lunes, 27 de julio de 2009

El hombre que quiere perder


Por Ernesto Tenembaum
(revista Veintitrés)

Un día se lo dijo Alberto Fernández. –Che, Néstor, me parece que tenemos un problemita ahí. ¿No deberíamos solucionarlo?
Otro día se atrevió Felisa Miceli.
–Me parece, Néstor, que deberíamos corregir eso.
Luego se animó el vicepresidente Julio Cobos.
–Es una pavada pero creo que nos está empezando a costar un poco.
Cierta noche, el sociólogo Artemio López, balbuceando, se atrevió a dar su opinión.
–Los números de pobreza no dan. No podemos mentir también en eso.
Alguien recuerda que, en algún momento, Miguel Peirano se enojó.
–Con estas estadísticas no vamos a ningún lado.
Después vino Martín Lousteau.
Pero Guillermo Moreno lo amenazó con cortarle el pescuezo y se tuvo que ir.
En el medio, se lo advirtió todo el mundo: Sergio Massa, Luis Juez, los economistas del grupo Fénix, Horacio Verbitsky, Mario Wainfeld.
Pero el tipo es un porfiado.
[+/-]
Cierta vez hasta habló Hebe de Bonafini:
–En el Indec se usan los métodos de la dictadura –dijo, nada más y nada menos.
Pero nada.
Cierta vez, uno de los colaboradores le acercó una encuesta:
–Mire, jefe, la imagen suya y la de Cristina baja cada vez que se anuncia el índice de inflación.
Contraten otra encuesta. Esos de Poliarquía no tienen idea, juegan para la derecha, son golpistas y destituyentes. Dicen que dijo. Pero nadie lo pudo comprobar.

Hubo algunos momentos en que pareció que le entraba bala. Antes de las elecciones del 2007, por ejemplo, el Gobierno anunció que habría cambios en el Indec. Pero nada. Luego de terminada la crisis del campo ocurrió lo mismo. Pero nada. Y ahora, luego de la derrota electoral, arreciaron las versiones.

Todo terminó en el notable anuncio que hizo el martes el flamante ministro de Economía. Dijo que designaría a un incondicional de Guillermo Moreno al frente del Indec pero que todo el poder sería para el ministro, y prometió formar una comisión de notables y se esmeró en explicar que revisaría todo lo hecho desde 1999. Pero lo único concreto es que el poder, el “derpo” –como dicen los vivos– seguiría en manos de los mismos.

Hay algo extraordinariamente tierno en la decisión de Néstor Kirchner. No importa lo que le diga la realidad. No importa lo que sostengan sus colaboradores más leales. No importa que sus enemigos políticos hayan encontrado un flanco donde pegarle, y pegarle y pegarle, y él se los ofrezca una y otra vez, gratis, innecesariamente, con una ingenuidad pasmosa. No importa que esté colmado de evidencias de que toda la maniobra lo ha transformado ante millones de argentinos, lisa y llanamente, en un mentiroso. No importa que eso debilite su capacidad de conducir el país, porque desde entonces se duda de cualquier anuncio, medida o argumento del Gobierno, buenos o malos, falsos o ciertos. No importa que por este camino el Gobierno se debilite más y más, en un momento de debilidad extrema. No importa que, a la larga, las maniobras del Indec beneficien a los especuladores de corto plazo que están comprando bonos muy devaluados para recoger grandes ganancias una vez que se ordene el asunto.

No importa nada.
Sólo importa morir con las botas puestas.

Es raro lo que le pasó a Kirchner. Realmente muy raro. Porque nunca fue lo que se dice un Quijote. Toda su vida, pero toda, toda, toda, es la vida de un pragmático, la de uno de esos tantos políticos que tratan de encontrar su espacio sin alejarse demasiado de donde calienta el sol. Menemista cuando convino, duhaldista después, cavallista en el medio, complicado con la entrega del petróleo nacional cuando fue necesario, campaigner del indultador de militares en 1995, abogado ambicioso durante la dictadura, poderoso inversor inmobiliario, jefe de un gobierno repleto de ex menemistas, ex UCeDé, gordos de la CGT; si algo no puede decirse de Néstor Kirchner es que haya sido toda su vida uno de esos generales que va siempre al frente, a la carga mis valientes, al comando de un ejército derrotado de antemano, pero dispuesto a dejar una estela de dignidad en medio de la derrota.

No.

Kirchner ha sido, apenas, o tanto como, un político peronista de primer nivel. Es decir, como todo político tuvo sus luces y sus sombras, sus mejores y peores momentos, algún episodio principista y mucho zigzagueo. Así llegó al poder. Así se fortaleció en él.

¿Qué le pasó?
De repente, ¿qué le pasó?
Como dice la gente mayor: a la vejez, ¿viruela?

¿Habrá sido que se cansó de sí mismo, de ceder aquí y allá, de negociar, de tener cintura política y, cierto día, frente al espejo, se dijo: ya está, no cedo un milímetro más, me cansé, si muero que sea con las botas puestas?

¿Eso habrá pasado?
¿Que se cansó de sí mismo?

Es un extraño caso de un líder que quiere perder. Ocurrió durante toda la campaña electoral. Los dirigentes más racionales del Gobierno, por ejemplo, le aconsejaban no polarizar contra Francisco de Narváez. Él iba una y otra vez contra el candidato de Unión-Pro. Como si quisiera perder. Una y otra vez. Le aconsejaban que graduara sus apariciones con los barones del conurbano. Él se mostraba una y otra vez. Le sugerían que los embates contra la prensa galvanizaban a un sector con cierta influencia sobre la opinión pública. Él no podía parar de cuestionar a los medios.

Para no hablar de la gestión del conflicto con el campo: una y otra vez, un hombre encerrado en su laberinto. No cedo. No negocio. Muero con las botas puestas.

Pero incluso en la crisis con el campo, todo tendría una explicación, digamos, un poquito más razonable. Un sector del Gobierno cree que las retenciones móviles –y exactamente en el nivel propuesto por la 125, ni una coma más, ni una coma menos– eran innegociables para construir una patria justa, libre y soberana. Está bien. Es muy discutible. Pero supongamos que es así. En todo caso, quien cree eso puede pensar que vale la pena morir en esa batalla. Sigue siendo raro. Porque Kirchner nunca fue así. Pero pongamos que tiene algún sentido.

Ahora, morir para mantener la mentira del Indec, eso ya parece una cuestión más grave.
¿Qué es lo que está defendiendo?
¿La construcción de una historia oficial que, en el futuro, explique su derrota como una conspiración de bonistas?

¿No se da cuenta ya que la historia no la van a escribir los intelectuales alineados, y que hasta ellos mismos verán otras cosas en el futuro?
¿Tiene sentido entregar un gobierno para pelear por lo que la historia dirá de uno mismo?
En fin: que es muy raro lo que está pasando.

Va más allá de cualquier análisis ideológico. La derecha existe, los privilegios existen, las corporaciones mediáticas existen, pero acá no tienen nada que ver.
Se trata, apenas, de un hombre que quiere perder.
Y lo busca con una convicción realmente tierna.
Quiere perder con la misma furia que antes quiso ganar.
Porque el tipo es así.
Juega a todo o nada.
Cuando quiere perder, quiere perder.
Y parece que lo va a lograr.
Al fin y al cabo, ¿no ha logrado todo lo que se propuso en la vida?

Por ahí es simplemente que está harto de todo.
Cansado.
Aburrido.
Ya no le encuentra el mismo sentido a las cosas.
No me diga que a usted nunca le ha pasado.