Por Mary Anastasia O'Grady(
The Wall Street Journal)
México anunció recientemente que despenalizará la posesión de "pequeñas cantidades de drogas" —marihuana, cocaína, LSD, metamfetaminas, heroína y opio— "para consumo propio". Las personas que sean aprehendidas por las fuerzas del orden con cantidades de dichos estupefacientes que estén por debajo de los límites establecidos no serán procesadas. Una persona interceptada tres veces con cantidades por debajo del límite establecido, sin embargo, deberá por ley someterse a un tratamiento.
Para el gobierno del presidente Felipe Calderón, que se ha pasado los últimos tres años sumido en un combate mortal con los carteles del narcotráfico, esto parece contraproducente. ¿Acaso el gobierno se está rindiendo ante las realidades del mercado de estupefacientes? ¿O se trata de una astuta táctica de los combatientes del narcotráfico que todavía se acogen a la quijotesca convicción de que pueden acabar con los proveedores de drogas?
[Sigue +/-]La respuesta es que se trata de un poco de las dos cosas. Pero ninguna tiene importancia. El gran problema de México —y de hecho, el mayor problema de seguridad del hemisferio— es el crecimiento y el mayor poderío del crimen organizado, alimentado por las ganancias del narcotráfico. La nueva política de Calderón probablemente no resolverá nada en ese sentido.
La razón es simple: la prohibición y la demanda convierten hierbajos sin valor en mercancía valiosa. Donde realmente se vuelve valiosa es al cruzar la frontera con Estados Unidos. Si la demanda en EE.UU. es robusta, entones los productores, traficantes y vendedores se enriquecen satisfaciéndola.
Los consumidores mexicanos ahora tendrán menor temor de ser castigados, algo que, en el caso de la marihuana, también sucede en EE.UU. Pero el tráfico sigue siendo ilegal y los criminales seguirán teniendo enormes incentivos para asesinar y sobornar con tal de eludir a las fuerzas del orden. La despenalización no retirará el dinero del negocio y, por ende, no reducirá la corrupción, la intimidación a las autoridades democráticas por parte de los carteles o el terror infligido en la población local por los magnates de la droga.
A pesar de todo, el intento de México de cuestionar el status quo que impera en la lucha contra las drogas merece reconocimiento. A diferencia de los zares antidroga estadounidenses, México al menos reconoce que repetir lo mismo una y otra vez esperando un desenlace distinto es una locura.
Debido a que a tantos estadounidenses les gusta consumir cocaína, el negocio ha prosperado durante las últimas cuatro décadas. La mayor parte del tráfico solía pasar por El Caribe, pero el patrullaje de las rutas marítimas por parte de las autoridades hizo que los proveedores optaran por rutas terrestres a través de Centroamérica y México. En sólo dos décadas, los capos de la droga mexicanos tomaron el control de la industria, añadiendo otras drogas a sus líneas de productos.
Al pagar a sus empleados en drogas en vez de efectivo, también expandieron el negocio en su país; "mulas" de menor rango deben colocar su mercancía en el mercado local para convertir su sueldo en dinero. Ahora, los latinoamericanos se han convertido en consumidores. En otras palabras, la demanda y la prohibición en Estados Unidos han envenenado toda la región.
A medida que sus ingresos se disparaban, los líderes de los carteles de la droga tomaron el control de grandes franjas del territorio mexicano. Los funcionarios que no se podían comprar con plata eran eliminados con plomo. Cuando Calderón asumió el poder en diciembre de 2006, prometió restablecer el orden. Todo indica que su "guerra" se libra bajo la creencia de que una sociedad libre no puede ser presa del crimen organizado, no bajo la presunción de que la oferta puede ser extinguida. México pretende aumentar el costo del narcotráfico para que su flujo migre a otra parte.
Casi 1.150 soldados y empleados de las fuerzas del orden han sido asesinados en los últimos tres años. Tras apostar su presidencia al restablecimiento del estado de derecho, Calderón ha tenido incentivos para argumentar que su ofensiva han rendido frutos. Y no cabe duda de que ha tenido un efecto. En los lugares en los que el ejército ha hecho sentir su presencia, la anarquía ha disminuido. Miles de criminales han sido eliminados, ya sea por las fuerzas del orden o por pandillas rivales que ahora se enfrentan por el control de un mercado decreciente. Se han confiscado cargamentos de droga, interrumpido las vías de suministro tradicionales para químicos importados para fabricar metanfetaminas y despedido a funcionarios corruptos.
Pero la guerra continúa. Los capos muertos se reemplazan, surgen nuevas vías de suministro para la elaboración de "meth" —la última descubierta proviene de Argentina— y la corrupción persiste. Los extorsionadores secuestran, roban y comercian con armas. También son innovadores. Ahora usan semisumergibles para transportar las drogas por mar.
Al despenalizar el consumo, México admite que la situación no está mejorando. El gobierno señala espera concentrar sus limitados recursos en perseguir a los productores, traficantes y distribuidores minoristas. Según la embajada mexicana en Washington, otro objetivo es acabar con la corrupción que proviene de la "libre interpretación de lo que constituye la venta de drogas minorista". El objetivo es reducir la corrupción policial al mismo tiempo que se persigue a los peces gordos, no a los pequeños.
La guerra a la oferta es un fracaso, algo que cualquier estudiante de primer año de economía podría haber previsto. Pero este plan probablemente no revertirá la situación. Es la demanda al norte de la frontera la que constituye el principal motor del terror de las mafias del crimen organizado. Y esa no muestra indicio alguno de disminuir.