Por Martín Caparrós (Crítica de la Argentina)
No es fácil, en medio de la banca rota, pero quizá, si Dios reparte suerte y los dedos cruzados llegan a 10.328.534, en algún momento volverá el campeonato de fútbol de Primera. O quizá no. Habemos muchos que lo esperamos con impaciencia tonta: uno no debería confesar cuánto le importa que el domingo juegue Boca.
Pero es así, y lo acepto con resignación y cierto alivio: hace unos años terminé de entender que el fútbol es mi espacio de la salvajería feliz, y ya no me resisto
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Digo, salvajería feliz: las dos horas en que me importa tanto lo que hacen veinte mozalbetes de pantalones cortos que intentan cocear un cuero inflado para que entre entre unos palos blancos. Es un momento raro: sé que todo es una puesta en escena para que unos pocos ganen plata, sé que las instituciones del fútbol son una cueva de mafiosos y entruchados, sé que ningún gol va a influir en lo que sí me atañe y, sin embargo, durante esas dos horas, nada me importa más que lo que está pasando ahí abajo, en el verde, con un nivel de concentración y de tensión que ya querría para otras situaciones. Digo: salvajería feliz, la suspensión del juicio. La salvajería es difícil de ejercer: la hemos dejado sin espacios. Nos quedan, creo, tres: la mesa, la cama y la tribuna. Y los dos primeros producen discursos tanto más complejos: uno puede planificar una vida alrededor de lo que hace en la cama o entender la historia del mundo y la cultura alrededor de lo que pasa en la mesa. En cambio el fútbol no tiene nada de eso: es bastardo, pegajoso y carece de cualquier prestigio, pero sigue siendo tan tontamente apasionante. Es, sin duda, nuestra pavada insigne.
El fútbol ocupa un lugar desmesurado en nuestras conversaciones, nuestras expectativas, nuestro imaginario: eso que solemos llamar nuestra cultura. Hubo tiempos en que los intelectuales lo desdeñaban de un plumazo: era el opio de los pueblos, decían, y era suficiente. Ahora, tiempos de droga dura y pueblos muy confusos, algunos entendieron que no alcanza con decir que el opio es opio: que vale la pena preguntarse cómo droga, para qué, por qué. El fútbol es uno de los grandes inventos de la modernidad, y tiene una curiosa particularidad: podría perfectamente no existir. Los hechos culturales de ese calibre suelen mostrar cierta lógica, cierta necesidad –que los hace más fácilmente comprensibles. Que el espectáculo de los antedichos muchachones haya tomado este carácter de religión mundial era impensable hace cien años –y, por supuesto, casi todo el resto habría sido igual sin eso.
Pero el fútbol existe, sucede y, entonces, hubo quienes supieron transformarlo en gran negocio –según el viejo adagio que informa que todo bicho que camina va a parar al capital. El fútbol mueve miles de millones y los puristas, por supuesto, se quejan de que tanto oro se lo carga. Yo debería formar parte de ese coro y, sin embargo, últimamente creo que pasa lo contrario: sospecho que esa concentración infame de riqueza y riqueza balompédica en muy pocas manos europeas es buena para el fulbo.
Todo empezó con la televisión, que amplió la cantidad de público –desde los 70.000 que cabían en un estadio hasta los 10 millones de un país, primero, a los 200 de un continente después, y por fin a los 1.500 o 2.000 millones de futboleros del mundo. Ahora los grandes equipos europeos trabajan para una audiencia mundial, y eso es lo que cambia todo. Para empezar, la globalización del fútbol disuelve mucho la pertenencia acrítica: hay mucha gente que ve al Manchester o al Barça sin ser hinchas del Manchester o del Barça. Y lo ven porque creen que les van a dar un buen espectáculo, digo: ya no corre aquello de yo quiero que Cambacere gane como sea, nos colgamo del travesaño todo y a la final capá metemo un zapatazo. El kenyata, el chino, el alemán, el mexicano que miran al Milan o al Madrid no son víctimas de esa lógica guerrera: o les dan buen espectáculo o cambian de canal. Y buen espectáculo significa ganar pero también significa jugar lindo, gustar, engalanarse. Claro que los que pueden hacerlo bien son unos pocos equipos, pero son los pocos que todos miramos: crean un efecto de imitación que hace que los demás también lo intenten –y que los chicos del mundo, que sueñan con terminar en esos clubes, prefieran jugar bonito que partir tobillos. Con lo cual, insisto, me parece que el fútbol globalizado mejora el fútbol, la estética del fútbol. Claro que sería tanto mejor si no hubiéramos quedado del lado oscuro de esa luna.
Ése es nuestro problema: que nuestro papel de país agroexportador –gracias Martínez de Hoz, gracias Menem, gracias Sociedad Rural, gracias la soja– se ha extendido chancramente al fútbol, y ahora exportamos tanta carne viva como carne muerta. Por lo cual el espectáculo que puebla gallardo nuestros antiquísimos, venerables estadios es algo parecido a una desgracia: un encuentro de los jóvenes que todavía nadie quiso, los viejos que ya no quiere nadie y los mediocres que nadie querrá nunca. En nuestras canchas juegan –salvo escasas, tan nobles excepciones– todos los fracasados que no pudieron cumplir con sus sueños migratorio-financieros y –muchas veces– se les nota. Somos, también en eso, las víctimas de la desigualdad y la injusticia, los condenados de la tierra. Condenados, sobre todo, a un fútbol cada vez más feo, que podría no serlo. Si Boca –un suponer– no tuviera que vender jugadores para llegar a fin de mes, el domingo podría formar con Abbondanzieri, Ibarra, Burdisso, Samuel, Rodríguez; Gago, Battaglia, Insúa, Riquelme; Tevez y Boselli, por ejemplo. Y en el banco, por si acaso, quedarían el Cata Díaz, Perea, Coloccini, Banega, Dátolo, Palermo. Es triste –aunque no tanto: quizás haya, por esta vez, una forma de salir de pobres sin necesidad de matar a los ricos.
Detesto estos planteos reformistas, pero se me ocurrió uno, y aquí va. Todo consiste, sospecho, en una cuestión de escala. Los equipos globales pueden pagar cifras inverecundas porque son globales; un equipo cuyo radio de acción –cuyo mercado– es la Argentina jamás podría. Entonces habría que cambiar esa escala: armar un campeonato de los países de la yerba mate. No una copa –Libertadores, Kya, Sudamericana, Melba–; no, un campeonato, el campeonato habitual de Primera División. Jugado, por ejemplo, por doce equipos brasileños, seis argentinos, dos paraguayos, dos yoruguas –para conservar cierta proporción demográfica imposible– que todos los domingos se enfrentarían entre sí, como en todo campeonato que se precie. Y los demás equipos, mientras tanto, jugarían torneos nacionales buscando la clasificación.
El Torneo Mate no haría más que respetar el movimiento histórico existente: los primeros torneos, a principios del siglo XX, fueron porteños, y después se incluyeron los equipos platenses y santafesinos; en los sesentas, cuando los transportes y las comunicaciones mejoraron, se armó por primera vez un campeonato realmente nacional –que sigue hasta ahora. El Torneo Mate tendría en cuenta, al mismo tiempo, el avance de las comunicaciones y transportes –da igual viajar a Salta que a San Pablo– y la evolución geopolítica del estado-país a la región. Y, sobre todo, haría mucha más plata: tendría una audiencia inicial de casi trescientos millones de personas, que empezarían a constituir una masa crítica que permitiría pagar más a los jugadores e impedir que se fueran y así, en un círculo virtuoso, armar mejores partidos que se podrían vender en el resto del mundo: disputarle, en China, Nigeria o Dinamarca, la audiencia global a las ligas europeas –y tener mejor publicidad y más sponsors y ganar más plata y retener más jugadores y armar mejores partidos y así sucesivamente y de seguido.
Por todo lo cual el domingo podríamos ver mucho mejor fútbol –que era lo que único que nos importaba. Aunque, por supuesto, la primera condición para hacer nada es deshacerse de la mayoría de la dirigencia actual –de la AFA y los clubes–, jefes de barrabrava, traficantes de carne, grandes maestros en el arte del curro y el fracaso. Y, entonces, quizá, con o sin Mate, la insigne pavada que es el fútbol pueda ser, además de salvaje, un poco más feliz.
El fútbol ocupa un lugar desmesurado en nuestras conversaciones, nuestras expectativas, nuestro imaginario: eso que solemos llamar nuestra cultura. Hubo tiempos en que los intelectuales lo desdeñaban de un plumazo: era el opio de los pueblos, decían, y era suficiente. Ahora, tiempos de droga dura y pueblos muy confusos, algunos entendieron que no alcanza con decir que el opio es opio: que vale la pena preguntarse cómo droga, para qué, por qué. El fútbol es uno de los grandes inventos de la modernidad, y tiene una curiosa particularidad: podría perfectamente no existir. Los hechos culturales de ese calibre suelen mostrar cierta lógica, cierta necesidad –que los hace más fácilmente comprensibles. Que el espectáculo de los antedichos muchachones haya tomado este carácter de religión mundial era impensable hace cien años –y, por supuesto, casi todo el resto habría sido igual sin eso.
Pero el fútbol existe, sucede y, entonces, hubo quienes supieron transformarlo en gran negocio –según el viejo adagio que informa que todo bicho que camina va a parar al capital. El fútbol mueve miles de millones y los puristas, por supuesto, se quejan de que tanto oro se lo carga. Yo debería formar parte de ese coro y, sin embargo, últimamente creo que pasa lo contrario: sospecho que esa concentración infame de riqueza y riqueza balompédica en muy pocas manos europeas es buena para el fulbo.
Todo empezó con la televisión, que amplió la cantidad de público –desde los 70.000 que cabían en un estadio hasta los 10 millones de un país, primero, a los 200 de un continente después, y por fin a los 1.500 o 2.000 millones de futboleros del mundo. Ahora los grandes equipos europeos trabajan para una audiencia mundial, y eso es lo que cambia todo. Para empezar, la globalización del fútbol disuelve mucho la pertenencia acrítica: hay mucha gente que ve al Manchester o al Barça sin ser hinchas del Manchester o del Barça. Y lo ven porque creen que les van a dar un buen espectáculo, digo: ya no corre aquello de yo quiero que Cambacere gane como sea, nos colgamo del travesaño todo y a la final capá metemo un zapatazo. El kenyata, el chino, el alemán, el mexicano que miran al Milan o al Madrid no son víctimas de esa lógica guerrera: o les dan buen espectáculo o cambian de canal. Y buen espectáculo significa ganar pero también significa jugar lindo, gustar, engalanarse. Claro que los que pueden hacerlo bien son unos pocos equipos, pero son los pocos que todos miramos: crean un efecto de imitación que hace que los demás también lo intenten –y que los chicos del mundo, que sueñan con terminar en esos clubes, prefieran jugar bonito que partir tobillos. Con lo cual, insisto, me parece que el fútbol globalizado mejora el fútbol, la estética del fútbol. Claro que sería tanto mejor si no hubiéramos quedado del lado oscuro de esa luna.
Ése es nuestro problema: que nuestro papel de país agroexportador –gracias Martínez de Hoz, gracias Menem, gracias Sociedad Rural, gracias la soja– se ha extendido chancramente al fútbol, y ahora exportamos tanta carne viva como carne muerta. Por lo cual el espectáculo que puebla gallardo nuestros antiquísimos, venerables estadios es algo parecido a una desgracia: un encuentro de los jóvenes que todavía nadie quiso, los viejos que ya no quiere nadie y los mediocres que nadie querrá nunca. En nuestras canchas juegan –salvo escasas, tan nobles excepciones– todos los fracasados que no pudieron cumplir con sus sueños migratorio-financieros y –muchas veces– se les nota. Somos, también en eso, las víctimas de la desigualdad y la injusticia, los condenados de la tierra. Condenados, sobre todo, a un fútbol cada vez más feo, que podría no serlo. Si Boca –un suponer– no tuviera que vender jugadores para llegar a fin de mes, el domingo podría formar con Abbondanzieri, Ibarra, Burdisso, Samuel, Rodríguez; Gago, Battaglia, Insúa, Riquelme; Tevez y Boselli, por ejemplo. Y en el banco, por si acaso, quedarían el Cata Díaz, Perea, Coloccini, Banega, Dátolo, Palermo. Es triste –aunque no tanto: quizás haya, por esta vez, una forma de salir de pobres sin necesidad de matar a los ricos.
Detesto estos planteos reformistas, pero se me ocurrió uno, y aquí va. Todo consiste, sospecho, en una cuestión de escala. Los equipos globales pueden pagar cifras inverecundas porque son globales; un equipo cuyo radio de acción –cuyo mercado– es la Argentina jamás podría. Entonces habría que cambiar esa escala: armar un campeonato de los países de la yerba mate. No una copa –Libertadores, Kya, Sudamericana, Melba–; no, un campeonato, el campeonato habitual de Primera División. Jugado, por ejemplo, por doce equipos brasileños, seis argentinos, dos paraguayos, dos yoruguas –para conservar cierta proporción demográfica imposible– que todos los domingos se enfrentarían entre sí, como en todo campeonato que se precie. Y los demás equipos, mientras tanto, jugarían torneos nacionales buscando la clasificación.
El Torneo Mate no haría más que respetar el movimiento histórico existente: los primeros torneos, a principios del siglo XX, fueron porteños, y después se incluyeron los equipos platenses y santafesinos; en los sesentas, cuando los transportes y las comunicaciones mejoraron, se armó por primera vez un campeonato realmente nacional –que sigue hasta ahora. El Torneo Mate tendría en cuenta, al mismo tiempo, el avance de las comunicaciones y transportes –da igual viajar a Salta que a San Pablo– y la evolución geopolítica del estado-país a la región. Y, sobre todo, haría mucha más plata: tendría una audiencia inicial de casi trescientos millones de personas, que empezarían a constituir una masa crítica que permitiría pagar más a los jugadores e impedir que se fueran y así, en un círculo virtuoso, armar mejores partidos que se podrían vender en el resto del mundo: disputarle, en China, Nigeria o Dinamarca, la audiencia global a las ligas europeas –y tener mejor publicidad y más sponsors y ganar más plata y retener más jugadores y armar mejores partidos y así sucesivamente y de seguido.
Por todo lo cual el domingo podríamos ver mucho mejor fútbol –que era lo que único que nos importaba. Aunque, por supuesto, la primera condición para hacer nada es deshacerse de la mayoría de la dirigencia actual –de la AFA y los clubes–, jefes de barrabrava, traficantes de carne, grandes maestros en el arte del curro y el fracaso. Y, entonces, quizá, con o sin Mate, la insigne pavada que es el fútbol pueda ser, además de salvaje, un poco más feliz.