Por Alberto Fernández, ex funcionario del gobierno de Carlos Menem y ex jefe de gabinete de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández de Kirchner.
Los argentinos hemos logrado mantener nuestra democracia por más de veinticinco años. Frente a las experiencias institucionales del mundo desarrollado ése no parece ser un gran logro. Pero a poco que se tenga presente que el nuestro es un país que a lo largo de todo el siglo XX ha vivido colapsado por rupturas a las reglas democráticas, uno puede sentirse feliz por haber alcanzado más de un cuarto de siglo de respeto a la institucionalidad.
Entre 1930 y 1983 los ciclos democráticos cedían ante dictaduras golpistas que preservaban los intereses de las minorías carentes de la posibilidad de acceder al poder por el voto de la gente. Con la república recuperada, los ciclos políticos han estado directamente vinculados con los económicos. Así, el reconocimiento social de los gobernantes se relacionó con momentos expansivos de la economía. Pero cuando los mercados alteraron el mundo financiero, la desconfianza atrapó a los inversores y los ciudadanos limitaron su capacidad de consumo la política se deshilachó sin remedio.
Sin embargo, en estos días que corren todo parece indicar que estamos enfrentando una nueva experiencia. Ahora, la política sólo se debilita por sus propias incapacidades y son sus desaciertos la causa misma de la inestabilidad económica.
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Esa debilidad que apresa a la política argentina genera un estado de permanente desazón social. En estos casi veintiséis años de vigencia democrática la política no logró satisfacer muchas de las expectativas ciudadanas. Demolida en la consideración pública, se ha mostrado incapaz de consolidar estructuras en las que los votantes se vinculen a partir de sus ideologías o tras la defensa de intereses precisos. Las doctrinas se relativizan, las ideologías se diluyen en el pragmatismo y la acción política se minimiza hasta ser reemplazada por militantes rentados y vacías publicidades. De ese modo, la picardía desplaza al mérito, el discurso cede espacio a la imagen y ante cada elección un candidato de ocasión asoma. Es el mismo candidato que con el correr del tiempo acaba por decepcionarnos.
Cada vez que la política se enfrenta al rechazo social que sus propias incapacidades genera, asoma la mágica solución de la “reforma política”. Otra vez estarán los que quieran reinstalar el colegio electoral para que los argentinos no elijan directamente a su presidente; asomarán los que piensan que la política argentina se corrige con una ley que regule su financiamiento; habrán voces que reclamen la instauración de la boleta única para terminar con la influencia de los “punteros barriales” y la proliferación de “listas sábanas” y “votos en cadena”; y finalmente, aparecerán los que confiando en la tecnología requieran que los electores voten “electrónicamente”.
Por encima del acierto o error de cualquiera de esas propuestas, ¿son ésos los verdaderos caminos que conducirán al mejoramiento de nuestra política?
En la Argentina, radicales y peronistas dominan el escenario político desde mediados del siglo XX. En el imaginario público, esos partidos representan búsquedas diferentes: la defensa de la institucionalidad republicana en los radicales y la tutela de los sectores sociales más postergados en los peronistas. Aun así, ambos reconocen un aspecto común en su génesis: el personalismo de sus fundadores. Yrigoyen y Perón fueron importantísimos caudillos que con su carisma supieron conducir movimientos políticos y sociales que aún hoy prevalecen en nuestra sociedad.
Más allá de lo que el ideal público ha construido, la historia da cuenta de que ni el radicalismo ha abrazado incólume la defensa de la república ni los peronistas han atendido siempre el interés de los desposeídos. Tanto el feroz pragmatismo como la ausencia de elecciones ideológicas precisas han permitido que cualquiera encuentre en discursos aislados de los líderes fundadores argumentos suficientes como para justificar la condición radical o peronista. Nadie deja de advertir semejante dicotomía, pero en la búsqueda del poder los compromisos con las ideas se postergan hasta posibilitar que bajo un mismo paraguas partidario se amparen pareceres absolutamente antagónicos. Ésa es la razón por la que la socialdemocracia alfonsinista puede compartir una misma organización partidaria con el conservadorismo delarruista o que el neoliberalismo menemista quede amparado por el mismo techo que alberga el progresismo kirchnerista.
A su vez, seguramente por su naturaleza personalista, en cada contienda electoral ambos partidos han buscado el líder sustituto sin advertir que la avasallante personalidad que era propia de aquellos caudillos ha sido única e irrepetible. En la búsqueda del “conductor” no sólo se han acumulado desencantos, también se ha frustrado la posibilidad de organizar estructuras políticas que promovieran dirigencias de reemplazo a partir de debates profundos.
El bipartidismo en la Argentina está en aprietos desde hace muchos años. Pero la crisis se silencia sólo porque son precisamente esos dos partidos los que alternan el poder desde que la democracia volvió a establecerse en 1983. Así como la llegada al poder convoca a radicales o peronistas gregarios detrás del candidato emergente, la pérdida del poder los dispersa y los atomiza. Así se explica el “peronismo alfonsinista” o el “radicalismo K”.
Los inconvenientes derivados del bipartidismo jamás han sido suficientemente atacados. Aunque muchos han intentado la construcción de alternativas, la historia demuestra que todos esos emprendimientos han tenido el único propósito de organizar fuerzas electorales (no partidos políticos) para impulsar ocasionales candidatos. El MODIN nació para que Aldo Rico fuera diputado. El Partido Nuevo nació para que Luis Juez fuera intendente. Recrear nació para que López Murphy fuera presidente. El PRO nació para que Macri fuera jefe de Gobierno. La Unión-PRO nació para que De Narváez sea el futuro gobernador. El ARI nació para que Elisa Carrió lo manipulara y lo destruyera a su antojo. En la mayor parte de los casos, esos emprendimientos han durado poco tiempo. Algunas veces fueron fagocitados por las estructuras tradicionales. Otras veces terminaron esfumándose en el mismo instante en que se opacó la estrella del candidato que le había dado origen.
Ése es uno de los problemas centrales de nuestro funcionamiento político. El sistema de partidos es insuficiente y la acción dirigencial complota con la buena calidad democrática por el modo como ejercita y desarrolla la construcción de poder. Partidos sin ideas ni compromisos claros que unifican el discurso cuando el poder se aproxima e independizan a sus miembros cuando se aleja. Partidos sin debates ni programas que sólo valoran la audacia de los intrépidos.
La solución a este estado de cosas no es, como algunos sostienen, volver a fortalecer al radicalismo y al peronismo. El bipartidismo tal como se ha expresado desde 1983 en adelante sólo encubre la continuidad de la perversión que ha conducido a este estado de cosas. “Si buscás resultados distintos, no hagás siempre lo mismo”, nos recomendaría Einstein.
El secreto para lograr que la política vuelva a ser valorada socialmente reside también y principalmente en un cambio de actitud de quienes se precien de ser dirigentes. Sin liderazgos personales a la vista, es imperioso convocar a la sociedad en pleno a protagonizar un proceso de cambio que se inicie con un profundo y sincero debate que nos permita vincularnos detrás de ideas rectoras claras y nos posibilite transparentar quienes representan los distintos intereses que conviven en la sociedad.
El radicalismo y el peronismo necesitan reinventarse. Sólo debatiendo y confrontando las antagónicas posiciones que albergan podrán depurarse y dejar en claro qué representan y cuáles son las ideas que los gobiernan.
En la Argentina la derecha conservadora tiene vergüenza de serlo. Pero que exista una fuerza conservadora y democrática va a permitir darles una representación genuina a los que piensan de ese modo. Lo que es difícil es que los conservadores voten candidatos que creen conservadores pero que repentinamente propician la estatización de todos los servicios públicos porque un encuestador o un publicista lo recomiendan.
En la Argentina la izquierda progresista padece el poder como una suerte de castigo y prefiere asumir un rol meramente testimonial. Pero que exista una fuerza progresista, democrática y con vocación de poder se vuelve imprescindible para que tengan representación muchos que adhieren a ese pensamiento. Lo difícil es que los progresistas voten candidatos que creen progresistas pero que repentinamente terminan asociados al reclamo de los sectores dominantes de una economía muy concentrada.
Tal vez el primer paso para que la política se acerque a la gente es que los conservadores y progresistas dejen de atomizarse y se asocien en dos fuerzas que expresen claramente lo que piensan y lo que quieren representar. ¿No habrá llegado la hora de un pacto entre conservadores y un pacto entre progresistas como paso previo a un acuerdo superior sobre políticas de Estado como el que protagonizaron los españoles en los albores de su joven democracia?
Si reformamos la política principalmente con acciones antes que con normas, podremos analizar después si es posible rubricar un acuerdo semejante al que se firmó en el Palacio de La Moncloa el día en que los españoles se sintieron amenazados con el retorno de un pasado al que no querían volver.