Por Peter Hakim,
América Economía (Santiago de Chile)
El 28 de junio, tropas del ejército de Honduras tomaron prisionero al presidente Manuel Zelaya y lo enviaron al exilio. La Organización de Estados Americanos (OEA) reaccionó rápida y decisivamente. Sus 33 Estados miembros (excluyendo a Honduras) condenaron el golpe realizado y demandaron que el presidente Zelaya fuese restituido en el poder dentro de las siguientes 72 horas. El Secretario General de la OEA, José Miguel Insulza, voló directamente a Tegucigalpa para comunicar esta decisión en persona. Cuando el gobierno de facto rechazó el llamado a restituir a Zelaya, los miembros de la OEA votaron por unanimidad por suspender la membresía de Honduras e imponer otras sanciones. Dos semanas después, la OEA autorizó los esfuerzos de negociación liderados por el presidente de Costa Rica, Óscar Arias, los cuales han hecho muy poco progreso.
Ha pasado un mes y la crisis hondureña se mantiene sin resolver. Al revés: está empeorando.
[+/-]Los dos lados del conflicto se han fortalecido y polarizado sus posiciones. Aunque la violencia aún es mínima, el presidente Arias advierte sobre el riesgo de una guerra civil, mientras que el presidente Zelaya reclama el “derecho a la insurrección”. Observadores han reportado crecientes abusos a los derechos humanos y restricción a la libertad de prensa en el país.
¿Cómo explicar la incapacidad de la OEA para ponerle fin a la crisis en Honduras? ¿Cómo es posible que una de las más pequeñas y pobres naciones del hemisferio haya podido desafiar a la OEA y a sus 33 Estados miembros?
Primero, hace tiempo que se reconoce que la OEA no puede enfrentar situaciones políticas complejas. Al igual que cualquier otra entidad multilateral, está restringida por rivalidades nacionales y disputas, así como por reglas y burocracia. Tiene la autoridad legítima, e incluso la obligación, de responder a crisis políticas y quiebres democráticos en el hemisferio. Pero sólo puede actuar con el consenso de sus miembros y según sus instrucciones. Ese consenso nunca ha sido fácil de lograr y es más difícil hoy que el hemisferio está profundamente dividido política e ideológicamente.
Es verdad: no fue difícil obtener un consenso en el caso de Honduras, especialmente sobre los principios y objetivos. Pero las diferencias emergieron en el procedimiento. Algunos países sintieron, por ejemplo, que tenían luz verde para tomar acciones agresivas en pos de regresar al destituido presidente. Otros, en cambio, querían evitar la confrontación abierta. Lo ideal habría sido que la OEA hubiese trabajado para reducir las crecientes tensiones en Honduras semanas antes del golpe. Pero sin una solicitud de ayuda del mismo Zelaya o el consenso de sus países miembros, la OEA tenía las manos atadas. Algún día, quizás, los miembros le darán al Secretario General de la OEA la autoridad para tomar medidas tempranas ante la amenaza de una crisis.
Segundo, a pesar de las limitaciones de la OEA, la crisis hondureña pudo haberse manejado mejor. En retrospectiva, la OEA y sus miembros parecen haber lanzado ultimátums y sanciones demasiado rápido, en vez de negociar una resolución. Sorprende que no se haya previsto la fuerte resistencia al regreso de Zelaya. Si se hubiese enviado una misión inmediatamente después del golpe se habría podido ver con certeza la determinación de las nuevas autoridades de seguir en el poder. Cuando se le pidió al presidente Arias que sirviera de intermediario, la situación ya se había polarizado demasiado. La decisión del secretario general de la OEA de adoptar desde el comienzo una postura definida puede haber afectado posteriormente su capacidad de mediar un acuerdo. Por un corto período, Venezuela y su pequeño grupo de países aliados, y no la OEA, parecía estar dirigiendo los eventos, aunque su influencia en la crisis ha ido declinando.
No obstante, no es justo medir la eficacia de la OEA por su capacidad para revertir el golpe en Honduras. Después de todo, ningún golpe en América Latina ha podido ser revertido –con la excepción de Haití a principios de los 90, un proceso que tomó tres años y la amenaza de una invasión de EE.UU. autorizada por la ONU para restituir a Aristide en el poder–. Los ejércitos de la región ya no son la mayor amenaza a la democracia en las Américas. Eso sólo sucede, felizmente, en pocos casos aislados. Un desafío más relevante hoy es la deseable expansión de la participación política en la región, lo cual ha provocado conflictos entre fuerzas políticas tradicionales y el advenimiento de nuevos grupos, multiplicando la demanda de los gobiernos. La mayor amenaza a la democracia viene de líderes elegidos que exceden su autoridad legítima, reducen la actividad política opositora ye irrespetan debidos procesos constitucionales. El desafío principal de la OEA es justamente ajustarse a esta nueva agenda de temas.