El retroceso de los partidos de izquierda en las elecciones europeas ha dado lugar a un género de reflexión que, como la literatura sobre los males de la patria, suele instalarse en el terreno de la introspección, en una especie de "en qué momento se jodió el Perú" que se pregunta el Zavalita de Vargas Llosa, aunque en este caso aplicado no a un país, sino a una opción política. Esta mirada hacia el interior que tan buenos resultados puede ofrecer en la literatura -Conversación en la Catedral, la novela de Vargas Llosa en la que aparece Zavalita, es una obra mayor del siglo XX- puede condenar, sin embargo, a la esterilidad cuando se practica en un terreno como el de los programas de Gobierno. La razón de esta esterilidad reside, en primer lugar, en que, si bien se mira, la pregunta de qué ideas debe defender la izquierda, hecha desde la propia izquierda, se apoya en el lunático sobrentendido de que uno tiene que empezar por declararse de izquierda para, a continuación, ponerse a buscar las ideas que debe defender. Pero reside, en segundo lugar, en que, a fuerza de preguntarse introspectivamente qué le pasa a la izquierda, la izquierda renuncia a preguntar qué está pasando.
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Las recientes elecciones europeas se han interpretado como un referéndum sobre las soluciones a la crisis económica que proponen las dos grandes opciones políticas. Y puesto que la derecha ha ganado por amplia mayoría, la práctica totalidad de los análisis han concluido que los europeos se han inclinado, en efecto, por las soluciones de la derecha. Y mientras que la derecha, beneficiada por las urnas, ha optado por un prudente silencio acerca de en qué consisten exactamente esas soluciones por las que, al parecer, se han inclinado los europeos, la izquierda se ha limitado a subrayar la paradoja de que, en su opinión, los europeos hayan concedido la victoria a los gestores de las ideas que han provocado la crisis. Basta echar una rápida ojeada a las cifras de las diversas economías nacionales, a las dificultades que atraviesan los países ricos con independencia del signo de sus Gobiernos, para comprobar que la interpretación de las elecciones al Parlamento de Estrasburgo como un referéndum sobre las soluciones a la crisis es falsa. No en el sentido de que los europeos no hayan votado pensando en la crisis, sino en el de que nadie, ni en la derecha ni en la izquierda, ha ofrecido soluciones durante la campaña. Entre otras razones, porque no las tienen.
Tal vez para entender qué han votado los europeos, y que no es, a fin de cuentas, tan distinto de lo que vienen votando desde hace años otros ciudadanos en otros continentes, sea necesario revisar una idea que se ha ido introduciendo de soslayo en los análisis hasta convertirse en una verdad incontrovertible: la idea de que la crisis ha llegado de manera repentina, sin síntomas previos ni signos anunciadores. La realidad de estos años de euforia ha sido, sin embargo, exactamente la contraria: los síntomas y los signos se han multiplicado, pero no se han tomado en consideración por una explosiva combinación de obcecación ideológica, en el caso de la derecha, y oportunismo político, en el de la izquierda. El crecimiento de una insoportable desigualdad entre regiones del mundo y, dentro de las áreas más pobres, entre clases sociales, ¿qué ha sido sino una alarma persistentemente desatendida o, a lo sumo, afrontada desde los analgésicos de la cooperación al desarrollo? ¿Y qué han sido, además, el salvaje reajuste del mercado laboral internacional que se escondía bajo el piadoso nombre de "flujos migratorios" o la opulenta burbuja financiera con sus manifestaciones inmobiliarias? La fe en la eficiencia de los mercados desregulados que estaba detrás de éstos y otros fenómenos, detrás de éstas y otras alarmas, no era, en realidad, más que la utopía simétrica a la de la planificación económica y, por tanto, su fracaso era igual de inevitable. Y es un fracaso del que la derecha es responsable por haber formulado la nueva utopía y la izquierda por haberla consentido, tanto en sus análisis -¿habrá iniciativa más inane que proponer la globalización de la solidaridad para contrarrestar la globalización del capital?- como en su gestión de Gobierno.
Durante las dos décadas que se ha mantenido en pie la utopía de los mercados desregulados ha ido tomando cuerpo un género de opciones políticas que, ante la insensibilidad de los partidos democráticos hacia los efectos perversos del nuevo credo, de la nueva revelación económica que ahora se ha estrellado, se han especializado en ofrecer los bálsamos milagrosos del populismo. Son opciones que lo mismo han adoptado la retórica de la derecha que la de la izquierda, basta comprobar la profunda semejanza entre las políticas de, por ejemplo, Chávez y Berlusconi, por no hablar del histrionismo y el desenfado de sus discursos. El creciente apoyo electoral a estas opciones se explica, no porque los bálsamos milagrosos que proponen vayan a funcionar, sino porque, funcionen o no, prestan atención a los efectos perversos de la utopía de los mercados desregulados que los partidos democráticos se han negado a ver. Y cuando los han visto, ha sido peor, porque han optado por competir con los populistas en la búsqueda de soluciones milagrosas para los efectos perversos de la utopía en lugar de mandar al desván de los artefactos peligrosos la utopía que los provocaba. Cada medida proteccionista que ha adoptado Europa amparándose en la invocación de las políticas comunes, cada ley nacional de extranjería y cada directiva europea que, como la del retorno, han hecho burla de los principios del Estado de derecho, cada iniciativa dirigida a sostener la burbuja inmobiliaria y financiera para seguir confundiendo especulación con prosperidad, no ha hecho, en el fondo, más que legitimar el espacio en el que los populistas pretenden confinar el debate político.
La derecha ha ganado en Europa, no porque sus soluciones a la crisis sean las mejores; ha ganado porque, hasta el momento, ha mostrado menos repugnancia que la izquierda a la hora de competir en el espacio de los populistas, plagado de exaltadas alabanzas al proteccionismo, de crueles panaceas contra los inmigrantes, de mal disimulada condescendencia hacia las burbujas económicas que permiten, en efecto, confundir especulación y prosperidad. Y el riesgo que se corre a partir de ahora es que la izquierda, frustrada por la derrota, acabe sucumbiendo a la tentación de competir en ese mismo espacio, con lo que las aguas de la sinrazón populista acabarían cerrándose sobre la cabeza de todos. Para evitar este tenebroso horizonte, la pregunta relevante no es qué le pasa a la izquierda, sino qué está pasando. Pero la izquierda parece decidida a extraviarse en la introspección, en ese género de reflexión ensimismada que abunda en la literatura sobre los males de la patria, sólo que aplicándolos a una opción política. Y la derecha, por su parte, no parece consciente de que se arriesga a ir dejando jirones de su condición democrática en el camino de las victorias electorales cosechadas en el espacio de los populistas.
A lo largo de más de medio millar de páginas extraordinarias, el Zavalita de Conversación en la Catedral no consigue responder con precisión a la pregunta de cuándo se jodió el Perú, aunque, en contrapartida, va ofreciendo la minuciosa panorámica de un país y una clase política en bancarrota: la dictadura, la corrupción, la degradación moral aparecen poco a poco ante los ojos del fascinado lector como un espacio único y voraz, como una sima irresistible por la que se van despeñando uno tras otro hasta los seres más humildes y más nobles. Tal vez sea esa visión de conjunto, esa minuciosa descripción de la panorámica, lo que debe emprender la izquierda en lugar de vestir traje de campo y armarse de cazamariposas para salir a la búsqueda de las ideas que debe defender. Una visión de conjunto en la que, si se rebajase el descarnado electoralismo que se ha apoderado de la política europea, también debería participar la derecha desde su propia visión. Porque la línea de confrontación que se está dibujando en Europa, y de la que han dado cuenta las recientes elecciones al Parlamento de Estrasburgo, no es tanto la que separa a los partidos democráticos de una u otra tendencia, sino la que enfrenta a todos ellos con las formaciones populistas. Si éstas fueron ganando fuerza durante los años de bonanza apoyándose en los ciudadanos perjudicados por los efectos perversos de la utopía de los mercados desregulados, ahora que es el propio modelo el que ha entrado en crisis y que, por tanto, los ciudadanos perjudicados son la mayoría, el futuro podría quedar en manos de los populistas. Y no por maquinaciones perversas, sino gracias a las urnas.