viernes, 26 de junio de 2009

Seudoprogres, boquipapas, Pino

Por Martín Caparrós (Crítica de la Argentina)

Pasado mañana, sabemos, con sólo cuatro meses de apuro, llegan las elecciones. Es difícil hablar de unas elecciones que nunca tuvieron mucho que decir, y sobre las que ya parece todo dicho. Es difícil, hoy, aquí, hablar de otra cosa.

Karl Krauss fue un gran periodista y ensayista austríaco que publicó solo, durante décadas, una revista que todavía se cita: Die Fäckel, La Antorcha. Había escrito casi todo sobre casi todo; por eso cuando, en 1934, dijo que “sobre Hitler no se me ocurre nada”, la frase fue un pequeño tratado sobre la inmensidad del horror. A mí sobre estas elecciones no se me ocurre nada por razones opuestas: la campaña de sus actores –actores– principales termina como empezó: manteniéndose a prudente distancia de cualquier cosa que se parezca, así sea por error, a una idea.

Salvo algún caso, como el del Proyecto Sur, cuyo avance –ya lo dije– me alegra, y más en la medida en que es el resultado de un esfuerzo hecho sin dinero por gente convencida que quiere participar, hacer política –y que sus votantes serán, dicen, mayoría de jóvenes. Lo cual hace que la doctora Carrió se sienta amenazada y se lance a una defensa corporativa de la clase política: “La reconstrucción no es tarea de improvisados”, dijo ayer para descalificar a Solanas –como si alguien reconociera en los políticos algún saber exclusivo deseable, como si cualquier ciudadano no tuviera derecho a proponer ideas y pedir que las voten. Y parece que, gracias al susto, notó, tarde pero seguro, que mucha gente tiene hacia Prat Gay –dijo– “un prejuicio de clase”: la sospecha paranoica de que un “hijo de familia”, ex alumno de Cardinal Newman y profesor de la Católica, ex ejecutivo de la banca Morgan, no va a defender los intereses de los pobres. (El Cardinal Newman, a propósito, colegio religioso y muy british y tan pero tan paquete, che, es un boom. Las tres estrellas de la derecha boquipapa son sus ex alumnos: el citado Prat, el recitado Macri, el incitado De Narváez.)

Que, para poner una sonrisa en estos días tediosos, salió a decir que estaba a favor de estatizar servicios públicos. Cuando alguien se dio cuenta de que eso no era Pro, sus asesores –dice La Nación– aclararon: “Francisco explicó que no quiso usar la palabra ‘estatización’ sino ‘nacionalización’ de los servicios públicos, es decir que intervengan capitales nacionales, no el Estado”: con amigos así quién necesita enemigos. Si la estrategia Pro incluye difundir la idea de que su candidato no sabe distinguir entre dinero del Estado y capital privado, esa gente tiene el futuro asegurado.

En cualquier caso los encuestadores, que tanto se equivocan, juran que no habrá sorpresas. En la batalla decisiva y bonaerense, dicen, los dos ¿peronismos? van a conseguir, si no median cataclismos o milagros, dos tercios de los votos. O sea, dos de cada tres de mis vecinos los votan. Y yo, en cambio, querría ferviente que perdieran ambos ¿peronismos?, el seudoprogre y el boquipapa.

Quiero que pierda Kirchner porque se cargó un pasado y un futuro: intentó apropiarse de una historia supuestamente heroica que no fue la suya y convertirla en oropel y justificación de un presente turbio que sí le pertenece. Trató de justificar con sus reivindicaciones –tan tardías– de los derechos humanos de los setentas un gobierno que mejoró muy poco los derechos humanos básicos, urgentes –comer, curarse, educarse, alojarse– de la mayoría de los argentinos del año 2010. Y terminó abriendo el camino para la vuelta de los caciques sindicales y los intendentes clientelistas –con él– y de los chicos Newman –contra. Pero, sobre todo, produjo un efecto devastador en la política argentina: quién sabe por cuántos años va a ser muy difícil hablar de distribución de la riqueza sin que suene la carcajada al fondo por tanta palabra malversada, hablar de estatización sin que aparezca la sospecha judicial por tanto colchón pagado con fondos estatales, hablar de cambio social sin que te tiren por la cabeza con el recuerdo de esta banda de amantes del poder.

Quiero que pierda porque hipotecó la posibilidad de cualquier tentativa de cambio en la Argentina por un tiempo –¿largo?– y le dejó el camino abierto a la derecha más desembozada. Que, por supuesto, también quiero que pierda. Digo: quiero que pierda la coalición de la papa en la boca. Hacía tiempo que la boquipapa no tenía tanto peso en la política argentina. No recuerdo cuándo fue la última vez que una banda de muchachos elegantes, hijos de papás con cuentas o campos o fábricas o tiendas –De Narváez, Macri, Solá, Prat Gay–, irrumpió tan oronda, sin ninguna necesidad de disimular su acento –sus marcas de clase, digo– para hacer política. Más bien al contrario: los boquipapa son la avanzada de una clase que ahora puede hacer alarde de su plata y su estilo, que aprovecha un país sin proyecto para mostrarse en todo su esplendor, que aprovecha un gobierno desquiciado para recuperar el discurso capitalista duro de los noventas, que aprovecha incluso el honestismo ambiente para sugerir que, como ya son ricos, no necesitan robar tanto.

Así que lo más decisivo de estas elecciones va a ser su rol de internas ¿peronistas? para las presidenciales de 2011: el derrumbe del sistema de partidos con militantes –o al menos afiliados, que adhieren a una organización porque imaginan que los representa– produjo, entre otras cosas, el auge de la política de la sangre: este mecanismo según el cual tantos candidatos tienen vínculos prepolíticos –familiares, sanguíneos más que nada– con el caudillo regional. La sangre reemplaza a las convicciones: como los partidos clásicos ya no tienen programas que mantengan unidos a sus integrantes, la única garantía de que Pepito no se pase a la contra en cuanto le tiren un puesto o unos mangos es no mandar al Senado a Pepito sino a mi señora.

Para esto sirve, también, la desaparición de aquel ritual en que los entonces afiliados elegían a los candidatos del partido: las elecciones internas. Ya no hay: ahora la política es cuestión de figuritas más o menos vendibles que saltan de aquí para allá como ratones en un laboratorio. Y, por lo tanto, elecciones como ésta sirven para que los aspirantes acumulen poder para negociar con otros aspirantes y, eventualmente, quedarse con el queso.

O sea que el lunes todos empezarán estudiar cómo quedó la línea de largada para 2011. Y será improbable que haya algún candidato que no sea –o haya sido hace poco– gobernador: Reutemann, Scioli, Macri, Duhalde, Busti, Romero.

Hasta 1989 los presidentes democráticos argentinos no habían sido gobernadores: ni Perón ni Frondizi ni Illia ni Cámpora ni Alfonsín lo fueron. Menem, una vez más, lo hizo: fue el primero, y desde entonces todos menos una. El “empoderamiento” de los gobernadores es un producto de la destrucción del Estado que empezó con los militares y culminó con el menemismo, cuando la Nación perdió el control sobre la salud, la educación, la energía, los transportes. Ahora el poder político nacional depende de las alianzas de esos jefes; se vio tan claro en el caos de 2001, cuando los gobernadores pasaron por encima del Congreso y se reunieron para elegir a aquella sucesión de presidentes interinos –entre ellos mismos: Puerta, Rodríguez Sáa, Duhalde.

Así que la Argentina se convirtió en una liga de caudillos provinciales, un reino de taifas en que los jefes territoriales arman alianzas para conservar y repartirse el poder nacional, y no se puede decir que nos haya ido bien con este mecanismo. A veces creo que, si los gobernadores no pudieran elegirse entre ellos, algo cambiaría en la forma de administrar las provincias y, por supuesto, la Nación. Por eso se me ocurre una modesta proposición perfectamente naba: una ley que defina que ningún gobernador puede ser presidente hasta que pase por lo menos diez o quince años en el llano.

O sea: si un ciudadano quiere ser gobernador de su provincia, que lo sea –que lo intente–, pero sólo porque quiere ser gobernador de su provincia: sabiendo que es la culminación de su carrera política. Entonces gobernaría para su provincia, no para su carrera, y su gobierno no sería un ejercicio de acumulación de poder sino una renuncia explícita a todo lo que no sea dirigir su territorio por un lapso preciso, limitado. Nos perderíamos algún administrador con experiencia; nos salvaríamos de una cantidad de caudillos que gobiernan pensando en acumular poder futuro –y condicionan así la vida de sus gobernados y la política nacional. Quizás algunas cosas cambiarían. No es mucho, pero hay días en que realmente no se me ocurre nada.

Y encima la amenaza mordisquea. Salvo milagro o cataclismo, el lunes se lanzará la carrera más triste que recuerde este país triste: el Trofeo Presidencia 2011 con la participación estrellar de un corredor de botes, un corredor de coches y un fabricante, todos ellos famosos por la fiera oquedad de sus cabezas, el tesón con que intentan mostrarla y su fidelidad a nada que no les dé poder. Y para colmo el martes –digamos miércoles, quién te dice jueves– se suelta la jauría, perros y más perros y algún can: todos los aumentos, todos los conflictos a duras penas contenidos en campaña van a explotar a partir del mes que viene. Ahí sí que va a ser de agarrate Catalina.