viernes, 19 de junio de 2009

Pobre patria suya

Por Martín Caparrós (Crítica de la Argentina)

Los argentinos, dice el A.M.A., tácito, “fuimos ricos, cultos, educados y decentes”. No hay mito más decidido y persistente en la historia de la patria ay.

Estuve leyendo –digamos, a falta de verbo más preciso– un volumen magro, escueto, que se llama ¡Pobre patria mía!, firmado por un señor Marcos Aguinis. No sé quién es Marcos Aguinis; lo que me interesa ahora es otra cosa: el volumen magro firmado con su nombre es un best-seller, o sea: fue comprado –y, quizás, hasta leído– por decenas de miles de personas en muy poco tiempo. Cuando un libro es comprado –y, quizás, hasta leído– por tantas personas se transforma en el texto de muchas de ellas: en un instrumento interesante para tratar de entender ciertos asuntos de la Argentina actual.

El magro escueto, queda dicho, está firmado por un señor Marcos Aguinis. Como su biografía o su existencia física no son relevantes para este texto que sólo nos interesa porque ha sido comprado y quizás hasta leído por decenas de miles, de ahora en más lo llamaremos Autor M.A. o, más simple, A.M.A. Para acentuar que lo que importa del volumen escueto es que parece sintetizar opiniones de muchos compatriotas, podemos imaginar que A.M.A. también significa otras cosas: entre ellas, la más apropiada me parece Argumento Mediocre Argentino. El lector avisado descubrirá cuándo la sigla conviene mejor a una lectura que a la otra o cuando, si acaso, se acomoda a las dos.

El volumen se titula, decíamos, ¡Pobre patria mía!: así, lleno de exclamaciones, como dicho por alguien que quiere garantizar que todos sepan que lo grita. En la página de guarda uno de los epígrafes cita el grito atribuyéndolo a Manuel Belgrano. La elección no parece azarosa: en los últimos años cierta historiografía ha privilegiado la figura de Belgrano por esa misma escena en la que se supone que le dolía su patria. Que el general se muriera pobre y pagara sus gastos médicos con su reloj de oro resulta un arma arrojadiza eficaz para un sector social que hizo de la deshonestidad de sus líderes un dato decisivo. Ya hemos hablado bastante de honestismo: un señor cuyos intentos se cuentan por fracasos –un señor que quiso conducir un ejército y que, tras un par de victorias parciales, sólo logró derrotas; un señor que quiso instalar una monarquía incaica en la Argentina y, por suerte, no lo consiguió; un señor que, enviado como diplomático a Europa, no logró que lo recibieran en ninguna corte; un señor que después volvió a conducir un ejército que sólo sirvió para reprimir con muertes y penas de muerte revueltas de provincianos descontentos; un señor que perdió su lugar en la construcción de la Nación y sólo pudo recuperarlo como fantasma o prócer muchas décadas más tarde– es un héroe apropiado para estos tiempos: será un inútil pero murió sin un peso, pobrecito, era honesto. La gran Alfonsín, maniobra clásica, asoma ya en el título de la obra. Que, además de todo, parece estar equivocado: la cita citada siempre fue citada como Ay patria mía. Lo de pobre parece ser un patinazo del A.M.A. que, sin duda, ha preferido pensar una patria pobre que una patria ay. Es su derecho.

El escueto ofrece cantidad de elementos para la discusión: da la sensación de que la mayoría de los lugares comunes del A.M.A. están contenidos, cómodos, pimpantes, en sus páginas magras. Así, el texto empieza con una afirmación tajante, rotunda, que se constituye en la base indispensable de todo el desarrollo posterior: “Fuimos ricos, cultos, educados y decentes”, dice el A.M.A. ¿Quiénes fueron todo eso? ¿El señor conocido como A.M.A., sus padres y sus tías? ¿Los vecinos de su edificio de departamentos? ¿Los socios del Jockey Club? ¿Los chicos y chicas de la promoción ’53 de la Escuela de Comercio Virrey Vértiz? ¿Los cuatro amigos que no dejan de encontrarse en el Tropezón todos los jueves desde hace 37 años? ¿Los hombres mayores de setenta con labios finos y una verruga verde bajo la nuez de Adán? No hay forma de saberlo. Lo único que queda claro es que el A.M.A. se incluye en esa frase de autodefinición: fuimos ricos, cultos, educados y decentes. No es poco: cualquiera habría querido formar parte de ese plural. Sólo nos faltaba coger de tanto en tanto y estábamos hechos.

“Fuimos ricos, cultos, educados y decentes”. Más allá de las dudas sin interés, una certeza: si el A.M.A. puede empezar así su panfleto es porque su afirmación es un lugar tan común que no necesita darle un sujeto, porque todos suponemos su sujeto, el sujeto nacional por excelencia: los argentinos. Los argentinos, dice el A.M.A., tácito, “fuimos ricos, cultos, educados y decentes”. No hay mito más decidido y persistente en la historia de la patria ay.

Vivimos convencidos de esa idea: hubo tiempos en que los argentinos fuimos todo eso y un par de cosas más. Esos tiempos, por supuesto, están en el pasado, lejos, ligeramente incomprobables. Pero no en un pasado vago, indefinible: se suele suponer que fuimos todo eso en la primera mitad del siglo XX, grosso modo. No hay versión más difícil de sostener. Con más espacio me gustaría revisar en serio aquellos años y tratar de entender aquel país que suponemos rico: aquel país hecho de tanos brutos gallegos brutos alemanes brutos rusos brutos que venían dispuestos a ser esos hombres de buena voluntad que querían habitar el suelo patrio. No había forma de que esos fugitivos del hambre fueran ricos, cultos o educados; eran pobres, estaban desesperados, y llegaban atraídos por ese mito de tierra prometida que la Argentina se estaba armando. No funcionó bien: la mitad de los inmigrantes que llegaron en esos años se volvió a sus países. Ni el recuerdo de aquel hambre ni las amenazas de las guerras alcanzaron para que se quedaran en este país, donde la vida debía ser muy difícil. Aunque hubo unos pocos que no se fueron por eso, sino porque los echaron: los argentinos ricos, cultos y educados –que los había, supongo, aunque eran poquitos– se defendían de los nuevos argentinos con leyes que les permitían deportarlos si no les gustaban sus actividades –y las aplicaron a granel. Lo cual no impidió que, durante los veinte años siguientes, esa mayoría de argentinos que no eran ricos, cultos, educados y decentes siguieran peleándose con los otros por su derecho a arañar pedazos del pastel. Consiguieron cosas como el derecho al voto en 1916, y también el derecho a la represión y la muerte pocos años después, en la Semana Trágica de 1919.

Es cierto que en esos años la Argentina apareció –fugaz– como la octava economía del mundo en ciertos rankings, porque lo que miden esos rankings es el equivalente monetario de una producción determinada. Pero la Argentina nunca fue rica; hubo unos pocos argentinos, los dueños de la tierra entonces, que fueron provisoriamente riquísimos cuando sus vacas y sus trigos se cotizaban bien en los mercados internacionales –y la concentración de sus propiedades hacía que tuvieran tanto. Ellos sí eran ricos y algunos incluso cultos y educados, pero nunca se les ocurrió invertir para hacer un país: la Argentina del siglo XX es, sobre todo, producto del despilfarro de aquellos potentados que no consiguieron imaginar que los ganados y las mieses podían agotarse, o que su tasa de fertilidad podía aminorar sus posesiones hasta convertir estancias en macetas, o que el futuro –ese momento en que uno ya no existe– tuviera alguna razón para importarles. Esos señores, los dueños de la patria, los que inventaron la Argentina actual, eran tan punkies: con el No Future como lema se reventaban la plata en bacanales o palacios, total –pensarían– siempre iba a haber más vacas.

La idea de que todo tiempo pasado fue mejor es casi más vieja que la idea de pasado. O, dicho de otro modo: hay momentos en que sospecho que la memoria se inventó para tener algo que añorar, un pasado que llorar porque era tan bueno y tan bonito y tan barato. Pero nuestro pasado glorioso es, como muchos, un tiempo que nunca fue presente, que siempre estuvo en el futuro, que supo mantenerse como futuro inminente durante muchos años. Fuimos, si acaso, un país que vivió de su idea de que alguna vez sería un gran país, siempre un poco más allá, siempre adelante. Y es cierto, creo, que esa idea duró hasta los años setentas, cuando desapareció a manos de los ricos argentinos –ni cultos ni educados ni decentes– y su dictadura y su proyecto de volver todo atrás y recrear la Argentina de principios de siglo, con vacas y cereales, sin industrias ni obreros. Y es cierto que nos quedamos sin mito, sin siquiera saber cómo mentirnos. Salvo, por supuesto, el A.M.A., que persiste en su idea de que deberíamos volver a ser lo que no fuimos nunca.

(continuará)