martes, 30 de junio de 2009

El sentido de las palabras

Por Jorge Sigal (Crítica de la Argentina)

Los últimos tiempos de la Argentina han sido muy abundantes en palabras altisonantes, fuertes, cargadas de energías, palabras agresivas, secas, hirientes, intransigentes. El país estuvo en guerra varias veces, el futuro se esgrimió demasiado, el pasado se convirtió en retórica amenazante, la memoria fue patrimonio de unos pocos y la democracia un recurso publicitario. Durante la campaña electoral, hemos asistido a un nuevo desfile impúdico de derrochones de esperanzas, gente que no se detiene ante nada ni ante nadie con tal de seguir vigente. Hace un mes, alguien me dijo, durante una fiesta cultural –llena de gente culta, claro– que había escuchado a otro de los invitados decir que en la sala había “un traidor”. No me dio el nombre del acusador pero sí el del acusado. Se trata de un querido amigo, también periodista, incansable defensor de los derechos humanos, con una intachable foja al servicio de la ética. ¿Su traición? No acompañar al oficialismo, dominante en ciertos ámbitos ilustrados. La mutación de un imbécil a ideólogo de la moda es uno de los fenómenos que más puede dañar a un grupo social. Y al sentido de las palabras.

La simplificación es la base de una comunicación eficiente y suele ser, también, la antesala de las peores frustraciones. Por razones aún inexploradas, un sector de la intelectualidad insistió, sobre todo a partir del conflicto con el campo, en desempolvar viejas categorías de análisis para aplicarlas mecánicamente a realidades imaginarias. Oligarquía, golpismo, dictadura, partido del campo, patria financiera, enemigo principal y otros términos se hicieron circular con la velocidad de un rayo y bajo la invocación de dudosas excusas teóricas. Y lo que es más grave, sin permitir disensos, a libro cerrado, cercenando cualquier posibilidad de superación y fabricando listas de los supuestos amigos y de los supuestos enemigos. Un puñado de setentistas, aferrado en mantener su vigencia sin derecho de inventario, ha confundido los tiempos históricos, desperdiciando una extraordinaria oportunidad para debatir –en serio– temas tan trascendentes como la democracia, el pluralismo, los partidos políticos, el rol del Estado, la economía de mercado, las nuevas hegemonías regionales, la desigualdad o la concentración de la riqueza. Por el contario, esparciendo ansiedades y preconceptos, minó el territorio de sospechas y cayó en la burda utilización de etiquetas simplistas. Buenos y malos, probos y réprobos, en una subasta manejada por vanidosos. Para colmo, sus diatribas fueron despachadas desde un poder prestado que ahora les dará nuevamente la espalda. La consecuencia será, más temprano que tarde, el desmoronamiento de otra ilusión, la derrota de algunas buenas ideas –arrastradas por el aluvión que generan las estampidas– y el desplazamiento de los centros de discusión. Triste y trajinado destino.

Las palabras son palabras pero encierran conceptos. Ésa es la cuestión. Se pueden usar para hacer discursos o como amenazas, se pueden emplear para declarar la guerra o para decir te amo, como sentimiento o como transacción, como pacto o como ruptura. Hay palabras graves y hay esdrújulas. Hay sustantivos y hay verbos. Están los adjetivos y las preposiciones, la conjunción y también está la señorita interjección. Hay palabras que acarician y otras que lastiman. Las hay lindas y otras muy feas. Todas son de libre consumo y disposición, aun las que están prohibidas: porque hasta ellas circularán, clandestinas, en las mentes y en silencio.

Pero ojo con los abusadores, porque mal empleados o en mano de detractores profesionales los vocablos se vuelven munición pesada. Son pocos los que no dañan cuando se desparraman sin medir consecuencias. Los poetas, por ejemplo, tienen licencia para sembrar con ellos el amor, el odio y hasta la muerte. Salvo el buen gusto, nadie les pedirá cuentas por ensañarse con los vocablos. Los cuentistas, los cuenteros, los novelistas y los noveleros también están habilitados.

Ahora, atención, ya que un traficante de términos puede causar tanto daño como el más vil de los usureros o el peor de los criminales. Miren nomás lo que se pudo hacer con “raza”, una palabra tan distinguida y tan odiosa al mismo tiempo. O con “pureza”, bella y perversa, según quién sea su ocasional propalador. ¿Y qué decir de “dios”? La vida y el odio, la eternidad y la venganza en una evocación de tan sólo cuatro letras.

¿Y revolución? El más bello de los vocablos, ¿cuántos crímenes se han cometido en su nombre?