martes, 30 de junio de 2009

Tiempo de discutir con calma

Por Luis Gregorich, escritor y subsecretario de Cultura en el gobierno de Raúl Alfonsín. (La Nación, Buenos Aires)

Tiempo de discutir con calma
Foto: LA NACION / Alfredo Sabat

La derrota del oficialismo kirchnerista en las elecciones legislativas de mitad de mandato ha sido precedida por una campaña electoral que fue, sin dudas, en muchos sentidos, una de las peores del cuarto de siglo de la reconquistada democracia argentina, y en un solo sentido, la mejor.

La lista negra resultó largamente transitada y no hace falta imaginación para reiterarla: escasa representatividad y abuso de autoelogios y promesas de los partidos políticos, desinterés e ignorancia en las ciudadanas y ciudadanos jóvenes, enfrentamientos estentóreos y discursos más mentirosos que el Indec, candidaturas testimoniales y clientelismo desaforado, amañadas judicializaciones, tristes parodias mediáticas con Grandes Parientes de la actividad política que merecieron más atención que la campaña misma y, sobre todo, como estilo general, tartamudeo ruidoso, exageración enfática y golpes en el pecho que sólo consiguieron hacer más patente el vacío reflexivo.

Paradójicamente -y éste es el sentido en que esta campaña ha sido mejor que todas las demás-, al presentarse en el escenario social, con tanta crudeza y en forma tan ostensible y detallada, el inventario de las lacras que agobian nuestra vida política, han quedado instaladas la oportunidad y la responsabilidad para superarlas o, por lo menos, restringirlas. Si nos queda vergüenza, si el reconocimiento es honesto y si no nos atamos a la noria de la repetición, el primer paso estará dado.

Lo mismo ocurre con el resultado de las elecciones. Allí, es obvio, habrá recompensas políticas para quienes sepan interpretarlo justamente.

Por el momento, el oficialismo se mueve como un boxeador bamboleante, desconcertado, ante la embestida de adversarios que lo han castigado con dureza y a los que suponía vencidos de antemano. No fue ejemplar la poco ortodoxa conferencia de prensa que Néstor Kirchner concedió a las dos y cuarto de la madrugada para reconocer la derrota. Habló de "sólo uno o dos puntitos" de diferencia y en ningún momento asumió su propia responsabilidad. Para nada se cargó sobre los hombros la adversidad del resultado (cuando fue evidente que, por lo menos, una parte de los votos de la oposición se emitió en contra de Kirchner y no a favor de los otros candidatos). Pero, más allá de la confusión inicial, el Gobierno debería tener la lucidez de proteger la transición hacia el 2011 buscando consensos con la oposición y desconfiando de muchos de sus propios aliados, que probablemente sean los primeros en abandonar el barco. Sobre todo, el peronismo -ya se sabe- no tiene conmiseración con los perdedores. Quedan, de todos modos, para los Kirchner, dos años de plena legitimidad constitucional, en los que la administración del poder, sencillamente, será más compleja que en el sexenio anterior.

Desde el punto de vista de las individualidades opositoras, descontando los visibles éxitos de Julio Cobos, Carlos Reutemann, Luis Juez y -más atenuadamente- Mauricio Macri, hay que destacar dos casos que se convirtieron en las verdaderas revelaciones de la campaña y de la elección misma. Son dos personajes de trayectoria distinta y de ideología dispar, pero que tuvieron la astucia o la fortuna de ocupar espacios vacantes que otros descuidaron.

Por un lado, está el vencedor de Kirchner, Francisco de Narváez, un empresario nacido en Colombia, pero ciudadano argentino, que supo aprovechar, hasta en los menores detalles, una cuidada -y muy costosa- campaña publicitaria, al adoptar con auténtica convicción un lenguaje simple y llano, un tono conversacional que lo diferenció de otros candidatos, más engolados, más tradicionalmente "políticos", en el sentido peyorativo de la palabra. Bienvenida sea la posibilidad de un centroderecha liberal y constructivo, sinceramente preocupado por una gestión eficaz del Estado y el bienestar de la gente, siempre y cuando no oculte tras esa fachada, como ha sucedido más de una vez en nuestro país, la subordinación de la política a los negocios y la defensa de sectores que, por sus privilegios, no necesitan ser defendidos.

El otro caso, de menor dimensión pero igualmente llamativo, es el de Fernando "Pino" Solanas, un reconocido cineasta de 73 años que renació como dirigente político al ocupar el segundo lugar en la elección porteña, tras una verdadera ola de apoyo que lo llevó, a partir de valores mínimos en las encuestas, a conquistar el 25 por ciento del electorado de la ciudad. Con sus propuestas nacionalistas de centroizquierda, sustentadas en la defensa de los recursos naturales y del medio ambiente, consiguió un merecido impacto en sectores juveniles, en grupos sindicales no oficialistas y en todos aquellos que -aun con signos ideológicos diferentes y hasta, a veces, opuestos- no se sentían representados por las demás opciones. Solanas tuvo, además, la habilidad de moderar su discurso, en el que no aparecieron sus relaciones iniciales con el menemismo (y sí su duro enfrentamiento posterior), ni tampoco menciones a Chávez o Ahmadinejad.

Para no contar con la ventaja de una supuesta objetividad, diré que voté, en la Capital, a los candidatos del Acuerdo Cívico y Social. Me tocó compartir, en este caso con mi voto, una de las más débiles actuaciones de esta coalición en el conjunto del país, precisamente en el distrito que motivaba las mejores y más lógicas esperanzas. ¿A qué atribuirlo? Seamos honrados: a claros errores de su conductora, Elisa Carrió, ante todo por la selección del primer candidato de la lista (que ella misma debió liderar), mediáticamente inexpresivo y estratégicamente volcado a buscar votos de centroderecha y no de centroizquierda. Y además, por cierta incoherencia de su propio discurso, salpicado por ramalazos de autoexaltación y discutible humor.

No parece, sin embargo, como se ha insistido en afirmar, que este tropezón elimine definitivamente las aspiraciones presidenciales de Carrió. Todavía cuenta, en su cuaderno de notas, con muchas calificaciones positivas: su condición de infatigable luchadora contra la corrupción, la solidez de sus propuestas programáticas, y, sobre todo, el protagonismo en la construcción del frente político socialdemocrático que abarca a la Unión Cívica Radical, la Coalición Cívica y el socialismo, además de otras expresiones menores, y que después de estas elecciones se ha convertido en la principal fuerza opositora, en el nivel nacional, del kirchnerismo gobernante. Y la carrera hacia 2011 es todavía un camino sinuoso y lleno de obstáculos.

Empieza, después de las elecciones del 28 de junio, un período difícil, cuyo tránsito dependerá de la inteligencia del Gobierno y de la oposición. Es el tiempo de las palabras moderadas y serenas, no del hueco resentimiento ni del triunfalismo inútil. No seamos caníbales, aunque es cierto que hay un momento de conflicto y antagonismo en la democracia, una lucha de valores e intereses que caracteriza la vida política y que no puede ser borrada por meros acuerdos de dirigentes o cúpulas partidarias. Pero hay también, reconozcámoslo, etapas de reunión, de diálogo, en las que se establecen unos pocos puntos comunes, que la comunidad reclama, sin perjuicio de mantener posiciones divergentes en todo lo demás. La lección que dejan las recientes elecciones es que nadie tiene todo el poder, que habrá que gobernar sin hegemonismos ni aplastantes mayorías parlamentarias y que, si el Gobierno asimila cabalmente la voluntad de cambio expresada, tampoco la oposición debe empeñarse en obstrucciones.

Aprovechemos los dos años que faltan para las próximas elecciones nacionales, para participar, todos los que nos sintamos con ganas, en el debate sobre ideas, palabras y programas que la reciente campaña ha malversado. Hay temas muy concretos de discusión, como, por ejemplo, la organización fiscal, la asignación universal para la infancia y el sistema de medios de comunicación, que merecen una consideración profunda y compartida. Y por fin hay, asimismo, temas más teóricos, aunque igualmente relevantes: ¿qué es ser progresista en la Argentina de hoy? ¿Qué significa ser de derecha y qué de izquierda (y quién tiene el derecho de asignar estas categorías)? ¿Qué es lo nacional, qué lo democrático y qué lo republicano? La lucha por las palabras y por el sentido: incruenta, pero decisiva.