Por Martín Caparrós
(Crítica de la Argentina)
La Argentina está al borde del abismo. La catástrofe se cierne y amenaza. La patria se derrumba –pero muy despacito. Estoy dispuesto a hacer la apuesta: o está pasando algo muy incomprensible –algo que sólo unos pocos poderosos saben– o dentro de un mes vamos a vivir en un país que será la suma de Ruanda, Honduras y Bolivia con una leve dosis de Chechenia y unas gotas de Colombia on the rocks.
–¿En serio le parece, Caparrós?
–¿Que si me parece? Espere y vea.
[+/-]
No hace falta decir lo poderosa que es la prensa para crear percepciones y sensaciones colectivas. Tampoco, cuál es el grupo que domina la prensa en la Argentina. Y menos aún cuán importante es, para ese grupo, que no le toquen los negocios. El gobierno acaba de manotearle uno de los grandes a la Corporación Clarín y eso, sospecho, lo pagaremos entre todos. No sólo por los famosos 600 millones sino, más que nada, porque, a menos que el grupo de marras haya cambiado mucho su forma de funcionar y de hacer periodismo, se viene, en los próximos meses, una ofensiva noticiera tremebunda. Donde los crímenes sangrientos serán más sangrientos que nunca, los empresarios desconfiados desconfiarán en titulares temblorosos, los reproches de Macri o De Nárvaez o Carrió serán credo en sus radios, los hospitales desprovistos no tendrán ni una gasa en telenoche e incluso, quizás, algún valeroso periodista se lanzará a investigar y al fin descubrirá que la administración del fútbol argentino cometió ciertos ilícitos.
Decía que pagaremos todos con la sensación de que estamos pasándola mucho peor que lo mal que la estamos pasando. La Corporación ya lo ha hecho más de una vez; lo hace, en realidad, en diferentes grados, todo el tiempo: intenta manejar la temperatura de la opinión pública, y tiene poder de fuego suficiente y nos convence, consigue convencernos. Entonces, la tristeza: si creemos que estamos mal vamos a estar cada vez peor, preocuparnos, sufrir, hacer cagadas. Ya hubo algún vienés que escribió, hace casi cien años, sobre la profecía autocumplida. Y todo porque al gobierno se le ocurrió una idea.
–¿Una idea, dice, mi estimado? Qué momento especial, qué extraordinario. ¿Dónde, cuándo celebramos?
–No sea gorila, López. Se les ocurren ideas todo el tiempo. Y las aplican todas ahí nomás, al toque, a ver si alguna cuela.
Con la estatización del telefútbol me pasa lo que siempre me pasa con las medidas K: una mezcla de acuerdo y desencanto. Siempre estuve a favor de sacarle el monopolio de los partidos a esa empresa que creíamos que se llamaba TyC pero ahora sabemos que se llama TSC: en estrecha alianza –es una forma amable de decirlo– con Grondona y la AFA, fue una de las principales culpables de la degradación económica y estética del fútbol argentino. TSC –cuya mitad derecha, sabemos, pertenece a la Corporación– se llevaba tanta plata que dejaba muy poco para los clubes y aumentaba su obligación de vender jugadores para equilibrar los presupuestos. Y, por lo tanto, nos condenaba a ver partidos cada vez más malos –sobre lo cual escribí el viernes pasado una interesantísima propuesta a la que nadie dio ni bola.
La situación era enojosa, y el enojo aumentaba con detalles como el secuestro de los goles hasta que pagáramos el rescate de cada noche de domingo o las tentativas cada vez más eficientes por cobrar más por los partidos. El problema estaba ahí, sin duda, y el gobierno podía interesarse en resolverlo –aunque no fuera una prioridad desmesurada–; lo raro es que de pronto descubrieron que el fútbol es uno de los derechos inalienables de nuestro sufrido pueblo, y uno de los pocos que no puede dejar de hacer cumplir.
Si el fútbol es un derecho para todos, ¿qué me dicen del pato, nuestro deporte nacional? ¿Y del golf, el único en que ganamos torneos importantes? ¿Y del tango, que deberían aprender todos los niños de la patria? ¿Y de la joven narrativa argentina, tan necesitada de algún empujoncito? ¿Y de las operaciones en los hospitales, que enseñan a los pacientes a ser más que pacientes, moribundos? ¿Y de una educación pública que no ponga a los que la reciben en una desventaja mucho peor que no tener cable para mirar el fútbol por la tele?
Que un Estado con deuda social extraordinaria se gaste en telefútbol 600 millones al año suena bruto. Alguien, en la administración, entendió mal las lecciones de la historia o vio Roma en copia trucha y recortada: la fórmula era pan y circo, nunca circo solo. Si la ganancia de TyC era desmedida –y la ganancia de TyC era desmedida– por supuesto que el Estado debía intervenir para obligarla a revisar ese contrato. Tiene instrumentos: ¿por qué no crear una tasa a la televisación de espectáculos deportivos, como pagan los cines, y aplicar esa tasa a la creación de campos de deportes para chicos o incluso, –oh, incluso, atención, cuidado– bibliotecas?
–¿Y van a dar todos los partidos por el 7 y Encuentro, mi estimado?
–No, sé, dicen que todos, casi todos, dicen cosas.
–Ah, claro. Ahora por fin sabemos para qué sirve la televisión pública. Los muchachos vieron la oportunidad y se les ocurrió una idea, y se tiraron de cabeza. Es el método habitual de este gobierno: su improvisación, su forma de intentar a ver si sale –dale Cacho, vos largate y después vemo–, como en el caso tan luminoso de las tarifas de servicios: vamos con el aumento, Cacho, que no tenemos plata, hay que cortar con los subsidios. Uy, la gente se queja. ¿En serio, y de qué? Y, dicen que no les alcanza para pagar las facturas. ¿Cómo que no les alcanza? No, dicen que no. Che, que no mientan, los que tienen que pagar son los ricos. Bueno, tá, vamos. Pero mirá que se quejan más. Ya hay diputados que dicen que ésta no la votan. ¿En serio diputados? Qué hijos de mil putas. Si estos venían y me comían de la mano. Pero ya no comen, Cacho, se pusieron duros. Y Moyano también se puso duro. Uy, Moyano, qué turro, otro traidor. Bueno, Cacho, va a haber que sacarla. ¿Qué sacar qué? Que sacar los aumentos, qué vas a sacar. Pero ya los cobraron. Bueno, que los devuelvan, que hagan algo.
Y así de seguido: en lugar de pensar, calcular, averiguar, analizar los datos y tomar decisiones; en lugar de tener un proyecto general y adaptar las decisiones a sus líneas maestras, estamos gobernados por el rapto, las ganas, el lance a ver si pasa. Es el auge del ensayo y error en la conducción de la patria y sus pequeñas sucursales. Macri lo dice claro –“si cuatro de diez iniciativas sirven ya está bien”–; los K lo dicen menos pero lo hacen todo el tiempo. Insisto: la falta de proyecto. Si supieran dónde quieren ir, si estuvieran en el poder para ir a alguna parte, sus medidas serían coherentes con esas metas. Como lo que quieren es mantenerse, prueban con cosas y si la gente refunfuña, prueban con otras. Una vez más, el gran lema marxista, bandera de estos tiempos: estos son mis principios; si no les gustan, tengo otros.
Algo así parece haber pasado con el fútbol. Les dio el repente, vieron que ahí podían ganar algo –declaraciones populistas, perjuicios para la Corporación– y se largaron. No tienen ni idea, por ahora, de qué van a hacer con los partidos: ningún plan. En vez de aprovechar para voltear la dictadura de Grondona, se alían con él, hacen negocios. Grondona es su intendente del conurbano: los va a usar, les va a hacer promesas, los va a despedir con sonrisitas cuando se vayan al carajo.
Y mientras quedan muy expuestos ante el estribillo de que deberían usar ese dinero para otras urgencias, “para combatir la pobreza”. El argumento es sólido pero, como todos los argumentos argentinos, se transforma en argucia en bocas imposibles: que lo digan Macri o De Narváez, millonarios de pro, parece un chiste malo. La derecha viene con tanto hambre –y tanta confianza en el changüí que le ofrecen los errores K– que se permite cualquier cosa. E insiste en su campaña principal: convencernos de que el Estado es un desastre y que hay que volver a privatizar. De eso trata, en última instancia, toda esta pelea: aprovechar los patinazos K –su estatismo de amigos– para reinstalar aquella vieja idea que presidió el desguace del país y cuyo fracaso en 2001 permitió repensar ciertas cosas, intentar otros desarrollos: la noción de que el Estado es incapaz de nada bueno, de que no sirve para nada. Eso tratan de demostrarnos, en alegre, previsible alianza, la derecha macrista, el caos kirchnerista. Y la Corporación, detrás, para pintarlo de negro y amarillo.
Decía que pagaremos todos con la sensación de que estamos pasándola mucho peor que lo mal que la estamos pasando. La Corporación ya lo ha hecho más de una vez; lo hace, en realidad, en diferentes grados, todo el tiempo: intenta manejar la temperatura de la opinión pública, y tiene poder de fuego suficiente y nos convence, consigue convencernos. Entonces, la tristeza: si creemos que estamos mal vamos a estar cada vez peor, preocuparnos, sufrir, hacer cagadas. Ya hubo algún vienés que escribió, hace casi cien años, sobre la profecía autocumplida. Y todo porque al gobierno se le ocurrió una idea.
–¿Una idea, dice, mi estimado? Qué momento especial, qué extraordinario. ¿Dónde, cuándo celebramos?
–No sea gorila, López. Se les ocurren ideas todo el tiempo. Y las aplican todas ahí nomás, al toque, a ver si alguna cuela.
Con la estatización del telefútbol me pasa lo que siempre me pasa con las medidas K: una mezcla de acuerdo y desencanto. Siempre estuve a favor de sacarle el monopolio de los partidos a esa empresa que creíamos que se llamaba TyC pero ahora sabemos que se llama TSC: en estrecha alianza –es una forma amable de decirlo– con Grondona y la AFA, fue una de las principales culpables de la degradación económica y estética del fútbol argentino. TSC –cuya mitad derecha, sabemos, pertenece a la Corporación– se llevaba tanta plata que dejaba muy poco para los clubes y aumentaba su obligación de vender jugadores para equilibrar los presupuestos. Y, por lo tanto, nos condenaba a ver partidos cada vez más malos –sobre lo cual escribí el viernes pasado una interesantísima propuesta a la que nadie dio ni bola.
La situación era enojosa, y el enojo aumentaba con detalles como el secuestro de los goles hasta que pagáramos el rescate de cada noche de domingo o las tentativas cada vez más eficientes por cobrar más por los partidos. El problema estaba ahí, sin duda, y el gobierno podía interesarse en resolverlo –aunque no fuera una prioridad desmesurada–; lo raro es que de pronto descubrieron que el fútbol es uno de los derechos inalienables de nuestro sufrido pueblo, y uno de los pocos que no puede dejar de hacer cumplir.
Si el fútbol es un derecho para todos, ¿qué me dicen del pato, nuestro deporte nacional? ¿Y del golf, el único en que ganamos torneos importantes? ¿Y del tango, que deberían aprender todos los niños de la patria? ¿Y de la joven narrativa argentina, tan necesitada de algún empujoncito? ¿Y de las operaciones en los hospitales, que enseñan a los pacientes a ser más que pacientes, moribundos? ¿Y de una educación pública que no ponga a los que la reciben en una desventaja mucho peor que no tener cable para mirar el fútbol por la tele?
Que un Estado con deuda social extraordinaria se gaste en telefútbol 600 millones al año suena bruto. Alguien, en la administración, entendió mal las lecciones de la historia o vio Roma en copia trucha y recortada: la fórmula era pan y circo, nunca circo solo. Si la ganancia de TyC era desmedida –y la ganancia de TyC era desmedida– por supuesto que el Estado debía intervenir para obligarla a revisar ese contrato. Tiene instrumentos: ¿por qué no crear una tasa a la televisación de espectáculos deportivos, como pagan los cines, y aplicar esa tasa a la creación de campos de deportes para chicos o incluso, –oh, incluso, atención, cuidado– bibliotecas?
–¿Y van a dar todos los partidos por el 7 y Encuentro, mi estimado?
–No, sé, dicen que todos, casi todos, dicen cosas.
–Ah, claro. Ahora por fin sabemos para qué sirve la televisión pública. Los muchachos vieron la oportunidad y se les ocurrió una idea, y se tiraron de cabeza. Es el método habitual de este gobierno: su improvisación, su forma de intentar a ver si sale –dale Cacho, vos largate y después vemo–, como en el caso tan luminoso de las tarifas de servicios: vamos con el aumento, Cacho, que no tenemos plata, hay que cortar con los subsidios. Uy, la gente se queja. ¿En serio, y de qué? Y, dicen que no les alcanza para pagar las facturas. ¿Cómo que no les alcanza? No, dicen que no. Che, que no mientan, los que tienen que pagar son los ricos. Bueno, tá, vamos. Pero mirá que se quejan más. Ya hay diputados que dicen que ésta no la votan. ¿En serio diputados? Qué hijos de mil putas. Si estos venían y me comían de la mano. Pero ya no comen, Cacho, se pusieron duros. Y Moyano también se puso duro. Uy, Moyano, qué turro, otro traidor. Bueno, Cacho, va a haber que sacarla. ¿Qué sacar qué? Que sacar los aumentos, qué vas a sacar. Pero ya los cobraron. Bueno, que los devuelvan, que hagan algo.
Y así de seguido: en lugar de pensar, calcular, averiguar, analizar los datos y tomar decisiones; en lugar de tener un proyecto general y adaptar las decisiones a sus líneas maestras, estamos gobernados por el rapto, las ganas, el lance a ver si pasa. Es el auge del ensayo y error en la conducción de la patria y sus pequeñas sucursales. Macri lo dice claro –“si cuatro de diez iniciativas sirven ya está bien”–; los K lo dicen menos pero lo hacen todo el tiempo. Insisto: la falta de proyecto. Si supieran dónde quieren ir, si estuvieran en el poder para ir a alguna parte, sus medidas serían coherentes con esas metas. Como lo que quieren es mantenerse, prueban con cosas y si la gente refunfuña, prueban con otras. Una vez más, el gran lema marxista, bandera de estos tiempos: estos son mis principios; si no les gustan, tengo otros.
Algo así parece haber pasado con el fútbol. Les dio el repente, vieron que ahí podían ganar algo –declaraciones populistas, perjuicios para la Corporación– y se largaron. No tienen ni idea, por ahora, de qué van a hacer con los partidos: ningún plan. En vez de aprovechar para voltear la dictadura de Grondona, se alían con él, hacen negocios. Grondona es su intendente del conurbano: los va a usar, les va a hacer promesas, los va a despedir con sonrisitas cuando se vayan al carajo.
Y mientras quedan muy expuestos ante el estribillo de que deberían usar ese dinero para otras urgencias, “para combatir la pobreza”. El argumento es sólido pero, como todos los argumentos argentinos, se transforma en argucia en bocas imposibles: que lo digan Macri o De Narváez, millonarios de pro, parece un chiste malo. La derecha viene con tanto hambre –y tanta confianza en el changüí que le ofrecen los errores K– que se permite cualquier cosa. E insiste en su campaña principal: convencernos de que el Estado es un desastre y que hay que volver a privatizar. De eso trata, en última instancia, toda esta pelea: aprovechar los patinazos K –su estatismo de amigos– para reinstalar aquella vieja idea que presidió el desguace del país y cuyo fracaso en 2001 permitió repensar ciertas cosas, intentar otros desarrollos: la noción de que el Estado es incapaz de nada bueno, de que no sirve para nada. Eso tratan de demostrarnos, en alegre, previsible alianza, la derecha macrista, el caos kirchnerista. Y la Corporación, detrás, para pintarlo de negro y amarillo.