Nunca supe por qué a los lugares comunes les dicen lugares, pero sí por qué comunes. Aunque creo que deberían llamarlos cucarachas, porque parecen inmortales y aparecen en los rincones donde los restos se acumulan. Por eso me sorprendió un artículo, publicado aquí mismo, donde mi estimado Jorge Sigal empezaba diciendo que “cuando se apague el kirchnerismo, la generación del 70 habrá completado el ciclo histórico que la dictadura interrumpió bestialmente en 1976. Y quizá sea ésa la principal contribución que el ex presidente le habrá prestado a la joven democracia argentina”. E insistía en ese lugar común o cucaracha que pretende que el kirchnerismo fue la llegada de esa supuesta generación al poder político.
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Para empezar, la idea de “generación del 70” es perfectamente discutible. ¿Cómo se define una generación? Un observador externo podría decir que es el conjunto de personas que en un momento dado compartieron, por edad y convicción, ciertas ideas, actividades, producciones. En tal caso, la susodicha generación estaría integrada por todos los que militaron en alguna de las muy distintas opciones revolucionarias que se ofrecían entre 1960 y 1976. Ese conjunto comprendió tanta gente tan variada –jóvenes estudiantes, viejos sindicalistas, villeros, psicoanalistas, torneros, abogados, peronistas, maoístas, mi tía Juanita, maestros, periodistas, actores, leninistas, trotskistas, Carlos Menem, empleados de comercio, madres de familia, filósofos, obreros de la Fiat, diputados nacionales, intendentes de pueblo, peones, taxistas, médicos cardiólogos, Jorge Sigal, yo mismo, un estanciero, dos financistas, ladrones, cantautores, bancarios, guevaristas, físicos atómicos, un sargento primero– que no resulta sorprendente que después tomaran los rumbos más diversos. Algunos de ellos creyeron mantener sus ideas –más o menos adaptadas a los cambios climáticos–, otros las desecharon por completo. ¿Por qué habría que imaginar que un montón de personas ya disímiles van a seguir pensando igual tres o cuatro décadas más tarde?
La definición del observador externo, entonces, sería inoperante: a efectos de sus vidas presentes, importa poco que fulano y mengana y zutana y perengano hayan pensado parecido, cuando fulano es un conocido ingeniero atómico gay que vive en Houston y mengana acaba de jubilarse como operaria en un taller textil para cuidar a los hijos de su hija soltera y zutana es abogada de empresas privatizadas con oficina en Puerto Madero y misa en el Pilar y perengano lleva 32 años en una fosa común en Campo de Mayo.
Así visto, entonces, como definición presente “generación del 70” no significa nada. A menos que intentemos la opción subjetiva: definir a la “generación del 70” como el conjunto de los que todavía se autoperciben y reivindican como pertenecientes a ella, y suponen que esa pertenencia es decisiva en sus vidas. Como si el científico, en lugar de contarle las patas, le preguntara al mosquito cuántas tiene; como si el médico dejara que su paciente se diagnosticara. Según ese método, claro, una pareja que se fue a su pueblo a lucrar con lo peor del capitalismo –el préstamo usurero– sería lo mismo que sus ex supuestos compañeros que, en ese mismo momento, morían peleando para eliminar ese tipo de explotación –y muchas otras. Según ese método, Hitler estaba limpiando el mundo de sus lacras y Bush intentó llevar la paz y la concordia a los últimos rincones de la tierra.
O sea: que no creo que exista una generación del 70, sino una cantidad de gente que hizo cosas muy distintas en esos años y que, desde entonces, las hizo más distintas todavía. Y que, por otro lado, los gobernantes que ahora reivindican su afinidad con las ideas que suelen asociarse a esa “generación” practicaron todo lo contrario.
Lo publiqué en junio 2003, cuando Kirchner no llevaba un mes en la Rosada: “El gobierno K, por el momento, sigue el mismo mecanismo antipolítico de los últimos veinte años, el que produjo el desencanto democrático: ellos hacen, nosotros miramos. Es obvio que no es lo mismo cuando te gusta lo que hacen que cuando no te gusta –pero la diferencia no llega a la estructura del asunto y, cuando la estructura es ésa, fatalmente terminan haciendo lo que se les canta. Se habla mucho, también, en estos días, del ‘retorno de los setentas’. Y ahí está, justamente, la mayor distancia entre aquellos y estos días: en los setentas –con perdón– la política era miles y miles de personas organizadas, movilizadas, haciendo y buscando y juntando y pensando y decidiendo. Ahora lo que tenemos es un gobierno que, quizá, tenga buenas intenciones –porque le dio por ahí o, a lo sumo, porque entiende cierto humor social. No hicimos nada: ni siquiera lo votamos. O sea: una vez más la idea del hombre providencial –aunque no sea carismático– contra la idea de la participación de todos buscando objetivos comunes. No digo que ésa sea necesariamente la intención final del gobierno K.; digo que, por el momento, eso es lo que pasa y que ellos no han hecho nada para producir otra manera: hacen, se muestran, derraman, pero no dan cabida ni convocan ni hablan de hacerlo. Y los argentinos felices de que les den, como estaban infelices de que les sacaran. Eso no es –sigue sin ser– política.”
Ésa es la diferencia básica. Todo el resto de la gestión K –la módica recuperación del Estado y la conservación de los enormes privilegios económicos, sociales, culturales en la Argentina– deriva de esa diferencia. Y el discurso de nostalgia plañidera sobre los setentas que a veces enarbolan el ex presidente y la ex presidenta no debería engañar al mosquitólogo: son figuras retóricas, la famosa sanata.
El artículo parece enunciarlo cuando dice que “Kirchner les entregó (a aquellos militantes, ya veteranos y con sus heridas sin cicatrizar), el aparato ideológico del Estado mientras él se dedicó a gobernar con la ortodoxia peronista clásica”. Pero no queda claro cuál sería ese aparato: ¿Canal 7? ¿la Secretaría de Cultura? ¿la agencia Telam? ¿la Secretaría de Medios? Ni tampoco quiénes son “aquellos militantes” o “antiguos combatientes”: ¿Hebe de Bonafini? ¿Tristán Bauer? ¿Carta Abierta? ¿Pepe Nun? ¿Pepe Albistur? ¿Otro Pepe? No parecen exponentes claros de ningún proyecto. Y hay un dato que –evitando los usos lacrimógeno-hagiográficos– debería ser central: buena parte de esa generación fue asesinada. Hablar de lo que hace ahora la “generación del 70” se parece a atribuirle a mi bisabuela muerta en Treblinka los crímenes del Estado de Israel.
El argumento de Sigal facilita dos reescrituras de la historia al mismo tiempo. Una, que pretende que el kirchnerismo encarnó aquel proyecto político de cambio y demostró su inutilidad: como quien dice menos mal que perdieron, ahora pueden gobernar y miren lo que hacen. La otra, que centra –que sigue centrando– la lectura de esa época en la violencia política. Es otra discusión que habría que retomar: el lugar común o cucaracha según el cual la violencia fue el rasgo decisivo de la militancia de los años 60 y 70. Ahí está el nudo del discurso de los militares y los ricos argentinos sobre el período: la forma de disimular, a partir de una verdad evidente, otras verdades tan evidentes como ésa: que, además de militantes armados, había miles y miles de personas que militaban sin armas en sus fábricas, gremios, barrios, escuelas, universidades. Eran los más peligrosos a mediano plazo y, por eso, fueron los más reprimidos, los más asesinados. Pero a los militares y los ricos les conviene una memoria en que la violencia sea la única forma en que se manifiesta la voluntad de cambio real, para demonizar esa voluntad –en nombre de la democracia.
En cualquier caso si ahora, como decís, Jorge, llegó la hora de que la “generación del 70” se aparte para “convertirse en legado y no causar daños innecesarios”, ¿quiénes sí podrían hacer política en la Argentina? ¿Sólo los mayores de 75 años? ¿O también los nacidos entre 1940 y 1960 que no hayan participado en política entonces? ¿O que sí hayan participado pero en posiciones de derecha? Claro, no llamaríamos “setentista” a un muchacho que apoyaba a Alsogaray, a Lanusse, a Balbín o que estudiaba en el Colegio Militar, ¿no? ¿O, quizá, directamente, dejamos afuera a todos los mayores de 50? Sería una lástima, ¿no te parece? ¿Vos sabés cuántos años tienen Macri, Massa, Michetti, Randazzo, Rodríguez Larreta, Capitanich, Boudou, Prat-Gay y demás renovadores de la política argentina?
La definición del observador externo, entonces, sería inoperante: a efectos de sus vidas presentes, importa poco que fulano y mengana y zutana y perengano hayan pensado parecido, cuando fulano es un conocido ingeniero atómico gay que vive en Houston y mengana acaba de jubilarse como operaria en un taller textil para cuidar a los hijos de su hija soltera y zutana es abogada de empresas privatizadas con oficina en Puerto Madero y misa en el Pilar y perengano lleva 32 años en una fosa común en Campo de Mayo.
Así visto, entonces, como definición presente “generación del 70” no significa nada. A menos que intentemos la opción subjetiva: definir a la “generación del 70” como el conjunto de los que todavía se autoperciben y reivindican como pertenecientes a ella, y suponen que esa pertenencia es decisiva en sus vidas. Como si el científico, en lugar de contarle las patas, le preguntara al mosquito cuántas tiene; como si el médico dejara que su paciente se diagnosticara. Según ese método, claro, una pareja que se fue a su pueblo a lucrar con lo peor del capitalismo –el préstamo usurero– sería lo mismo que sus ex supuestos compañeros que, en ese mismo momento, morían peleando para eliminar ese tipo de explotación –y muchas otras. Según ese método, Hitler estaba limpiando el mundo de sus lacras y Bush intentó llevar la paz y la concordia a los últimos rincones de la tierra.
O sea: que no creo que exista una generación del 70, sino una cantidad de gente que hizo cosas muy distintas en esos años y que, desde entonces, las hizo más distintas todavía. Y que, por otro lado, los gobernantes que ahora reivindican su afinidad con las ideas que suelen asociarse a esa “generación” practicaron todo lo contrario.
Lo publiqué en junio 2003, cuando Kirchner no llevaba un mes en la Rosada: “El gobierno K, por el momento, sigue el mismo mecanismo antipolítico de los últimos veinte años, el que produjo el desencanto democrático: ellos hacen, nosotros miramos. Es obvio que no es lo mismo cuando te gusta lo que hacen que cuando no te gusta –pero la diferencia no llega a la estructura del asunto y, cuando la estructura es ésa, fatalmente terminan haciendo lo que se les canta. Se habla mucho, también, en estos días, del ‘retorno de los setentas’. Y ahí está, justamente, la mayor distancia entre aquellos y estos días: en los setentas –con perdón– la política era miles y miles de personas organizadas, movilizadas, haciendo y buscando y juntando y pensando y decidiendo. Ahora lo que tenemos es un gobierno que, quizá, tenga buenas intenciones –porque le dio por ahí o, a lo sumo, porque entiende cierto humor social. No hicimos nada: ni siquiera lo votamos. O sea: una vez más la idea del hombre providencial –aunque no sea carismático– contra la idea de la participación de todos buscando objetivos comunes. No digo que ésa sea necesariamente la intención final del gobierno K.; digo que, por el momento, eso es lo que pasa y que ellos no han hecho nada para producir otra manera: hacen, se muestran, derraman, pero no dan cabida ni convocan ni hablan de hacerlo. Y los argentinos felices de que les den, como estaban infelices de que les sacaran. Eso no es –sigue sin ser– política.”
Ésa es la diferencia básica. Todo el resto de la gestión K –la módica recuperación del Estado y la conservación de los enormes privilegios económicos, sociales, culturales en la Argentina– deriva de esa diferencia. Y el discurso de nostalgia plañidera sobre los setentas que a veces enarbolan el ex presidente y la ex presidenta no debería engañar al mosquitólogo: son figuras retóricas, la famosa sanata.
El artículo parece enunciarlo cuando dice que “Kirchner les entregó (a aquellos militantes, ya veteranos y con sus heridas sin cicatrizar), el aparato ideológico del Estado mientras él se dedicó a gobernar con la ortodoxia peronista clásica”. Pero no queda claro cuál sería ese aparato: ¿Canal 7? ¿la Secretaría de Cultura? ¿la agencia Telam? ¿la Secretaría de Medios? Ni tampoco quiénes son “aquellos militantes” o “antiguos combatientes”: ¿Hebe de Bonafini? ¿Tristán Bauer? ¿Carta Abierta? ¿Pepe Nun? ¿Pepe Albistur? ¿Otro Pepe? No parecen exponentes claros de ningún proyecto. Y hay un dato que –evitando los usos lacrimógeno-hagiográficos– debería ser central: buena parte de esa generación fue asesinada. Hablar de lo que hace ahora la “generación del 70” se parece a atribuirle a mi bisabuela muerta en Treblinka los crímenes del Estado de Israel.
El argumento de Sigal facilita dos reescrituras de la historia al mismo tiempo. Una, que pretende que el kirchnerismo encarnó aquel proyecto político de cambio y demostró su inutilidad: como quien dice menos mal que perdieron, ahora pueden gobernar y miren lo que hacen. La otra, que centra –que sigue centrando– la lectura de esa época en la violencia política. Es otra discusión que habría que retomar: el lugar común o cucaracha según el cual la violencia fue el rasgo decisivo de la militancia de los años 60 y 70. Ahí está el nudo del discurso de los militares y los ricos argentinos sobre el período: la forma de disimular, a partir de una verdad evidente, otras verdades tan evidentes como ésa: que, además de militantes armados, había miles y miles de personas que militaban sin armas en sus fábricas, gremios, barrios, escuelas, universidades. Eran los más peligrosos a mediano plazo y, por eso, fueron los más reprimidos, los más asesinados. Pero a los militares y los ricos les conviene una memoria en que la violencia sea la única forma en que se manifiesta la voluntad de cambio real, para demonizar esa voluntad –en nombre de la democracia.
En cualquier caso si ahora, como decís, Jorge, llegó la hora de que la “generación del 70” se aparte para “convertirse en legado y no causar daños innecesarios”, ¿quiénes sí podrían hacer política en la Argentina? ¿Sólo los mayores de 75 años? ¿O también los nacidos entre 1940 y 1960 que no hayan participado en política entonces? ¿O que sí hayan participado pero en posiciones de derecha? Claro, no llamaríamos “setentista” a un muchacho que apoyaba a Alsogaray, a Lanusse, a Balbín o que estudiaba en el Colegio Militar, ¿no? ¿O, quizá, directamente, dejamos afuera a todos los mayores de 50? Sería una lástima, ¿no te parece? ¿Vos sabés cuántos años tienen Macri, Massa, Michetti, Randazzo, Rodríguez Larreta, Capitanich, Boudou, Prat-Gay y demás renovadores de la política argentina?