miércoles, 15 de julio de 2009

El asiento de atrás

Por B. Bimbi (Crítica de la Argentina)

Había una vez una humilde modista negra llamada Rosa Parks. Era negra en una época y un lugar en el que ser negro era difícil. Nació en 1913, en Montgomery, Alabama, uno de los estados más racistas de ese sur de los Estados Unidos que fue a la guerra contra la abolición de la esclavitud. En 1963 –hace apenas 46 años– su gobernador, George Wallace, pronunció una frase que hoy es más recordada que él mismo: “Segregación ahora y segregación siempre”. Wallace renunció al Partido Demócrata en desacuerdo con la política antisegregacionista de Kennedy, asesinado ese mismo año. Otro habitante célebre de Montgomery, Martin Luther King, moriría más tarde a balazos en Memphis, como consecuencia de una cadena de acontecimientos que comenzaron con una decisión de Rosa Parks. Una decisión sencilla de una mujer sencilla, por esas razones que sólo el destino entiende, cambiaría la historia.
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En Alabama, la ley reglamentaba cómo debía sentarse la gente en el colectivo: los blancos, adelante; los negros, atrás. Estaba prohibido que personas “de distinto color” se sentaran juntos y si un blanco pedía el asiento, todos los negros de la fila debían levantarse y buscar lugar en la parte trasera. Calladitos y sin discutir.

Rosa Parks discutió. Dijo que no, que no, que no. El chofer, James Blake, ya la conocía: la había bajado a empujones doce años atrás. Pero era diciembre de 1955, Rosa Parks ya llevaba 42 años siendo negra y estaba cansada de maltrato. Tres hombres negros dejaron sus lugares; Rosa Parks no.

–Voy a pedir que te arresten –dijo Blake.

–Podrías hacerlo –respondió ella, sin imaginarse que esas cuatro palabras (en inglés, “You may do that”) pasarían a la historia.

Rosa Parks terminó presa y condenada a pagar una multa de 14 dólares. Martin Luther King, hasta entonces un desconocido pastor bautista de Montgomery, organizó un boicot contra el transporte público que duró 382 días. Los negros resolvieron caminar. Aunque debieran recorrer kilómetros a pie, no se sentarían más en la parte de atrás. Finalmente, la Corte Suprema declaró inconstitucional la ley de los asientos y esa victoria dio lugar a otras batallas contra la segregación racial en Estados Unidos.

Hoy, el presidente de ese país es un negro que a mediados del siglo pasado habría tenido que ceder su asiento. Cuando Obama, que hoy es abogado, tenía apenas un año, el estudiante negro James Meredith intentó matricularse en la Universidad de Misisipi y hubo violentas manifestaciones racistas para impedírselo. El presidente JFK tuvo que mandar 3 mil soldados y 400 agentes federales para protegerlo. Hasta que un fallo de la Corte lo prohibió en 1954, por la demanda de un padre negro de Kansas que no aceptaba como única opción para su hijo las “escuelas para negros”, varios estados autorizaban la segregación racial en colegios y universidades.

Con todos esos cambios tuvo que ver esa señora que dijo que no. Por eso, cuando me piden que explique la diferencia entre la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo y la alternativa que algunos políticos nos ofrecen, la “unión civil”, siempre empiezo contando la historia de Rosa Parks.

Antes de que pusiéramos el debate sobre el matrimonio en la agenda pública, algunos de esos políticos se opusieron a la ley porteña que, pese a la importancia cultural que tuvo, no nos da derecho a casi nada. Pero ahora dicen que aceptarían reconocernos derechos con la condición de no usar la palabra “matrimonio”. Pasó lo mismo en España: el PP rechazó por años la unión civil y, cuando vieron que se venía el matrimonio, salieron a ofrecerla como grandes demócratas.

A Rosa Parks no la obligaban a viajar parada. Atrás había asientos igual de cómodos. Donde hubo bares y restaurantes “sólo para blancos”, había otros para negros. Nadie les negaba el derecho a almorzar o tomar un café, pero no acá. Imaginemos que una ley dijera que los negros no se pueden casar, porque el matrimonio “es para blancos”, y les ofrecieran una “ley de uniones negras”. ¿Ponerle otro nombre a sus matrimonios sería trivial?

La discusión sólo tiene sentido si entendemos lo que está entre líneas: “Hay que dejar en claro de algún modo que ustedes son diferentes”. Nos están diciendo que aceptarán (¡al fin!) nuestro derecho a viajar sentados. Que aceptarán que tengamos algunos derechos materiales que hoy nos niegan (herencia, obra social, pensiones), pero que nunca permitirán que a nuestras familias se les reconozca simbólicamente el mismo valor. Nuestra capacidad de amar y de construir un proyecto de vida junto a otro ser humano no merece para ellos el mismo nombre porque no creen que valga lo mismo. Que nosotros valgamos lo mismo. Y quieren que esa diferencia siga plasmada en la ley, para que las futuras generaciones lo sepan.

Decir que queremos los mismos derechos con los mismos nombres significa, entonces, decir que no aceptaremos que nos manden al asiento de atrás.