Los límites del lenguaje son los límites del mundo. Obama ha podido experimentarlo con sus discursos. Su palabra transformadora no ha conseguido saltar las murallas del Kremlin. Así se deduce de los fríos encuentros con los mandatarios rusos, el trato dispensado por los medios de comunicación, la desconfianza suscitada entre los rusos según las encuestas de opinión y, sobre todo, los corteses y breves aplausos cosechados en su solemne discurso, pronunciado sin interrupciones ni entusiasmos ante un público sobre el papel propicio a la obamanía, como son los jóvenes estudiantes de una escuela de negocios de Moscú.
Lo que funciona en Berlín y en Londres, en Ankara y en El Cairo, pierde comba en cuanto atraviesa las llanuras centroeuropeas y llega sin fuerza a Moscú. La técnica utilizada ha sido la misma que se le conoce de sus discursos dirigidos a otras audiencias específicas. Primero un gesto de respeto y reconocimiento: en el caso ruso a su herencia cultural y artística, pero sobre todo a su poder e influencia como potencia internacional. Luego otro de identificación, esta vez recurriendo al Pau Gasol ruso del hockey sobre hielo, el jugador del equipo Washington Capitals, Alexander Ovechkin, y a través suyo a la importante inmigración rusa americana. Finalmente, un último mensaje de no injerencia, formulado con insólita claridad, en referencia a Honduras y a la necesaria restauración de Zelaya como presidente, "a pesar de que se ha opuesto duramente a las políticas de Estados Unidos".
Pero las palabras que caen en terreno abonado en todo el mundo se hunden en Rusia en un arenal de incredulidad. Dos de las cinco propuestas de cooperación levantan susceptibilidades en el Kremlin y buena parte de la opinión rusa. Hay tres puntos que no plantean problemas, al contrario: la desescalada nuclear, la derrota de los extremistas violentos (nótese que no utiliza la palabra terrorista) y el estímulo a la economía global. Pero no es el caso cuando se trata del interés norteamericano en la democracia y los derechos humanos, cuestión que para Rusia, como para China, afecta a la soberanía de los Estados. Y tampoco su visión del orden internacional, que lleva al presidente americano a dar por obsoletos aquellos días, ahora tan añorados en el Kremlin, "en que Roosevelt, Churchill y Stalin podían moldear el mundo en una reunión".
A los rusos les cuesta creer que Estados Unidos quiera una Rusia fuerte, próspera y en paz. Tampoco suscita mucha credulidad la idea de que "la obtención del poder ya no es un juego de suma cero", como les dice Obama. Saben que hasta ahora lo ha sido. Que todo lo que ha venido ganando EE UU lo ha perdido Rusia. Y que del mundo multipolar que ahora empieza pueden extraer algo de poder ya que EE UU está, en parte gracias a Bush, en la pendiente de perderlo. ¿Y ahora nos pide usted que reprimamos nuestros reflejos imperiales? Para Obama es trascendental ganar a medio plazo este envite. Sólo doblará el espinazo al Irán bunkerizado y quizás nuclear de Ahmadineyad, el auténtico hueso de su presidencia, si convence al Kremlin de que efectivamente la cooperación no es un juego de suma cero. De ello también depende la paz en Oriente Próximo. Y por supuesto, la guerra de Afganistán, cuestión en la que Medvédev ha querido echarle una mano con el permiso de tránsito aéreo militar sobre su territorio.
El presidente que está cambiando América no interesa a quienes prefieren la América de siempre, porque es la que les parece la auténtica y original. Menos todavía cuando creen descubrir en el cambio un espejismo o incluso una finta de la América que detestan. Obama ha trazado con sus tres viajes transatlánticos los límites de su mundo, el mapa de la realidad geopolítica con que se enfrenta. Este tercero no es tan espectacular como los anteriores, aunque falta verle todavía en Ghana, como presidente de orígenes africanos entre africanos. Pero será difícil que brille como en Praga con su apuesta por un mundo sin armas nucleares, en Ankara rechazando la demonización del islam o en El Cairo imponiendo condiciones a Israel. Si el primero fue el de su brillante puesta de largo internacional y el segundo el de una apuesta decisiva, como es la paz en Oriente Próximo, éste se define por las difíciles relaciones con Rusia y el tropiezo con los límites. Wittgenstein lo decía del conocimiento, pero que los límites del lenguaje son los límites del mundo es una verdad que se deduce también de los efectos y resultados que producen los discursos políticos.