Por Eduardo Aliverti (
Página 12, Buenos Aires)
Debe atenderse al fuerte cambio de enfoque noticioso que se produjo entre el mes pasado y lo que va de éste.
Durante enero, la novela de Redrado sirvió para que se hablase, otra vez, de la diferencia entre el clima económico y el político. Mientras el primero estaba en positivo, con una temporada turística brillante y notables niveles de consumo, la situación institucional fue pintada como poco menos que caótica al mentarse un choque de poderes. Esto no tuvo ni tiene nada de inocente: construir el sentido de que el Banco Central es un poder “autónomo” significa, ipso pucho, que se le confiere un rango similar al de los otros tres. Y en consecuencia, también de modo automático y subliminal, queda establecido que esa institución es una suerte de Estado independiente, en condiciones de manejar el valor de la moneda como mejor le parezca. El abecé del manual de cualquier conservador de estas pampas. Esa diferencia, entre la percepción de una clase media que andaba de parabienes consumistas y un escenario político atormentado, permite inferir que el “caso Redrado/Fondo del Bicentenario” fue, visto desde el interés masivo, mucho más una amplificación mediática que una inquietud popular. Como en otras oportunidades, a falta de poder entrarle al oficialismo desde la marcha de la economía, la oposición y los enormes medios periodísticos que la integran optaron por ensanchar las vetas críticas del funcionamiento “político”: autoritarismo y desprolijidad en la pretensión de usar las reservas para pagar deuda, enriquecimiento ilícito de los K, el hotel de El Calafate (al que a esta altura ya pareciera que le hacen el chivo gratis porque, de otra forma, es dificultoso entender qué aportan esas notas descriptivas de sus lujosos servicios, como si eso no estuviera subsumido en la denuncia de que Kirchner se gastó en él 2 millones de dólares. ¿Para qué se va a gastar esa carrada de plata? ¿Para comprarse un telo en el Once?). Sin perder de vista que esta suma de ofensivas justificadas e injustas, ridículas y legítimas, cuentan con el precioso aporte del mismo matrimonio, gracias a ese desdén por las formas con el que después la derecha se hace un picnic, ¿cuánto de todo esto, en realidad, pega en “la gente”?
[Sigue +/-]
Es complicado saberlo, y sobre todo si se lo quiere medir en impacto electoral. Se supone que les ratifica el odio visceral a quienes, aunque les vaya mejor que nunca, arremeten contra los K por un cúmulo de razones tanto de tilinguería como de acción corporativa, y que van desde denostar los zapatos y las carteras de Cristina hasta la afirmación de que la Ley de Medios Audiovisuales implica una avanzada totalitaria de tinte comunista. Y se supone que a una mayoría del resto de “la gente” todo eso le importa algo así como tres pitos, en una sociedad en la que el culto al “roba pero hace” ya llegó a demostrar que Menem pudo gobernar diez años consecutivos. Encima, imparcialmente nadie puede decir, con mínima seriedad, que el grueso social está peor que hace siete años. Si se quiere, puede decirse que es un país más desigual que entonces porque se amplió la brecha entre quienes más y menos ganan. Pero no más pobre, ni con más pobres. Y ni que hablar si el conjunto de la oposición, que en verdad no llega a ser un rejuntado porque rige ante todo su campeonato de egos, es un cambalache que no ofrece alternativa alguna. O sí: la vuelta a los ‘90, pero guay de explicitarlo así.
Ahora bien: como a “la gente” no sólo le va como le va sino como le parece que le tiene que ir y/o como los medios le dicen que le está yendo, una cosa, como caso, es lo que sucedió en enero; y otra, aquello con lo que febrero se planta. Siempre como hipótesis, la novela con Redrado no les movió mayormente el amperímetro a la realidad y la sensación populares. Las reservas del Central, el papel de héroe victimizado del Golden Boy, las idas y vueltas sobre si había que decapitarlo de una o aislarlo mediante mecanismos más escrupulosos, suenan a temática que queda lejos del interés público. Muy por el contrario, si el kilo de asado se arrima a los 30 pesos, y las frutas viajan a las nubes, y encima se viene el colegio de los chicos y avisan de un saque bravo en los materiales escolares, el cómo nos dicen que nos va se muda a cómo nos va o puede ir realmente. Por supuesto, esto no quiere decir que detrás de la escalada inflacionaria –o adelante, más bien– no esté la mano de los monopolios y oligopolios que determinan la formación de los precios; y el aprovechamiento que hacen de ello los grupos concentrados de la comunicación opositora, para horadar al Gobierno. Como fuere, la carne se fue donde se fue, el resto también y si, para más, la vocería oficialista no tiene mejor idea que hablar de “reacomodamiento” y exceso de lluvias...
Si se tiene en cuenta que el proceso electoral ya comenzó, registrando incluso la reaparición del Menem blanco santafesino, el blanqueo del Gardener de Mendoza en su foto con la cúpula radical y hasta la salida de ultratumba de Domingo Cavallo, para apoyar al primero, apreciado desde los intereses kirchneristas no les queda otra que cortar por lo sano. Y meter el cuerpo entero hacia la intervención en eso que el eufemismo por concentración productiva denomina “los mercados productores”. Hay explicaciones coyunturales atendibles, como las secuelas catastróficas de la sequía en la liquidación de stock vacuno. Hay otras de estructura, de las que el Gobierno se tiene que hacer cargo, como la ausencia de una política agropecuaria que impidiera la transformación del país en una alfombra de soja. Pero como quiera que sea, el proceso de cambio progre–distributivo que, más o menos a los tumbos, vive la Argentina (dentro, entendámonos, de las restricciones impuestas por un modelo capitalista), sufre la amenaza de sectores salvajes. Parcelas de la clase dominante que, en lo económico, no tienen prurito alguno en maximizar a como sea su tasa de ganancia. Y que en lo político, aunque todavía como mamarracho, tampoco disponen de vergüenza alguna para, llegado el caso, llevarse puesto al Gobierno aun a costa de re-diseñar un proyecto de exclusión mucho más agresivo que lo que marcan las deudas sociales de esta experiencia kirchnerista.
Así no se coincida con eso de que esto no es de izquierda, pero que no hay nada a la izquierda de esto (en términos de probabilidades de acceso al poder), por lo menos debería aceptarse que es muchísimo lo que hay hacia la derecha. El progresismo en general y algunas de sus franjas en particular que juegan al nacionalismo revolucionario, tal vez debieran medir mejor la correlación de fuerzas realmente existente. Y de seguro el Gobierno debería contribuir dejando de espantar a los susceptibles de ser propios a la par de acumular ajenos obvios. Lo cual será difícil si, en lugar de ampliar su base de sustentación, continúa la apuesta de refugiarse en cuitas como –entre otras– los barones peronistas del conurbano o la manipulación grosera del Indec.