendo la insurgencia urbana y rural, descabezada a mediados de los ’70 a través de una guerra que nada tiene que envidiarle a la nuestra, sólo que con menores proporciones. El grueso de los argentinos llegó en 1976, justo el año en que Echeverría terminaba su mandato. Son varios rostros. Si uno le dice a un chileno que Echeverría es un genocida, el chileno pensará que está hablando con un loco. El gesto de Echeverría para con los perseguidos y las víctimas de Pinochet fue impresionante. Hasta montó un puente aéreo por donde llegaron a transitar más de mil exiliados. Y además dio instrucciones precisas para salvar vidas. Pero México también fue muy generoso con los argentinos, y eso que era una situación más complicada de entender.

–¿Por qué?

–Si para los argentinos era difícil comprender que un gobierno peronista matase peronistas, eso era directamente ininteligible en México. En el mundo los chilenos, luego del derrocamiento de Salvador Allende, un socialista, recibieron la inmediata solidaridad de la Internacional Socialista. La pertenencia estaba clara.

–¿Y México no necesitaba esa identidad previa?

–Hay una tradición de asilo muy internalizada en el servicio exterior mexicano. Un ejemplo para agregar una paradoja, o para entender cuán internalizada estaba esa tradición: en octubre de 1968, dos semanas después de la masacre de Tlatelolco en México, el servicio exterior dio asilo político a dirigentes estudiantiles brasileños perseguidos por el AI5. Gobernaba Gustavo Díaz Ordaz. Una vez le pregunté por su historia a un brasileño que se asiló alrededor del 20 de octubre de 1968. “Ustedes estaban locos, ¿cómo se les ocurrió?”, le dije. Y me contestó: “Sabíamos perfectamente bien lo que estaba pasando, pero la verdad es que la historia fue más larga. En Brasil lo primero que hice fue ir a la embajada de Chile. Eramos varios. El embajador nos dijo: ‘Si no se van inmediatamente llamo a la policía’. En la embajada argentina dijeron lo mismo. Entonces llegamos a la de México. El embajador nos recibió y contestó esto: ‘Sí, cómo no, pero nunca digan que son estudiantes’”. Bueno, Echeverría caminó sobre esa inercia. En el caso de Chile desplegó algo que intentó ser parecido a la experiencia de Cárdenas con España.

–¿Qué hizo?

–Además de romper relaciones, dio facilidades extraordinarias en términos normativos al exilio (no tenían que exhibir títulos académicos para el ejercicio de profesiones porque habían salido escapados). Tengamos en cuenta que el chileno era un gobierno entero saliendo al exilio, y muchos de sus seguidores. La clase política argentina se queda en la Argentina, salvo algún peronista como el dirigente sindical Casildo Herreras. En Chile salieron el Ejecutivo, la familia del presidente, senadores, diputados... Parecía una reedición del exilio republicano. La Casa de España fundada entonces terminó siendo un organismo académico prestigioso, El Colegio de México. Echeverría les creó la Casa de Chile. Además, México era visto como un país de política exterior progresista proclive a las izquierdas. Claro que hay versiones que sostienen que no era más que una mascarada, un velo, para esconder el autoritarismo interno. Pero la cosa es tan compleja que el mismo echeverrismo recupera parte de la generación del ‘68 para trabajar en sus equipos propios. México fue en un momento de su historia profundamente represor hacia la izquierda, y sobre todo la izquierda armada, pero la historia revela que por México pasaron desde el Che Guevara y Fidel hasta la guerrilla centroamericana.

–En el libro aparecen referencias de que el Estado mexicano siempre conoció los movimientos de los exiliados.

–Sí. Siempre. Incluso una parte de la llamada contraofensiva montonera salió de México. Los servicios de inteligencia sabían perfectamente bien que Mario Firmenich y otros personajotes estaban tramando ese plan. El Ministerio del Interior también lo sabía.

–¿Y cómo lo puede saber un historiador?

–Mirando los archivos de la Dirección Federal de Seguridad, que vendría a ser algo así como una policía política. Por eso en el libro puedo contar seguimientos precisos. Puiggrós tenía un informante diario que era su secretario particular. Y lo quería mucho. Hay constancia detallada de reuniones entre autoridades del Ministerio del Interior y Firmenich.

–¿La libertad en relación con el país de origen era la misma para hacer política en México?

–Ni modo. Eso es central. El chiste es que los extranjeros tienen y tenían prohibido inmiscuirse en asuntos políticos de México. Y menos operar militarmente. Hubo un grupo del ERP que lo intentó. Duró segundos. Se les ocurrió secuestrar a una señorita de familia prominente. A las horas, nomás, fueron descabezados. Y fue encarcelado el mismo Roberto Guevara, hermano del Che. El caso centroamericano es aún más evidente, por la cercanía o por fronteras. Desde los años ’20 México fue territorio de confabulaciones.

–Toleradas.

–Toleradas, sí. Llegaban muchos refugiados y muchos asilados. Pero llegaban para tratar de volver lo antes posible. Se tejieron muchas confabulaciones. La mayoría fracasó. Una de las que triunfaron fue la revolución cubana. Fidel no hubiera salido de México sin el aval del gobierno mexicano. Del ’26 al ’28 México fue la retaguardia de Sandino y luego, en los ’70, fue la retaguardia de los sandinistas.

–Volviendo al exilio argentino, el libro habla del ejercicio académico, del teatro, del periodismo. Pareciera que el exilio era obviamente argentino, y el libro documenta las discusiones sobre la Argentina y las acciones de solidaridad, pero el trabajo era con mexicanos.

–Es que la vinculación cotidiana con México se da en los ejercicios profesionales. Los espacios eran obviamente mexicanos. Y los vínculos son con mexicanos. Otro lugar de anclaje son los hijos. Los mexicanos argentinos que nacieron en México o que llegaron muy chicos. Las redes de los hijos anclaron pertenencias. Lo interesante es el encuentro. Hay una manera de entender el mundo y de comportarse en ese mundo que causó muchísimo conflicto en la vida cotidiana. Pero hubo muchísima paciencia por parte de los mexicanos, y los argentinos de a poco fueron comprendiendo que también existía otra forma de vivir la vida. Los que rompieron el ghetto ataron solidaridades muy fuertes. La vida de ghetto es mítica. Ahí hago referencias al mito de la Villa Olímpica. Había muchos argentinos, sí, pero no más de 50 o 60 familias en un exilio de centenares. Allí vivían mayoritariamente mexicanos. La vida política de ese exilio tenía que transcurrir en sociabilidades argentinas, y probablemente también las opciones afectivas. El mundo laboral fue donde se descubrió la solidaridad, que los mexicanos llevan en el ADN. Octavio Paz dice que “más que el brillo de la victoria, nos conmueve la entereza ante la adversidad”. Los mexicanos descubrieron esta sobrevivencia frente a la adversidad de la dictadura y desplegaron solidaridades inauditas: en trabajos, casas, escuelas, dando alimentos, cuidando niños, falsificando papeles para que los niños que no los tenían porque sus padres estaban desaparecidos aparecieran como mexicanos... Digo que está en el ADN porque recibieron solidaridad los argentinos, los chilenos, los españoles, los salvadoreños. El propio pueblo mexicano está construido desde la adversidad y la solidaridad. Hablo del vecino que cuidaba a los chicos, no sólo del gobierno.

–¿A pesar de los argentinos?

–Los mexicanos suelen decir que los argentinos son muy buenos tipos siempre y cuando vengan de a uno, porque en el montón suelen ser insoportables. Pero, en serio, en la cotidianidad de la vida de las personas ese estereotipo convivió con otras formas de solidaridad. Y los argentinos hicimos nuestro autoaprendizaje, que se fue dando a lo largo de los años. Es una diferencia étnica, para empezar. Por supuesto, lo peor del racismo argentino afloró en sus momentos más o menos estelares. El aprendizaje fue lento, pero quienes lo consiguieron descubrieron que hay maneras distintas y más agradables de vivir la vida.

–¿Qué aprendieron de los mexicanos?

–Los argentinos no sabemos manejar la incertidumbre, y México es un país de incertidumbres. Dicen: “¡Pos quién sabe, manito!”. Esa es una forma de vivir la vida sin demasiadas certezas o sin las cosas que los argentinos creen que son certezas. En México todo puede salir muy bien, o no, trabajando a cualquier hora o siendo muy impuntual. La gente que aprendió los dos lenguajes la pasó razonablemente bien. Si no, no se entendería la nostalgia de la pérdida de México al regreso.

–Es una nostalgia que llama la atención, por la profundidad y por el cariño que trasunta.

–La gente no se fue de turismo al exilio. El exilio de por sí es una fractura profundísima: te vas porque estás en riesgo de perder tu vida o tu libertad, o la perdieron ya familiares tuyos, y te echaron de una u otra manera. Llegás y no tenés ninguna referencia de tu vida cotidiana. Por supuesto querés regresar a la primera de cambio. Entonces, ¿por qué la nostalgia? Quizá por el descubrimiento de una cultura distinta que a la vez es propia. Eramos muy latinoamericanos, pero todos carapálidas. Están las oportunidades laborales, la solidaridad inconmensurable y está la posibilidad de hacer tuya una cultura que termina cultivando chiles en Buenos Aires o preparando y comiendo moles. Están los que nacieron así y viven un segundo exilio cuando los padres los llevan de regreso a su tierra, gente que tiene la edad de sus padres cuando se fueron para el exilio: entre 20 y 30 años. Esos son los verdaderos argenmex. Van y vienen. Son los que más vínculos mantuvieron. Su primera sociabilidad fue mexicana.

–En el libro aparece muy destacado Gregorio Selser. Fue un gran periodista y hoy casi nadie lo recuerda en la Argentina.

–En México también fue profesor universitario. Se suicidó en 1991. Yo coordinaba una colección de libros sobre problemas claves de América latina. Le habíamos pedido a Don Gregorio que preparase un libro sobre el narcotráfico en América latina. Es lo último en que estaba trabajando. La última vez que lo vi fue en su casa. Me dijo que estaba muy enfermo, y que no creía que pudiera cumplir.

–¿Y cómo fue la relación con Puiggrós?

–No tuve ninguna relación personal. Tomé algunas clases con él en la Facultad de Ciencias Políticas. Puiggrós fue un viejo extremadamente generoso. Un auténtico patriarca. Un hombre de firmísimas convicciones políticas, equivocadas o no, pero que murió en la trinchera. No desertó. México en aquellos años fue lugar de exilio de uruguayos, chilenos, bolivianos, haitianos, centroamericanos, venezolanos, etcétera. La universidad nacional aprovechó ese capital humano y apostó a crear o potenciar centros de estudios latinoamericanos. Buena parte de ese exilio fue a parar al Centro de Estudios Latinoamericanos en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Puiggrós tiene un libro bastante bueno, una América latina en la crisis de 1930. También estuvieron allí Sergio Bagú, Selser, Theotonio dos Santos, Ruy Mauro Marini. Toda la teoría de la dependencia. Los argentinos se latinoamericanizan conociendo a otros exilios. México fue un lugar de encuentro de una intelectualidad exiliada, de izquierda o de izquierda radical. Algunos de estos sectores comienzan la reflexión en torno de la democracia y de la apuesta a procesos de redemocratización. México ayudó en mucho a pensar este tipo de cosas. Se discutió mucho la experiencia chilena. También la autocrítica sobre la experiencia armada. Leer hoy la revista Lucha armada en la Argentina es una continuidad. Sergio Bufano comenzó con esto en 1978, antes de la contraofensiva montonera. Lo mismo sobre la cuestión de la universalidad de los derechos humanos. Cuando el “Toto” Héctor Schmucler escribe o pregunta si los familiares de los militares no tienen derechos humanos, hay que imaginarse hoy la que se armó...

–La investigación revela que además Schmucler fue uno de los primeros en introducir el peso de la derrota política en las reflexiones y la práctica.

–Es que mientras teníamos la consigna “Con vida los llevaron, con vida los queremos”, políticamente no podías decir que estaban muertos. Cuando empiezan a aparecer los sobrevivientes de la ESMA se da una enorme discusión. Hay muchas polémicas interesantes. El grupo que de alguna manera fue heredero de la revista Pasado y Presente, que se encuentra en México con un peronismo de izquierda, es un núcleo de reflexión de temas que siguen estando vigentes. Y la revista Controversia también. No es lo mismo discutir hoy el “No matarás” que formular o prefigurar esto en medio de la dictadura, cuando no había llegado 1979 con el paso por la Argentina de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Pero hay temas que todavía se conservan en la jerga, de la agenda pública. Y en México los intelectuales participaron de la reflexión internacional sobre los modos de repensar el marxismo, lo que algunos retoman luego, ya en democracia, en la revista La Ciudad Futura o en el Club de Cultura Socialista, con implicaciones o cercanías o no con el alfonsinato. Fue muy rico. Aparecían no sólo los temas de la denuncia. También la reflexión, por ejemplo sobre el eurocomunismo, el propio exilio, sobre los de adentro y los de afuera, sobre los derechos humanos, sobre pensar o no pensar en un Nüremberg o en otra forma de juzgar a los militares. Fue muy fuerte cuando el Toto escribió desde la derrota y pidió asumir un proyecto de izquierda violentamente derrotado y ver qué hacer. Fueron muy interesantes las reflexiones de Juan Carlos Portantiero sobre la democracia y las de José “Pancho” Aricó con la revisión del marxismo desde horizontes gramscianos, pero sobre todo de un marxismo latinoamericano. La plataforma común empezaba a ser: “Perdimos, vamos a ver qué hacemos de ahora en adelante”.

–Situándonos en el 2010, ¿qué tono tiene el Bicentenario en México?

–Hay programada una enorme cantidad de eventos y monumentos. Es el Bicentenario de la revolución americana y el centenario de la Revolución Mexicana. Aquí hay otra paradoja. El partido de gobierno, el PAN, se constituye en el ‘39 en contra de la Revolución, que es tan poderosa en la mitología que no pudo ser reemplazada. De modo que el próximo 18 de abril el presidente Felipe Calderón, del PAN, conmemorará un nuevo aniversario de la muerte de Emiliano Zapata. En la mitología es tan poderosa que no ha podido ser reemplazada. La transición a la democracia amplió el panteón de héroes pero no bajó a ninguno. Cuando algunas revoluciones cayeron, cayó también parte de sus ídolos. Eso no ocurrió con la Revolución Mexicana, que sigue siendo constitutiva de la identidad, a punto que Zapata y Pancho Villa siguen cabalgando aun en un gobierno que no viene de ellos. Sí se está viendo cierta apertura a nuevos temas y nuevas reflexiones, y a revisitar procesos con otros ojos. La pluralidad que vive México, la enorme libertad de expresión, absoluta, abrió temas nuevos o temas viejos de otra manera, sin “censura historiográfica”. Hay mesas redondas sobre viejos caudillos pero aparecen temas nuevos, como la “guerra cristera”, la que libran entre 1926 y 1929 el Estado mexicano y un sector muy importante que se levanta al grito de “¡Viva Cristo rey!”.

–¿La que sirve de ambiente a Graham Greene en la novela El poder y la gloria?

–Sí, la misma. Hay una enorme pluralidad de discusión. Se habla hoy de racismo, discriminación, xenofobia, homofobia y ambigüedades en la política mexicana. La Historia se está haciendo más plural y mucho más tolerante.

–¿También más latinoamericana?

–Yo estudié América latina en México. Después los procesos de democratización en América latina marcaron el retorno de muchos profesores a sus países, o el fallecimiento de muchos otros por edad. Eso lamentablemente se cortó. En la sociedad argentina, brasileña o uruguaya hay más latinaomericanólogos académicos de los que hay actualmente en México. Los ‘90 marcan un corte brutal y una mirada más fuerte hacia Estados Unidos. América latina desapareció entre los expertos internacionalistas. Hablamos de historia contemporánea, que era la meca en los ‘70 y los ‘80. Los chilenos Luis Maira, que acaba de ser embajador en la Argentina, o Miguel Insulza, el secretario general de la OEA, daban clases de Chile. Después, la correa de transmisión no fue lo suficientemente poderosa para gestar una generación nueva de discípulos. Quizá porque los períodos fueron cortos. Los exilios argentino o uruguayo duraron ocho o nueve años. Es poco en términos académicos. México perdió el territorio del conocimiento. Y los países latinoamericanos redemocratizados ganaron, porque los colegas y profesores aplicaron su experiencia a los países de retorno. México, creo, se quedó atrás. Es una visión muy personal, pero es difícil encontrar en México un buen experto sobre, por ejemplo, Mercosur. O sobre Brasil. O sobre Honduras.