Por Luis Bruschtein (Página 12, Buenos Aires)
La guerra declarada entre la corporación mediática y el Gobierno cerró mucho los márgenes y las brechas por donde se había filtrado hasta ahora la mejor expresión de la diversidad informativa. La Nación dice que Cristina Kirchner no estuvo presa como ella dijo. Y el que diga lo contrario es un despreciable oficialista. Aun cuando después el diario reconoció que sí había estado detenida. Es decir que para hacer verdadero periodismo hay que coincidir contra el Gobierno aunque sea en la mentira. Y saber que la desmentida no es importante, porque lo que importa es el daño que se produjo al enemigo.
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Perfil ha publicado notas donde un supuesto ex psicólogo personal de la Presidenta, al que nunca se identifica, se explaya sobre la supuesta “bipolaridad” del carácter presidencial. Todo es supuesto y nada se comprueba. La bipolaridad es una enfermedad psiquiátrica, es algo comprobable. Pero se pueden hacer artículos de tapa con estupideces de ese tipo. Y el que no está de acuerdo con esa manipulación, o se atreve a decir que eso no es serio, es una mierda oficialista. O poner un periodista y un fotógrafo a perseguir a la hija adolescente de los Kirchner para después publicar estupideces sobre los sociales de la piba. Decir que eso no es ético no es ser oficialista y no decirlo no es ser opositor, sino corporativo. Son golpes bajos.
En Clarín no se puede encontrar un solo titular “objetivo” y mucho menos favorable. Esta semana había un título que decía algo así: “Por el impuestazo tecnológico, X fabricará celulares en Tierra del Fuego”. El impuestazo es un arancel que aprobó el Congreso para favorecer la industria nacional, y que X haya decidido fabricar celulares en Argentina es uno de los logros más importantes de esa medida. Pero si se la califica de “impuestazo tecnológico”, la carga es sin duda negativa. El resultado en ese caso era esquizofrénico, pero en general todo está tan forzado que hasta resulta ridículo y cansador. Y la misma carga forzada está en las preguntas de los movileros, las columnas de opinión y los noticieros de los canales y las radios que pertenecen a los multimedia más importantes. Se han hecho decenas de tapas con profecías apocalípticas que nunca se cumplieron. Se anunció varias veces que se disparaba el dólar, que se importaría carne o trigo, que habría una crisis energética terminal. Ninguna de esas advertencias se cumplió. Ninguno de los que las anunciaron se disculpó o se explicó. Los medios que les dieron los titulares de tapa nunca se preocuparon por informar que el Apocalipsis se había postergado.
Resulta hasta vergonzoso constatar la falta total de diversidad que existe en la propuesta mediática. Y al mismo tiempo es alarmante la uniformidad corporativa con la que actúa el mundo de la información comercial. No se está discutiendo si este gobierno es bueno o es malo. Lo que nadie dice es que discutir si la Presidenta miente cuando afirma que estuvo detenida (lo cual además fue verdad) es una estupidez. Hacer titulares sobre la bipolaridad de Cristina y las fiestas de chiquilines de Florencia Kirchner es una estupidez y hasta una bajeza. Son todos recursos periodísticos de bajo nivel.
A pesar de la pobreza de esos recursos, la masividad y la potencia con que se difunden han logrado empujar el canon periodístico a situaciones similares, aunque extremas, a las que primaron durante la guerra de Malvinas. Para los grandes medios, esa etapa tuvo después un costo alto de credibilidad y varios de los periodistas de la televisión lo pagaron con el descrédito y la expulsión de la pantalla.
Así como en aquel momento nadie se atrevía a contradecir ese canon de triunfalismo malvinero, ahora, para este esquema corporativo de grandes multimedia actuando en bloque, cualquiera que no acepta el nuevo paradigma de “periodista independiente” es un oficialista corrupto. Hay sociólogos que estudian las instituciones de la democracia republicana. El lugar de los medios nunca es claro. Son parte empresas, parte institución pública. La empresa usa esa ambigüedad cuando le conviene. Pero la información que mueve a una sociedad se genera allí. Nadie habla del corrimiento absurdo de los parámetros informativos. ¿O para hablar de eso hay que ser oficialista? O mejor dicho: el que hable de eso será acusado de oficialista. ¿Para ser “periodista independiente” hay que ser reaccionario, conciliar con la mentira y la deformación ostensible de las noticias? En todo caso, se trata de la necesidad de democratizar la información, de buscar la diversidad, pero eso para el canon es atentar contra la libertad de prensa.
El trabajo de los periodistas que no coinciden con las líneas editoriales de los medios donde se desempeñan ha sido buscar las brechas que se producen en ese tejido por la necesidad del medio de construir credibilidad. Siempre han sido márgenes estrechos, pero la polarización tan fuerte los ha reducido aún más. Son poquísimos los periodistas que no se alinean con las empresas en su expresión más extrema, más partidista y menos profesional. Es muy difícil soportar esa presión no sólo laboral sino también ambiental. Siempre es más fácil ir para donde va la corriente. Les sucede incluso a periodistas que comenzaron sus carreras con la ilusión de aportar una mirada diferente y ahora resulta patética la forma en que finalmente han sumado su voz al esquema corporativo. La excusa emblema es la “independencia”, no se aclara de qué, aunque se sobreentiende que sólo se trata del Gobierno, lo cual es funcional para coincidir con las empresas o con los anunciantes, de los cuales se “depende”. No es un problema de convicción o de servicio, es de “independencia”. Nadie era más independiente que los viejos condottieri que podían estar a las órdenes del Papa o en su contra, según quien pagara más o lo contratara primero. La excusa emblema de la independencia es tan infantil como la de la “objetividad”.
Cuando el canon de época llega a este extremo tan forzado, los cambios suelen ser bruscos y lo que ahora tiene la fuerza de la uniformidad indiscutible se transforma en la herramienta de ocultación de una verdad que luego resulta obvia, aunque en el momento no se haya visualizado por ese smog cultural. Así sucedió en los ’70 tras la hegemonía cultural gorila de quince años que había invisibilizado fusilamientos y bombardeos del antiperonismo a la población civil. Lo mismo sucedió durante la dictadura y la guerra de Malvinas. En los ’70, la reacción a esa hegemonía forzada fue la peronización de las clases medias y el retorno de Perón. Y en los ’80 fueron los juicios por Malvinas y por los derechos humanos. Esos cambios bruscos fueron la reacción contra una imagen virtual hegemónica construida por los medios sobre la maldad intrínseca de Perón y el peronismo y la superioridad moral de la casta militar sobre la sociedad civil. La sociedad atravesó esas imágenes como si rompiera una pantalla, porque el hilo de credibilidad que las sustentaba era muy tenue. Más tenue es ese hilo cuanto más forzada es la imagen que se construye y la reacción contraria de la sociedad también es más fuerte.
El debate sobre los medios, que abrió la ley de servicios audiovisuales, recién ha comenzado, justamente porque a partir de esa ley el flujo de la información ha sido utilizado abiertamente como ráfaga de ametralladora contra el Gobierno en una guerra donde todo vale. Para los periodistas debería ser una preocupación, porque se rompen reglas de juego y porque en definitiva correrán el riesgo de ser los fusibles de un cambio de época, como sucedió en los ‘80.