Por Antonio Muñoz Molina, escritor (Crítica de la Argentina)
Un anciano caminaba solo por las desalmadas calles oficiales de Washington llevando una gabardina abierta y unas zapatillas viejas de deporte, perdido en sus pensamientos, murmurando algo, tan descuidado que a veces hasta le colgaban fuera los faldones de la camisa. En su cara estragada por la edad era difícil de reconocer al hombre célebre de las fotografías y los noticiarios de los años sesenta, Robert McNamara, con el pelo brillante y peinado hacia atrás y las gafas de montura metálica, con ese aire de austera energía masculina y certeza inflexible que tienen los hombres muy seguros de sí mismos, los que vemos hablar desde los atriles en las conferencias de prensa internacionales o inclinarse sobre grandes mesas llenas de documentos y planos, los que explican estadísticas proyectadas en una pantalla y parecen saberlo todo.
[+/-]
Ante ellos, instintivamente, hablen de lo que hablen, nos abruma nuestra propia ignorancia; les atribuimos un conocimiento ilimitado, y con frecuencia, al mismo tiempo, una malevolencia amenazadora. Imaginamos que ha sido la mezcla de conocimiento y de malevolencia la que los ha alzado hacia los lugares que ocupan: no se nos ocurre que pueden ser en realidad banales y frágiles, o que no saben de lo que están hablando. Cuando provocan desastres les atribuimos una maldad que en el fondo los engrandece, un talento metódico para el dominio y la destrucción.
Pocos hombres, en el siglo pasado, tuvieron una influencia tan grande en las vidas y muertes de millones de personas como ese anciano al que hasta hace muy poco se veía muchas veces vagabundear por las calles de Washington, probablemente perdido en un monólogo sin sosiego que sólo se interrumpió la noche del 6 de julio, cuando murió plácidamente mientras dormía, a los 93 años, recibiendo así una última misericordia que nadie le concedió mientras estaba vivo. Hay personajes cuya naturaleza parece requerir las páginas de una novela; otros pertenecen al espacio misterioso y despojado de un escenario, tal vez porque hay formas de tragedia que sólo pueden expresarse plenamente en el teatro: la tragedia de la figura pública, del hombre que lo tiene todo y lo pierde todo, del que ha cometido el pecado de la soberbia o extravío delirante y ha de sufrir un castigo que desde los tiempos de los griegos tiene algo de sacrificio ritual y ha de representarse ante una comunidad sobrecogida. Robert McNamara fue secretario de Defensa de los Estados Unidos durante los primeros años de la guerra de Vietnam. En 1968, cuando dimitió, cuatrocientos mil soldados americanos luchaban en ella. Alrededor de un millón y medio de vietnamitas murieron en total, y cincuenta y ocho mil americanos. Pero McNamara se preciaba de no ser un político, y menos aún un iluminado: era un técnico, un especialista en estadística y en análisis de sistemas. Lo cuenta Tim Weiner en The New York Times, en una necrológica que tiene esa riqueza y esa profundidad de gran literatura que uno echa ya tanto de menos en el periodismo. McNamara no llegó al gobierno desde la política sino desde las aulas de la Business School de Harvard y los despachos directivos de las grandes empresas americanas. Era un intelectual ilustrado: había estudiado economía y filosofía. Entre 1943 y 1945 trabajó en las oficinas de control estadístico de las Fuerzas Aéreas, haciendo el cálculo de eficiencia de los bombardeos sobre las ciudades de Japón. Cuando Kennedy le propuso en 1961 que formara parte de su gobierno llevaba algún tiempo dirigiendo con éxito la compañía Ford, aplicando en ella con éxito los mismos métodos de cuantificación y análisis que quiso implantar después en la gestión de la guerra. No se veía a sí mismo como un cruzado de la democracia contra el comunismo, sino como un técnico encargado de una tarea muy compleja, pero no insoluble. En 1945 había calculado que los bombardeos aéreos sobre Japón tenían una eficacia media del 58%. En Vietnam, con un enemigo mucho más débil y con mayores medios humanos, económicos y tecnológicos, la estimación del resultado era más fácil, y desde luego más favorable. Él era un civil, no un militar: adecuadamente gestionado para maximizar su eficacia, el ejército americano lograría la victoria en un plazo más o menos cercano según la magnitud de la inversión: en soldados, en armas, en aviones, en toneladas de bombas por kilómetro cuadrado.
Y sin embargo, para su desconcierto, nada salía como estaba previsto; las líneas que avanzaban con tanta claridad en los mapas se volvían borrosas en la realidad de aquel país remoto en el que cada vez morían más hombres; revisaba cálculos, series estadísticas, y los resultados exactos que le devolvían sus operaciones contrastaban de manera escandalosa con los informes que le llegaban cada mañana al despacho, con el clamor de oprobio, vergüenza y rebeldía que estaba levantándose en todo el país. No importaba: habría que corregir los datos; que mandar todavía más millares de soldados y lanzar no sólo muchas más bombas de las que habían devastado las ciudades de Japón veinte años antes, sino también napalm y agentes químicos que arrasaran las selvas, para que el enemigo no se pudiera esconder en sus espesuras. Pero contra toda lógica, contra todas las previsiones de la estrategia y de la razón, Vietnam del Norte y sus aliados del Vietcong se hacían más fuertes en vez de debilitarse. En 1968 McNamara dimitió. Muchos años después, en 1995, cuando era ya un jubilado de la presidencia del Banco Mundial, escribió un libro de memorias en el que confesaba que varios antes de abandonar el gobierno ya sabía que la guerra de Vietnam era inútil y que no podía ganarse. Confesó en público su vergüenza y su remordimiento, pero no obtuvo ninguna compasión. Para los fanáticos del patriotismo militar se convirtió en un traidor; los que habían padecido la guerra y los familiares de los muertos nada deseaban menos que aliviarle la culpa por algo que a ellos les había destrozado las vidas; la gente que desde el principio se opuso a la guerra por pura decencia no perdió ni un gramo del desprecio que siempre les había provocado su figura arrogante, su fría determinación no amortiguada ni por la duda ni por la pesadilla de la multiplicación de las víctimas.
Hasta 1995 había guardado silencio: según se hacía más viejo su vida fue un largo monólogo que se iría anquilosando en la pavorosa circularidad de las obsesiones sin remedio. Como a Macbeth y a Ricardo III, las caras de los muertos se le aparecerían en el insomnio, surgiendo de la niebla de sus estadísticas, seres humanos reales cuya consistencia corporal descubría cuando ya era demasiado tarde. Confesó que lo más sorprendente de la guerra era que en ella nada podía predecirse; que los bombardeos contra civiles inocentes en Japón o en Vietnam eran crímenes contra la humanidad, aunque se planificaran tan asépticamente en una oficina como las cifras de producción en una fábrica de coches. Yo imagino a Robert McNamara en sus caminatas de viejo trastornado por Washington y casi lo estoy viendo con su gabardina y su camisa por fuera y sus zapatillas viejas de deporte contra la profundidad en negro de un escenario.