domingo, 19 de julio de 2009

Los demasiados

Por Fernanda Sández (Crítica de la Argentina)


(Foto: Nicolás Correa)

Nadie lo vio llegar. Había abierto de par en par las rejas de una vieja central eléctrica a la que siempre llamamos “el templo”, y ahí, entre los escalones de mármol y la vereda, estaban sus muebles. Un colchón agujereado –casi una rebanada de pan lactal fina– varias bolsas negras, un par de cartones. Para pasar, no quedaba otra que bajar a la calle y entonces él, sentado en la cumbre de su reino minúsculo, saludaba.

–Hola, vecina. Al tercer saludo en el aire, imagino, se volvió mudo. Las viejas lo esquivaban y lo rociaban de “¡Pstss!” y de “¡Mnjs!”. El panadero sé que lo puteó. “Es una barbaridá”, me dijo más tarde. “Hoy viene éste con el colchón y mañana los tenés adentro de tu casa. Acordate”. Fue eso, o tal vez que escuchó lo que un par de vecinas polvorita estaban tramando: llamar a la policía.[+/-]
“Hacer algo”, decían. Al segundo día, puede que alertado, el tipo se recluyó en su flamante “propiedad”, hecha con un par de rejas y el metro de mármol que separaba la entrada de la usina de la calle. Desde ahí miraba. Desde debajo del colchón lactal, las bolsas, los cachos de cartón. Se había vuelto nada más que un par de ojos alarmantemente grandes. Esperando.

Ésa fue la última vez que lo vi. A la mañana siguiente, en la panadería, las vecinas ardían. Que el móvil. Que yo llamé. Que yo también. Que qué caradura. En el templo, lo que nunca, el mármol estaba lavado con lavandina. Ya se podía volver a dormir en paz.

Miles de personas viven en eso que ahora se llama “situación de calle” y que antes se decía “sin techo”. La nueva caracterización parece bastante más precisa; habla de personas que viven sin cumbrera, sí, pero también sin paredes, sin estufa, sin silla, sin plato, sin ventana. Sin derecho a nada. Ni siquiera al silencio. Mejor dicho: sobre todo, sin derecho al silencio.

Hace ya años, durante la presentación de la revista Hecho en Buenos Aires, una de las responsables del proyecto abrió la charla pidiéndonos que cerráramos los ojos y haciéndonos escuchar una grabación. Eran bocinazos, frenadas, camiones, sirenas. Los infinitos ruidos de la ciudad.

Esto es lo que una persona que vive en la calle escucha durante las 24 horas del día, todos los días de su vida –dijo. Para la filial argentina de la organización Médicos del Mundo, sólo en la Capital Federal son cerca de 10.000 las personas condenadas a ese infierno sonoro; para la ONG Proyecto 7, una asociación especialmente dedicada al tema, son al menos 15.000.

La Reina del Plata cuenta ya con tres generaciones de personas que no conocen otra realidad que esa de los cartones, el frío y el ruido a perpetuidad. Tal vez por eso no hay rebelión de vecinas que baste para parar la avalancha. En el caso de mi barrio, el vecino saludador ya no volvió. Pero vino otro. Se acomodó en la vereda de enfrente, al lado de la vía. Todavía está ahí. Acaba de prender el fuego. Ya puso la pava. Nos separa nada más que una calle.

Su casa está pegada a la vía, suspendida sobre unas cuantas hojas de gomero. La mía tiene paredes y un número en la puerta. Y puerta, claro. La suya es toda de aire. Existe sólo por decreto, por el decreto también invisible– del tipo que vive en ella. El que la hizo de la nada, y así la dejó. Hecha de nada.

Semejante alarde de voluntad sobre las cosas, sin embargo, ya ha vuelto a agitar a los vecinos de casas espesas. Tanto que, desde hace algunos días, en el boliche de la esquina se trama lo imposible: el de-salojo
de una casa que no existe.

–No puede ser. Hay que llamar hoy mismo a la policía…

–El tema es que se va éste y viene otro. Son como un ejército de hormigas.

A esa altura del partido, todo lo que pasa en la panadería es una escena de Los pájaros ambientada
en Floresta. El enemigo –invisible, y por eso mismo más siniestro– se está reagrupando. En algún lugar de la ciudad hay otros –muchos, demasiados– pensando en mudarse al barrio. A “nuestro” barrio. Cargando en
carros las chapas invisibles de casas que no existen pero que igual molestan. Bauman los llama “residuos humanos” y dice que son “un ineludible efecto secundario de la construcción del orden; cada orden asigna
a ciertas partes de la población existente el papel de “fuera de lugar“, “no aptas” o “indeseables”. A tal punto indeseables que, con suerte y viento a favor, sólo se les concede un plato de comida y –con aun más
suerte– un dormidero.

–En la ciudad de Buenos Aires, el gobierno tiene cinco paradores, con capacidad para 750 personas. Hay que hacer cola desde las cuatro de la tarde y capaz te quedás afuera. Y a las siete y media de la mañana, arriba y andate. Llueva o truene –dice Horacio Avila, de Proyecto 7. Sabe de qué habla. Horacio es tapicero y pasó más de un año viviendo en la calle.

Hoy, desde la ONG que creó junto a otros seis compañeros de intemperie, habla de lo que pocos se animan a hablar. De lo que nadie ve. De los dormideros donde, por caso, en junio del año pasado, un hombre fue mordido por una rata.

–No hay adonde ir de noche, pero tampoco de día. Los paradores podrían ser centros de enseñanza de oficios durante el día o centros de alfabetización para los chicos que ni saben qué es una escuela. Pero no. Lo que pasa es que el asistencialismo es un negocio millonario. Es más rentable asistir que incluir. Ninguna gestión de gobierno, ni ésta ni las anteriores, se interesó por el tema. No hay políticas para la gente de la calle –dice.

Hay, sí, odio preventivo en el aire. Hay buenos aires barredores y cortapastos. Sabemos cuántas bombillas nuevas hay en la ciudad y hasta cuántos agujeros en el asfalto han dejado de ser. Pero no tenemos la más pálida idea de cuánta gente vive en los rincones de las plazas y hasta en las puertas del ex Congreso de la Nación. No sabemos ni queremos saber. Santa María de los Buenos Aires votó por eso ya no una ni dos sino mil veces. Por poder correr con auriculares por un paseo onda Campos Elíseos, libre de crotos y carpas de cartón.

Los desperdicios en su lugar y el espacio público recuperado para los vecinos. No, definitivamente no pasarán. De todos modos, que la ciudadanía lo sepa: vamos ganando. Ellos ya son 113 menos. Entre el invierno 2007 y el invierno 2008, hubo al menos 113 muertes a la intemperie. Por frío, por tos, por ese rejunte de cosas letales que quedan del otro lado a eso de las nueve, cuando todos cerramos la puerta de calle. A esa misma hora, en la ciudad de las luminarias que encandilan, alguien se está tapando para siempre.

El tema es que son muchos. Muchísimos. Definitivamente, demasiados. “Demasiado pobres para la deuda, demasiado numerosos para el encierro”, resumió Deleuze hace parva de años. Habló también de fronteras condenadas a borrarse. De villas miserias en erupción, espolvoreando su maná de pobres a diestra y siniestra.

Del límite como una idea apolillada, de paredes que ya no protegen contra nada. Tal vez por eso la casa de aire inquieta tanto. Es el futuro. Lo que vendrá. Casas ingrávidas, invisibles, para personas que dejamos de mirar hace rato. Pero que están aquí, de regreso, porque ya no hay alfombra capaz de esconderlos.