Por Luis Bruschtein
(Página 12, Buenos Aires)
América latina necesita la derrota del golpe hondureño para desalentar cualquier ilusión de regresar a una práctica que asoló la región durante décadas. Necesitaba el regreso de Manuel Zelaya, tanto como los hondureños mismos. Por eso la decisión comprometida de Lula, acompañado por el gobierno argentino y los de la mayoría de la región. Si se aceptaba la permanencia de Micheletti hasta las próximas elecciones, aunque sólo fueran unos pocos días, se habría legitimado el golpismo al darle un triunfo.
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Aunque civil, Roberto Micheletti es un golpista latinoamericano clásico: gorila, anticomunista y proclive a la hegemonía de Washington en la región. Da la impresión de que los paralelismos llegan hasta allí. Porque Zelaya no es la víctima típica del golpismo sino que se trata de un hombre que llegó desde la derecha y en la marcha fue virando tibiamente hacia la izquierda.
Otra diferencia importante fue la reacción de los gobiernos latinoamericanos reunidos en la Unasur. La mayoría de las veces, las víctimas de los golpes eran la mancha blanca en el mapa, rodeados de regímenes protofascistas que inmediatamente reconocían al nuevo gobierno de facto. Esta vez dieron su respaldo al mandatario depuesto.
En ese marco, el elemento más diferenciador ha sido por un lado Brasil y por el otro Washington. En el caso de Brasil, durante las largas décadas de golpes militares, ese país no tenía prácticamente incidencia en la región. Esta vez, Lula decidió un protagonismo muy activo por la restauración democrática. Es evidente que una vez que Brasil optó por la integración, su peso se hace sentir y un síntoma muy claro es que Zelaya eligió su embajada.
Que se haya refugiado en la Embajada de Brasil, que desde allí haya realizado declaraciones y hasta actos políticos son hechos que reniegan de la explicación del canciller Celso Amorim de que Brasil “sólo le abrió la puerta”. Zelaya no se hubiera movido sin tener la seguridad de que sería recibido y Brasil tampoco hubiera asumido ese protagonismo sin sondear antes a Washington. Y hasta es probable que esos antecedentes hayan sido los que convencieron al depuesto mandatario hondureño de regresar y resignar la seguridad del exilio.
Los golpistas siempre habían actuado con el respaldo de la Casa Blanca y de los demás gobiernos de la región. Esta vez, el rol de Obama ha sido diferente, a pesar de lo cual fue criticado. Sobre estas reacciones hizo una ironía: “Antes criticaban a Estados Unidos porque intervenía en la región y ahora me piden que intervenga”.
Lo decía por los que le reclamaban una acción más decidida. Lo cierto es que su posición desconcertó al golpista Micheletti que ahora reclama “respeto a la soberanía de Honduras”. La estrategia para el golpe siguió el viejo molde y una de las acciones previas había sido armar un lobby en el Congreso norteamericano. Varios senadores republicanos, encabezados por Jim DeMint, de Carolina del Sur, a los que se sumó el lobby de los cubanos de Miami, hicieron presión sobre el Departamento de Estado. Su factor de negociación sobre Hillary Clinton fue el bloqueo de la designación del nuevo encargado para América latina, Arturo Valenzuela, y la del nuevo embajador en Brasil, Tom Shannon. Tanto Valenzuela como Shannon, los dos operadores clave de la política de Obama para la región, todavía no han podido asumir porque DeMint los tiene frenados.
No hay ninguna garantía de que el consenso democrático en América latina sea eterno, y mucho menos la posición de Washington. En cambio, el protagonismo de Brasil en estas situaciones ya es algo irreversible y aunque ahora coincide con la corriente mayoritaria, tampoco hay garantías de que suceda lo mismo en el futuro.
Estas coincidencias demuestran que se trata de un momento histórico especial en el continente. Pero el golpe de Micheletti demostró también que en todas estas sociedades sigue palpitando la tentación del golpismo frente a los procesos de cambio.