Por Martín Caparrós
(Crítica de la Argentina)
-Esto es culpa del gobierno. Otra vez perdimos por culpa del gobierno.
–No digás boludeces. Sos un contreras sin remedio.
–¿Sin remedio? Mejor no tener remedio que tomarse uno de esos truchos que venden los tipos que les pagaron la campaña.
–Muchachos, cambiemos de tema que acá se arma.
–Como quieras. Pero mejor no hablemos de campaña que la nuestra es un desastre. Bah, la nuestra: la de Maradona. De los cuatro últimos partidos perdimos tres, diez goles en contra. En cualquier club de barrio con esos resultados al técnico lo rajan.
–No te hagás el boludo, te dije que la culpa es del gobierno que le dio aire a Grondona para que siga haciendo cagadas.
–¿Y no será de Clarín, que lo bancó tantos años y tenía secuestrados los partidos, entonces los pibes no podían verlos y no aprendieron nada?
–No seas boludo. ¿No te das cuenta de que el gobierno puso guita para que la selección se fuera al carajo así lagente se olvida de los otros problemas?
–Hermano, si esto sigue así pronto van a tener que fogonear otros problemas así la gente se olvida de la selección.
[Sigue +/-]
Hay un país perplejo, atribulado. Un país confuso, parlanchín por falta de certezas: las personas suelen hablar un poco porque saben qué quieren decir, o mucho porque no tienen ni idea. Hace días que los temas habituales han cedido, en las conversaciones de ascensor esquina oficina polirrubro, ante la fuerza del tema selección. La selección nos tiene acongojados, turulatos, medio groggies: oscilando entre repetir lamentos inconexos y ensayar explicaciones ranfañosas.
–Lo que pasa es que este tipo no labura. Nunca laburó en su vida.
–¿Qué tipo?
–¿De qué tipo estamos hablando todo el tiempo?
–Ah, sí. Pero no es solamente eso: el tema es que no cree en los directores técnicos. No debe haber creído nunca, si cuando él jugaba quién le iba a decir algo. El pibe se mandaba, hacía lo que se le cantaba y los hacía ganar, entonces para qué iba a darle bola a los detés. Ahí fue que se creyó que era fácil, que daba lo mismo que supiera o no.
–Y bueno, ahora si se dio cuenta que renuncie.
–¿Y por qué va a renunciar? Si no renuncia Cristina, que hace muchas más cagadas…
–Calma, muchachos.
–Porque no tiene ni idea. Nadie sabe a qué juega. Pone unos delanteros chiquititos y manda a los demás a que les tiren centros. Ve que Verón está sacado y lo deja para que lo rajen. Y lo peor es que ese pecho frío de Riquelme tenía razón: se caga en los códigos. Si saca a un arquero que no hizo nada malo, imaginate cómo entran a la cancha los demás… Muertos de miedo, sin ninguna confianza.
–Mirá que era difícil terminar agarrándole bronca al Diego…
Todo es producto de una suerte rara. “La Argentina podría haber producido jockeys pluscuamperfectos, handballistas excelsos, inigualables pelotaris, golfistas infalibles: nada, en principio, lo impedía. Y podía haber dado futbolistas de nivel canadiense, kenyata, ruso, boliviano. No digo siquiera malos jugadores: buenos, correctos, interesantes como los belgas o los yugoslavos, que se defienden y nunca ganan nada. Era perfectamente posible: nada en la lógica de nuestra historia –de ninguna historia– nos predestinaba particularmente para el fútbol. Y sin embargo, casi desde el principio la Argentina se convirtió en uno de los centros del mundo futbolero. Y el fútbol se convirtió en el deporte del mundo”, decía un libro titulado Boquita. Una suerte increíble: suelo pensar, cada vez que se acerca un mundial, lo duro que debe ser mirarlo siendo peruano o yugoslavo, belga, norteamericano o iraní, digo: de alguno de esos 190 países que saben que no pueden esperar el triunfo más esperado, que están en la periferia de ese juego que se ha convertido en el centro de cierta atención mundial. En cambio nosotros, argentinos, quedamos, por extraño toor, en pleno medio de esa torta. Debe ser una compensación por vaya a saber qué.
Así que salimos futbolistas y los éxitos, por supuesto, hicieron que el fútbol fuera cada vez más importante en la idea que la Argentina se hacía de sí misma. El fútbol es bueno para eso –sirve, sobre todo, para eso: para crear tribus barriales, nacionales, banderías. Hace unos años escribí que me aterraba esa capacidad del fútbol de crear Efecto Patria: cómo un partido de fútbol podía hacerme gritar el mismo gol que Videla, compartir con Menem o Cavallo la intensidad de una alegría o una pena. Lo cual se acentúa cuando accedemos al Efecto Patria Exitosa. Si hay algún plano en que los argentinos todavía seguíamos creyendo que estamos condenados al éxito es el noble deporte balompédico. El fútbol, a través de crisis y más crisis, siguió siendo una reafirmación de nuestra condición nacional y un consuelo y esa parte buena que nos había tocado en el reparto –según la conocida filosofía maradoniana de “están jodidos, la pasan mal, son pobres, por lo menos démosles la alegría de ganarle a Brasil o a Inglaterra”.
–Encima les pasa esos videos para motivarlos. Guita tiene que darles a esos mercenarios.
–Y sí, Diego todavía es un romántico.
–Claro, porque a la selección la dirige gratis, por la patria, ¿no?
Pero el Efecto Patria se fue deshilachando: “Es lógico que la pasión por la selección nacional se haya debilitado en país donde el Estado se achicó hasta límites jíbaros”, me dijo alguna vez Pablo Alabarces, doctor en fútbol, y que “si ser argentino no significa trabajo, comida, salud, educación, un gol argentino vale bastante menos”. O, incluso: si la Argentina no es un país con un proyecto empieza a ser percibida como una careta, una farsa, una condena innecesaria. Y eso repercute: cada vez veo a más jóvenes argentinos que dejarían todo para ver a Boca o Racing o Almirante Bron y la noche en que juega la selección se van al cine con la novia. Muchos hinchas deliran por sus clubes y la selección la selección se va a la puta que lo parió: como a tantos argentos, en general, les interesa su vida y el país el país se va adonde lo lleven. Salvo para quejarse, claro: la Argentina se ha vuelto un gran paño de lágrimas, el gusto de un sufrimiento repetido –y la selección puede tomar ese camino.
Aunque la selección sigue teniendo una diferencia con todos los demás equipos: es el único que los jugadores no pueden cambiar por otro –que no pueden vender. Pueden irse de un club a otro, de un país a otro, pero todavía no pueden cambiar de selección. Aunque ahora creamos que sí pueden desdeñarla:
–¿Pero vos no viste cómo juegan esos pendejos agrandados? ¿No viste a Messi, a Agüero, a todos esos? Esos no son jugadores de fútbol, son malabaristas para los avisos de la tele. Y parece que ponerse la celeste y blanca no les importa una mierda.
–¿Y por qué les va a importar, gil? Si esos pibes casi no vivieron acá, ganan mucha guita afuera, se cagan de risa. Si a esos pibes ni les gusta el fútbol, gil. Lo único que quieren es minas y pleisteishon.
–¿Y a vos no te gustaría esa vida?
–¿Vos sabés lo difícil que es jugar a ese pleisteishon?
Parece que, gracias a la disgregación creciente de la patria, dejamos de producir equipos nacionales y empezamos a producir jugadores, piezas sueltas, materia prima que otros van a ensamblar y utilizar, soja para los chanchos chinos. Lo cual alienta la sospecha: que no sienten la camiseta, que la patria les importa un carajo –que son, en última instancia, como la mayoría de los argentinos. Aunque se les oponga, en el imaginario, las figuras de los esforzados laburantes locales, los que se quedaron –porque nadie los quiso–, los peronistas del fútbol que sí se matan por la patria. La Argentina no es, decíamos, un proyecto sino una condena en la que remamos los galeotes que no tenemos más remedio –y ellos, los Messi de este mundo, son los que supieron gambetearla, y los admiramos y envidiamos y odiamos por eso.
–Ojalá perdamos, che, así tenemos que darnos cuenta y aceptar lo que nos pasa, y ahí sí que hacemos una buena limpieza.
–¿Cuántas veces dijimos lo mismo? ¿Cuántas veces nos pareció que ya estábamos en el fondo del fondo, y después terminamos un poco más abajo?
Y, al fin, lo más curioso: que en medio de todo este diágnostico de males terminales, la mayoría sigue sin creer en el desastre final: aunque digan que no, casi todos piensan que esto se va a arreglar y vamos a ir al Mundial –lo mismo que les suele pasar, a mayor escala, con la patria. El pensamiento mágico hace magia y no se rinde.
–¿Sabés qué? Al final es mejor que andemos mal en las eliminatorias.
–¿Cómo va a ser mejor jugar tan mal?
–Sí, hermano, cada vez que jugamos pésimo y nos clasificamos cagando después nos fue muy bien. Acordate del 86 o del 94. En cambio en 2002 éramos una máquina y en Japón no duramos ni tres días.
Quizás allí sí haya una clave: si podemos convencernos de que la condición para que nos vaya bien es que nos vaya horrible, nuestro país tiene, en alguna parte, agazapado, un auténtico futuro venturoso.
–Lo que pasa es que este tipo no labura. Nunca laburó en su vida.
–¿Qué tipo?
–¿De qué tipo estamos hablando todo el tiempo?
–Ah, sí. Pero no es solamente eso: el tema es que no cree en los directores técnicos. No debe haber creído nunca, si cuando él jugaba quién le iba a decir algo. El pibe se mandaba, hacía lo que se le cantaba y los hacía ganar, entonces para qué iba a darle bola a los detés. Ahí fue que se creyó que era fácil, que daba lo mismo que supiera o no.
–Y bueno, ahora si se dio cuenta que renuncie.
–¿Y por qué va a renunciar? Si no renuncia Cristina, que hace muchas más cagadas…
–Calma, muchachos.
–Porque no tiene ni idea. Nadie sabe a qué juega. Pone unos delanteros chiquititos y manda a los demás a que les tiren centros. Ve que Verón está sacado y lo deja para que lo rajen. Y lo peor es que ese pecho frío de Riquelme tenía razón: se caga en los códigos. Si saca a un arquero que no hizo nada malo, imaginate cómo entran a la cancha los demás… Muertos de miedo, sin ninguna confianza.
–Mirá que era difícil terminar agarrándole bronca al Diego…
Todo es producto de una suerte rara. “La Argentina podría haber producido jockeys pluscuamperfectos, handballistas excelsos, inigualables pelotaris, golfistas infalibles: nada, en principio, lo impedía. Y podía haber dado futbolistas de nivel canadiense, kenyata, ruso, boliviano. No digo siquiera malos jugadores: buenos, correctos, interesantes como los belgas o los yugoslavos, que se defienden y nunca ganan nada. Era perfectamente posible: nada en la lógica de nuestra historia –de ninguna historia– nos predestinaba particularmente para el fútbol. Y sin embargo, casi desde el principio la Argentina se convirtió en uno de los centros del mundo futbolero. Y el fútbol se convirtió en el deporte del mundo”, decía un libro titulado Boquita. Una suerte increíble: suelo pensar, cada vez que se acerca un mundial, lo duro que debe ser mirarlo siendo peruano o yugoslavo, belga, norteamericano o iraní, digo: de alguno de esos 190 países que saben que no pueden esperar el triunfo más esperado, que están en la periferia de ese juego que se ha convertido en el centro de cierta atención mundial. En cambio nosotros, argentinos, quedamos, por extraño toor, en pleno medio de esa torta. Debe ser una compensación por vaya a saber qué.
Así que salimos futbolistas y los éxitos, por supuesto, hicieron que el fútbol fuera cada vez más importante en la idea que la Argentina se hacía de sí misma. El fútbol es bueno para eso –sirve, sobre todo, para eso: para crear tribus barriales, nacionales, banderías. Hace unos años escribí que me aterraba esa capacidad del fútbol de crear Efecto Patria: cómo un partido de fútbol podía hacerme gritar el mismo gol que Videla, compartir con Menem o Cavallo la intensidad de una alegría o una pena. Lo cual se acentúa cuando accedemos al Efecto Patria Exitosa. Si hay algún plano en que los argentinos todavía seguíamos creyendo que estamos condenados al éxito es el noble deporte balompédico. El fútbol, a través de crisis y más crisis, siguió siendo una reafirmación de nuestra condición nacional y un consuelo y esa parte buena que nos había tocado en el reparto –según la conocida filosofía maradoniana de “están jodidos, la pasan mal, son pobres, por lo menos démosles la alegría de ganarle a Brasil o a Inglaterra”.
–Encima les pasa esos videos para motivarlos. Guita tiene que darles a esos mercenarios.
–Y sí, Diego todavía es un romántico.
–Claro, porque a la selección la dirige gratis, por la patria, ¿no?
Pero el Efecto Patria se fue deshilachando: “Es lógico que la pasión por la selección nacional se haya debilitado en país donde el Estado se achicó hasta límites jíbaros”, me dijo alguna vez Pablo Alabarces, doctor en fútbol, y que “si ser argentino no significa trabajo, comida, salud, educación, un gol argentino vale bastante menos”. O, incluso: si la Argentina no es un país con un proyecto empieza a ser percibida como una careta, una farsa, una condena innecesaria. Y eso repercute: cada vez veo a más jóvenes argentinos que dejarían todo para ver a Boca o Racing o Almirante Bron y la noche en que juega la selección se van al cine con la novia. Muchos hinchas deliran por sus clubes y la selección la selección se va a la puta que lo parió: como a tantos argentos, en general, les interesa su vida y el país el país se va adonde lo lleven. Salvo para quejarse, claro: la Argentina se ha vuelto un gran paño de lágrimas, el gusto de un sufrimiento repetido –y la selección puede tomar ese camino.
Aunque la selección sigue teniendo una diferencia con todos los demás equipos: es el único que los jugadores no pueden cambiar por otro –que no pueden vender. Pueden irse de un club a otro, de un país a otro, pero todavía no pueden cambiar de selección. Aunque ahora creamos que sí pueden desdeñarla:
–¿Pero vos no viste cómo juegan esos pendejos agrandados? ¿No viste a Messi, a Agüero, a todos esos? Esos no son jugadores de fútbol, son malabaristas para los avisos de la tele. Y parece que ponerse la celeste y blanca no les importa una mierda.
–¿Y por qué les va a importar, gil? Si esos pibes casi no vivieron acá, ganan mucha guita afuera, se cagan de risa. Si a esos pibes ni les gusta el fútbol, gil. Lo único que quieren es minas y pleisteishon.
–¿Y a vos no te gustaría esa vida?
–¿Vos sabés lo difícil que es jugar a ese pleisteishon?
Parece que, gracias a la disgregación creciente de la patria, dejamos de producir equipos nacionales y empezamos a producir jugadores, piezas sueltas, materia prima que otros van a ensamblar y utilizar, soja para los chanchos chinos. Lo cual alienta la sospecha: que no sienten la camiseta, que la patria les importa un carajo –que son, en última instancia, como la mayoría de los argentinos. Aunque se les oponga, en el imaginario, las figuras de los esforzados laburantes locales, los que se quedaron –porque nadie los quiso–, los peronistas del fútbol que sí se matan por la patria. La Argentina no es, decíamos, un proyecto sino una condena en la que remamos los galeotes que no tenemos más remedio –y ellos, los Messi de este mundo, son los que supieron gambetearla, y los admiramos y envidiamos y odiamos por eso.
–Ojalá perdamos, che, así tenemos que darnos cuenta y aceptar lo que nos pasa, y ahí sí que hacemos una buena limpieza.
–¿Cuántas veces dijimos lo mismo? ¿Cuántas veces nos pareció que ya estábamos en el fondo del fondo, y después terminamos un poco más abajo?
Y, al fin, lo más curioso: que en medio de todo este diágnostico de males terminales, la mayoría sigue sin creer en el desastre final: aunque digan que no, casi todos piensan que esto se va a arreglar y vamos a ir al Mundial –lo mismo que les suele pasar, a mayor escala, con la patria. El pensamiento mágico hace magia y no se rinde.
–¿Sabés qué? Al final es mejor que andemos mal en las eliminatorias.
–¿Cómo va a ser mejor jugar tan mal?
–Sí, hermano, cada vez que jugamos pésimo y nos clasificamos cagando después nos fue muy bien. Acordate del 86 o del 94. En cambio en 2002 éramos una máquina y en Japón no duramos ni tres días.
Quizás allí sí haya una clave: si podemos convencernos de que la condición para que nos vaya bien es que nos vaya horrible, nuestro país tiene, en alguna parte, agazapado, un auténtico futuro venturoso.