jueves, 25 de junio de 2009

Guía de juguetes para pequeños fachos

Por Leonardo M. D’Espósito (Crítica de la Argentina)

En Transformers 2 la política se reduce a los políticos, las mujeres a la reproducción o el placer y los universitarios a conspiradores contra el gobierno.

Supongamos lo siguiente: dadas ciertas condiciones ambientales –tiene chicos, quiere ir a divertirse con cualquier cosa, sale con muchos amigos a reírse de lo que sea, quiere ver los planos onanistas de Megan Fox– va a ver Transformers: la venganza de los caídos. Como verá, no hablamos de cine, sino de por qué es usted capaz de pasar tres horas tres dentro de un cine escuchando con volumen a lo Hiroshima lo que no es mas que un par de soldados forzudos haciendo puré latas de cerveza. Cosas del libre albedrío, nadie condena las elecciones personales. A partir del próximo párrafo, hablaremos de cine.

Transformers bis es una película fascista. No lo es (no lo es sólo) porque glorifique a las Fuerzas Armadas estadounidenses y asuma que los políticos “civiles” son gente imbécil digna de la caricatura y la burla. Primera prueba de fascismo: reducir la política a los políticos, algo que ha causado estragos en la vida civil global, que se preocupa menos por cómo la dirección del Estado influye en sus vidas que por si el “político” tal o cual aparece en los medios. El fascismo comienza en el manifiesto de que el ciudadano abandone la política.

Dijimos que hablaremos de cine y parece que no, pero sí: este fascismo sostiene el film y continúa. El trato de las mujeres es impiadoso. Hay tres: una de ellas es la madre del protagonista, tan torpe que hasta se droga inadvertidamente con marihuana. La otra es la novia del joven, que además es mecánica: dado que se trata de una película de robots, no es incoherente que Megan Fox sea un póster de gomería en todas y cada una de sus intervenciones. La tercera es la rubia mala que termina siendo un robot y casi viola al protagonista, quizás el único personaje coherente con el desprecio por lo humano que destila toda la trama. Las mujeres son, pues, o bien reposo del guerrero o bien su reproductora. Hay por ahí un pequeño indicio de que las cosas hay que tomarlas con ironía (el leitmotiv romántico que acompaña a la chica-robot), pero el tono general del film lo disuelve. Algo coherente con la impericia genética del director Michael Bay.

Pero también los soldados son cosas: en los planos de ciertas batallas, vemos volar, quebrar, aplastar, destazar y ahogar sus cuerpos con una facilidad que un sepelio en cámara lenta (que subraya la identidad más que la metáfora con la invasión a Irak; después de todo, la última hora del film transcurre en países árabes) no hace más que legitimar. Por lo demás, el protagonista pasa de ser un proyecto de universitario (los universitarios son nerds, buscan conspiraciones contra el Gobierno, uno de ellos se llama “Fassbinder” y sólo quieren alcohol y mujeres; aclaramos: universidad, no college) a transformarse en un guerrero porque “es su destino”, y en una secuencia onírico-religiosa es “resucitado” por almas de robots. El film, además, destruye París y las Pirámides; algo les pasa a los estadounidenses de derechas como Michael Bay con esos lugares: ¿complejo de incultos o de que hubo otros imperios antes? Sólo Dios, o mejor, Michael Bay, lo sabe.

A estas alturas, pensará que todos estos elementos nos molestan per se. No: un film con estos mismos elementos podría ser bueno, o apreciable, si estuviera bien hecho. Si tuviera una coherencia de tono que aquí falta: secuencias de comicidad a lo Sofovich se combinan con carnicerías de violencia extrema y planos de Megan Fox vendiendo motos. Si las batallas no estuvieran filmadas de modo tal que aturden al espectador sin darle un mínimo de empatía a cambio. En ese sentido, su forma es fascista: es la película de un ingeniero que cree que puede convencer al público e involucrarlo en el espectáculo porque el espectáculo es demasiado grande. Lo es: demasiado, fuera de norma. Un film que ejerce la violencia contra el espectador noqueándolo con sonido e imágenes impactantes a repetición. Y nada de esto es humano, ni nos importa, ni se comunica con nosotros. Cuando un artefacto como éste nos deja indefensos e indiferentes, está bien lejos del arte. Y el cine –sea Sokurov, Spielberg o Solanas– es arte cuando nos involucra. Como la política al ciudadano.