Por Carlos Fuentes, escritor
(
El País, Madrid)
Las elecciones del pasado 5 de julio configuran un nuevo espacio político en México. La paradoja es que, siendo el nuevo, es el viejo, y esto por varias razones. Bajo sus distintos títulos (PNR, PRM, PRI), el partido oficial -el Partido de la Revolución Mexicana- gobernó durante siete décadas. Trajo muchos bienes -educación, comunicaciones, reforma agraria, industrialización, política exterior- y también muchos males -cultura autoritaria, ausencia de democracia, corporativismo y, sobre todo, corrupción-.
Que ésta -la corrupción- no era monopolio del PRI lo demostró la oposición, de derecha y de izquierda, apenas accedió al poder. Los casos son notorios, la lección contundente: la corrupción es el vicio mejor repartido en México. No paso por alto los beneficios que la democracia (incipiente) le trajo al país. Sí me parece que la democracia también acabó con la sistemática fe en que el PRI era sinónimo de corrupción.
[+/-]El triunfo del PRI el 5 de julio merece, por todo lo anterior, ser analizado con cierto grado de desconfianza. Porque, ¿cuál PRI ganó la elección? ¿El PRI socialdemócrata, el PRI corporativista, el PRI reaccionario, el PRI personalista, el PRI...? La enumeración podría seguir. A base de ser, según la frase británica, "all things for all men", el PRI carece, al cabo, de una fisonomía clara. ¿Ha sido ésta la clave de su largo y anciano poder? ¿Puede semejante careta persistir en un país, al menos, tripartidista?
Porque hay un PRI modernizante abierto a las corrientes socialdemócratas que hoy caracterizan a los partidos español (Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero), al chileno (Ricardo Lagos, Michelle Bachelet) y aun a los rivales brasileños (Fernando Henrique Cardoso, Lula da Silva).
Pero también hay el PRI corporativista, empeñado en mantener monopolios y privilegios sectoriales, públicos. Así como un PRI empresarial paralelo, aferrado, a su vez, a prácticas ajenas a la diversificación y la competencia. Y hay, en fin, un PRI que quiere el poder por el poder, la continuidad de privilegios y el culto de las apariencias: el PRI como anuncio publicitario. Que hay más PRIS que estos, lo demuestran las diversas cabezas del Congreso y los gobiernos estatales. ¿Hidra o dragón, paloma o águila? El PRI -mitología, zoología y aviario- está de vuelta.
Hay quienes consideran que Ernesto Zedillo fue un Maquiavelo pérfido al darle el paso al primer gobierno del PAN. A la luz del poder, el partido de la derecha pasó de la beatitud de la oposición a la responsabilidad de la gobernanza. Confirmó con Fox que la ineptitud y la bribonería no eran de la propiedad exclusiva del PRI. Y con Calderón, que la restauración de la moral oficial no siempre coincide con la restauración de la eficiencia oficial. Quizás, con un gabinete mediocre, el presidente puede verse (y hasta sentirse) más fuerte. La fórmula no es válida. Dos de los más fuertes jefes de Estado, Lázaro Cárdenas y Miguel Alemán, se rodearon de colaboradores de gran capacidad y personalidad. ¿Se sentirá obligado, a la luz de los hechos, Calderón a renovar y reforzar su gabinete? Beatriz Paredes -el mejor PRI- se niega a un co-gobierno. Pero hay muchos mexicanos -políticos, profesionistas, académicos- que podrían conformar un mejor gabinete y una presidencia más moderada y más modulada.
El hecho es que Felipe Calderón, a los tres años de asumir la presidencia, no tiene más remedio -como Ernesto Zedillo en la fase final de su mandato- que abrirse a formas de compartir el poder con la oposición. No hay en ello menoscabo alguno: el poder se ejerce a partir de una realidad cambiante.
¿Podrá la izquierda entender el cambio? El mero 12,5% del voto el 5 de julio confirma el grave descenso de sus fortalezas. Dividida, pulverizada, presa de bizantinas discusiones internas, la izquierda mexicana confirma su anacronismo, sobre todo a la luz de la experiencia socialdemócrata que arriba he mencionado. Algunas figuras -Marcelo Ebrard, Amalia García, el propio Jesús Ortega- parecen entender esto. Pero aún a ellos les falta hacer una proposición propia, realista: la elección del 2006 quedó atrás, Calderón va de salida y la izquierda no puede ser la eterna Verónica de nuestro Valle de Lágrimas político.
Pero pensar en una próxima renovación de la izquierda es ilusorio: la fragmentación es grande, la unidad minúscula, la anacronía evidente. Y, sin embargo, el país requiere, ante el cuadro descrito, una izquierda responsable, moderna, propositiva, y no sólo rabiosa, demagógica o desmayada.
Digo "moderna" y pienso en la formación partidista de un centro-izquierda socialdemócrata y de un centro-derecha demócratacristiano. Ésta es la regla lógica y sería el partidismo para el siglo XXI. Deja que los extremos se manifiesten en los extremos, pero que las posiciones centrales las ocupen la seriedad política, sujeta a la ley y a la alternancia.
Las elecciones del 5 de julio demuestran lo lejos que México se encuentra todavía de esta regla de convivencia. El tripartidismo es confuso y estéril.