Por Martín Caparrós
(Crítica de la Argentina)
“Discuten de la luz, el sol, el tiempo: son días de metafísica –o de algo que se le parece por error. En todo caso el gran debate de la hora parece ser el del cambio de la hora y, como siempre, abundan improperios y nadie parece recordar la historia”, escribí hace un año, casi día por día, en estas páginas. Y ahora, allá lejos, tras los clamores de las corporaciones mediáticas quejosas, muy más atrás que las voces de los conflictos sociales escalando, la algarada vuelve a sonar en los estados argentinos: la guerra del tiempo ha vuelto a nuestras pampas.
Ya varias provincias, huestes de los guerreros de las sombras, se han declarado en rebeldía: no piensan cambiar la hora este domingo 18 –que, por esas ironías, será precisamente San Perón, aquel día que, en los cuarentas y cincuentas, se destinaba al trabajo patronal.
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–¿Ya anduvo tomando, Caparrós, tan temprano?
–Claro, usted no se puede acordar. Yo tampoco, pero me contaron que en aquellas plazas de Mayo, cada 17 de octubre, las patas en la fuente, los manifestantes gritaban “mañana es San Perón/ que trabaje el patrón”, y San Perón, ni virgen ni mártir, ni corto ni perezoso, ni blanco ni negro, les regalaba un franco bien ganado.
Eran formas de manejar el tiempo. La historia que nadie parece recordar, sin embargo, no era ésa sino la de otras formas de manejarlo: de cómo la Argentina dejó de ser un país que –como la mayoría– cambiaba su hora dos veces al año. El cambio fue habitual durante décadas hasta que otro gobierno peronista, el de Carlos Menem, en 1993, mandó a pagar. Las razones eran claras: mientras el que producía la electricidad era el Estado, los gobiernos alargaban los días porque solían subvencionarla y les convenía que se gastara menos. En cambio entonces, recién privatizada, sus nuevos dueños presionaron a Menem para que nos quitara esa hora de luz. Así nos obligarían a consumir –consumir– más su producto monopólico y a entregarles –entregarles– más plata; así las grandes corporaciones eléctricas –y seguramente algunos funcionarios tolerantes– ganarían más todavía.
Y así estuvimos, oscuritos, con escasas esporádicas espiritrómpicas protestas, hasta que este gobierno decidió recuperar la idea –y se le vino la noche. La OPA –Oposición Preventiva Automática–, con su elegancia y sagacidad acostumbradas, lo presentó como otro K-pricho; sin duda los presidentes Kirchner tienen muchos, pero éste no es uno de ellos. El daylight saving time –“hora de ahorro con luz natural”– es un invento inglés de principios del siglo XX y se viene usando desde entonces en casi todo el mundo. El cambio de hora llega, puntual como las estaciones, cada abril, cada octubre, a la Comunidad Europea, Estados Unidos, Canadá, México, Brasil y otros 150; no llega, en cambio, a Bangladesh, Kasajistán, Nicaragua, China, Irak, Djibuti, Botswana, Malawi y el resto de África. La OPA, que aúlla ante cualquier parecido argentino con el mundo pobre, debería tomar nota y ponerse el bozal.
Pero el problema, en este caso, no es la oposición automática sino los que se oponen por sus intereses particulares, específicos. Porque el exceso de luz hace que algunos pierdan plata y, como el pudor ha dejado de ser una virtud o un defecto de los ricos argentinos, lo dicen y protestan.
(Hasta hace algunos años –cien, doscientos, cincuenta, doce, según en qué lugares– la noche sólo servía para dormir o, si acaso, refocilar con lo de al lado, pero no era un espacio social: el hombre siempre fue un animal diurno y, aún cuando se puso un poco menos animal, la gran mayoría de campesinos y urbanitas pobres que componían la humanidad se iba a acostar cuando el sol se acostaba, se levantaba cuando se levantaba: éramos bien gashinas. Las ciudades –muy minoritarias– usaban un poco más la noche, pero no fue hasta la difusión de la electricidad, un siglo atrás, que se apropiaron de ella y la convirtieron en un momento tan pasible de vida como el día. Vivir de noche es –aunque ya no lo notemos– una de las grandes novedades de las sociedades contemporáneas: multitud de aparatos que funcionan igual de noche que de día y luces artificiales eficientes, que hacen que cada quien elija cuando se va a dormir, cambiaron radicalmente nuestros ritmos. La noche dejó de ser un espacio impenetrable y se volvió, entre otras cosas, una oportunidad de negocios.)
Hay negocios, entonces, que precisan la noche. No sólo el más obvio –vender electricidad para que las personas se iluminen–; hay muchos otros –que tienen que ver, sobre todo, con la alimentación y el entretenimiento. Ésos son los que más protestan –públicamente, porque las corporaciones eléctricas tienen canales más privados, más eficaces, más pesados– en estos días ante el cambio de hora. Para empezar dicen que el año pasado la medida sólo produjo un dos por ciento de disminución del consumo de energía –pero no dicen con qué lo comparan, ni cuánto aumento habría habido sin ella. Y después se ponen espantosamente sinceros: la Federación Económica de la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, acaba de pedirle al gobernador Néstor Scioli que no adhiera al cambio porque “perjudica la actividad económica”. La dicha Federación reúne a docenas de cámaras sectoriales y dice –sin pudor dice– que una de sus “consecuencias negativas” más importantes es que “los comercios vieron disminuida la afluencia de clientes en las zonas balnearias porque éstos se quedaban más tiempo en la playa, disfrutando del sol”.
–¡Ah, no, mi amigo! ¡Disfrutando del sol…!
–¡Pero habrase visto! Este país está lleno de desfachatados semidesnudos asoleados. ¡Insolentes!
Es lo que dicen, palabras más o menos, todos: que como las personas andan por ahí bebiendo luz y sol tardíos les consumen menos y que, entonces, habría que eliminar esos factores distractivos. Es un argumento interesante: como si alguna de estas asociaciones de teledifusoras ahora tan activas pidiera, un suponer, la prohibición del teatro porque hay personas que, por ir a esas salas, no los miran; o que la Gremial de Confiteros Pasteleros y Afines exigiera multiplicar por diez el precio del pan porque está lleno de gente que en lugar de pasta frola se come una tostada con manteca y dulce. O, incluso, como si la Cámara Argentina del Oxígeno en Tubo demandara el retiro del aire de la atmósfera a ver si les mejora el negocio alicaído.
Son casi chistes; no son chistes. Yo tengo mis razones para estar a favor del cambio de la hora: el placer que me dan –un inmenso placer– esas tardes de verano que se estiran, que te inundan de luz esos minutos que, si no, serían de la noche: esos minutos que están entre los más gozosos. A muchos les pasa lo mismo, pero supongo que, al fin y al cabo, ése no es un argumento relevante: nos hemos acostumbado a suponer que el placer –el pequeño placer de cada cual– no es un argumento relevante. Los que lo defienden –en el mundo– con discursos serios dicen que la baja en el consumo eléctrico no es decisiva pero existe y que, además, el ocaso tardío reduce el número de accidentes de tránsito y los crímenes violentos. Es cierto que a cambio amanece más tarde: si hay que elegir –y casi siempre hay que elegir– mucha más gente está activa y necesita luz de 8 a 9 de la noche que de 6 a 7 de la mañana –aunque es cierto que esos son los horarios de la zona este del país; en Mendoza, San Juan o Catamarca es otra cosa, pero no en Santa Fe.
Así que discutamos, más bien, por qué razones se toman las decisiones que se toman. A saber: si es más importante que millones de personas puedan gastar un poco menos en electricidad y disfrutar un poco más de la salida del trabajo o el paseo o el rato con los chicos o lo que se sea que se les cante todavía con luz, o lo que importa es el negocio de algunos negociantes. Sería bueno pensar cuántas otras medidas están regidas por el mismo patrón de beneficio directo para un sector determinado. Los guerreros de las sombras están en todas partes, y eso hace que esta sea una discusión tanto más seria que lo que podría parecer a primera vista: no se trata sólo de una hora más o una hora menos, sino si debemos permitir que –incluso en un caso tan burdo– nuestras vidas se manejen según los beneficios económicos de algunos. Es lo que pasa siempre pero a veces por lo menos disimulan. Se agradece: un pueblo adulto, un pueblo serio, un pueblo decidido como el nuestro se ha ganado el derecho de que no se lo digan en la cara.