viernes, 19 de junio de 2009

Pobre patria suya 2


Por Martín Caparrós (Crítica de la Argentina)

Hablábamos, la semana pasada, de ese volumen magro escueto que se llama ¡Pobre patria mía!, obra del A.M.A., siglas de Autor Marcos Aguinis o, también, de Argumento Mediocre Argentino –y decíamos que su interés consiste en sintetizar ciertas ideas de mucha circulación en la Argentina actual. Entre ellas, tan insistente, el gorilismo, que le hace definir al ex presidente K con un rulo antológico: es un “tirano indirecto”, un tirano que no gobierna. “Y ocurre algo más misterioso aún. (...) Kirchner no ha puesto tras las rejas a un solo opositor y –¿habrá querido decir ni?– tampoco ha ordenado eliminar a un solo periodista”, dice, en medio de la catarata de invectivas. Que después fustigan que la presidenta enarbole “el agresivo tonito de montonera soberbia, dueña de la única verdad, embalsamada en concepciones pretéritas”, y que su círculo esté “compuesto por ex guerrilleros, terroristas, secuestradores e ideólogos convertidos ahora en cleptómanos burgueses sin culpa ni arrepentimiento”, por ejemplo. Es, se ve, un compendio de insultos que ocupan el lugar del argumento. El gorilismo, en general, está hecho de argumentaciones periféricas que eluden el argumento verdadero.

El gorilismo era un mal recuerdo de la política argentina: Menem –gracias a sus alianzas con Alsogaray, sus amores con el almirante Rojas y, sobre todo, su política económica– lo había hecho innecesario y destruido –entre tantas otras cosas. El kirchnerismo –y es una pena que ése sea su mérito– lo resucitó, y el gorilismo es pasión tan bruta, tan poco inteligente, que sirve para rever y reevaluar los actos que condena.

Entonces, en lugar de imaginar que el libro es una maniobra genial de la Secretaría de Medios de la Presidencia –porque tanto insulto pobre da ganas de apoyar al insultado–, trato de encontrar las razones del odio: parece que el A.M.A. tiene miedo por sus propiedades. Lo dice más o menos pronto: “La crisis económica mundial hubiera sido una oportunidad brillante para nuestro país. Si aquí existiesen la ignorada seguridad jurídica y el respeto por la propiedad, hubiesen –¿habrá querido decir habrían?– desembarcado caudalosos capitales productivos”. Pasemos por alto la idea curiosa de que si una crisis económica es mundial puede ser una oportunidad brillante para cierta parte del mundo –y, en particular, para nuestro país, esa parte tan noble que no debe jugar con las mismas reglas que el resto. Pasemos por alto entonces el hecho de que en los últimos treinta años, a partir –grosso modo– del golpe militar de 1976, los ricos argentinos quisieron reconstruir aquel país agroexportador del Centenario, y que eso nos pone en una situación de extrema dependencia de las crisis económicas mundiales. Pasemos por alto también los datos sobre la propiedad en la Argentina que dan ganas de decirles muchachos, revisen los números, sean rigurosos, agradezcan: por ejemplo, los que reunió Claudio Lozano para mostrar que el proceso de concentración económica se acentuó durante la era K, cuando la facturación de las 200 mayores empresas del país pasó de representar el 51,3 por ciento del PBI en 2005 al 56,1 por ciento en 2007 –y no llegaba al 32 por ciento en el 97. Y no pasemos por alto el planteo de base: la derecha llama seguridad jurídica al hecho de mantener las leyes tal cual son porque sabe que esas leyes, que ha conseguido a lo largo de muchas décadas de esfuerzos, son las que necesita para seguir mandando.

¿Por qué no deberían cambiar las leyes, que siempre han cambiado? ¿Qué habría pasado si se hubiera impuesto esa idea en 1789, Francia, supongamos? ¿Seguiría habiendo reyes absolutos? La base de todos los planteos del A.M.A. está en postular que hay conceptos inmutables: la propiedad privada, estas leyes, cierta idea de la moral, la democracia –cuando les conviene. Ninguno de ellos lo es: cualquiera de esos conceptos, todos ellos, son el resultado de un consenso que se escribe. En determinado momento una sociedad consensúa –de la forma que sea, incluyendo la presión violenta– determinadas cosas: que si yo me compro a ese muchacho en el mercado tengo derecho a que trabaje para mí y me la sobe cada noche hasta que se muera, o a matarlo mañana porque no me gustó cómo miraba al canario colorado, por ejemplo. La propiedad privada de las personas –antaño llamada esclavitud– fue un derecho inalienable respetado durante milenios. Cualquier infracción a esa norma era un atentado contra el consenso y la ley que establecían que así debían relacionarse los humanos.

Hubo gente que no estaba de acuerdo, hubo gente que empezó a decirlo. Entre el momento en que se oyeron las primeras voces al respecto y el momento en que ya no hubo necesidad de seguir hablando del asunto pasaron, grosso modo, dos mil años. Dos mil años durante los cuales algunos dijeron que lo primero era tener seguridad jurídica, otros que el problema era que no se respetaba la propiedad, otros que cómo podía ser que una persona fuera dueña de otra, y otros nada de nada porque estaban ocupados en llegar a fin de mes o comer esa noche o pegarle a la esclava. Y, después, ya tranquilos, en lugar de pensar –y dudar, y cuestionar, y preguntarse– retomaban el A.M.A. y se aliviaban.

El otro gran argumento del A.M.A. es la idea de que el Estado, por definición, es la gran amenaza contra esa propiedad privada y que es, antes que nada, inútil, una cueva de ratas y ladrones. Gracias a esa idea, lo sabemos, el menemismo malvendió casi todo. Pero su fracaso hizo que después muchos revisaran esa idea y, en estos últimos años, el kirchnerismo aprovechó ese cambio para reestatizar ciertos servicios y funciones. Lo hizo tan mal, con tan poca transparencia y credibilidad, que ahora el A.M.A. aprovecha para contraatacar, y tratar de instalar de nuevo aquella desconfianza: la estatización de los fondos de jubilación equivale, dice, “a robarle el dinero a la gente”. Una vez más, los errores y excesos del gobierno le permiten al A.M.A. eludir la discusión de fondo: ¿qué significa que esa riqueza esté en manos del Estado o de empresas privadas?

Hay un dato tan obvio y tan brutal que el A.M.A. lo desdeña: si una empresa privada –un banco en este caso– maneja tu plata, su objetivo, su razón de ser, es ganar plata. Entonces, necesariamente, tiene que quedarse con una parte del producto de tu plata para justificar su existencia. O sea: por definición, una empresa privada va a quedarse con parte de tu plata. No por avidez, rapiña, crimen: por principio, legalmente aceptado. Se justifican diciéndote que eso es lo que les pagás para que tu plata esté mejor administrada: nos quedamos con una parte, pero a cambio te hacemos ganar más que lo que ganarías sin nosotros; es sólo un slogan. El Estado, en cambio, por definición, no tiene que quedarse con nada: ésa es la diferencia decisiva. Se supone –y debería ser así– que si el Estado administra dinero de los ciudadanos nadie debe obtener ganancias y, por lo tanto, todo lo que consiga sigue siendo, de diversas maneras, de los ciudadanos.

El planteo es bastante irrebatible; entonces los privatistas –como el A.M.A.– tienen que demostrar que el Estado es necesariamente ineficiente, que nunca podrá cumplir con su cometido, porque si pudiera sería mejor que el privado por default. El mito de la inutilidad del Estado –tan bien alimentado por la inutilidad del Estado– sirve para eso. Aunque es arduo sostenerlo en estos días, cuando lo que se muestra es la inutilidad de la gran banca privada –y la necesidad de intervención de distintos estados para salvarla.

Pero el A.M.A. insiste, no se rinde, y se aprovecha, es obvio, de la venalidad y codicia y torpeza de los que manejan el Estado, tan estatistas que quieren quedarse con él para siempre y truchan y curran para conservar su poder, y destruyen sus propios argumentos. La discusión debería ser otra: si es mejor que la economía esté manejada por empresas privadas que ganan dinero o por el Estado que no. Este Estado es un desastre, lo sabemos. Pero, frente a eso, hay dos opciones políticas. Dije políticas: aprovechar el deterioro del Estado para justificar la privatización de todo, que es lo que se viene haciendo desde hace treinta años con los brillantes resultados a la vista, o empeñarse realmente en su reforma y su reconstrucción. Ese es el debate que el A.M.A., desesperadamente, trata de esquivar, basándose en el mito, persistiendo en él, para justificar nuevas oleadas privatistas que vendrán, seguramente, cuando el K termine de autodestruirse.