A una semana de las cruciales elecciones del domingo, ya es posible elaborar un análisis más sereno, que abarque tanto la dura derrota sufrida por el kirchnerismo como los primeros intentos por entenderla y procesarla. De entre las diferentes explicaciones que han circulado en estos días, una de las más difundidas, tal vez porque es también la más tranquilizadora para quienes discrepan con los resultados, es la de la “derechización” –súbita, inesperada– de la sociedad. Es cierto, por supuesto, que por primera vez desde el 2003 ha emergido una derecha fuerte, aunque también nueva, triunfadora en los dos principales distritos del país. Pero este hecho irrefutable no debería confundirse con un drástico viraje del signo ideológico del electorado, que puede mutar pero más lentamente, y que hace apenas un año medio se había inclinado masivamente por la candidatura de Cristina.
En todo caso, la teoría requiere una explicación, y quienes la defienden a menudo carecen de ella, tal vez porque implique necesariamente reconocer los propios errores. Uno de los pocos intentos en este sentido es la columna de Enrique Martínez publicada en Página/12 el viernes pasado. Su razonamiento es el siguiente: el kirchnerismo consiguió altos niveles de crecimiento, el alto crecimiento expandió la clase media y alta, la clase media y alta sólo piensa en sí misma y vota la derecha, ganó la derecha. “Hubo un voto pancista que volvió a despreciar la política y que buscó alejar la posibilidad de una mirada comunitaria sobre la vida, por parte de los que creen que para ellos está todo bien y que los dejen de embromar. Y descubrimos que en el segundo cordón del conurbano también viven muchos que piensan así, sobre todo después de un crecimiento de la economía de más del 50 por ciento en seis años”, concluye Martínez. Que no explica por qué quienes se beneficiaron con el modelo un día dejaron mágicamente de apoyarlo ni en base a qué datos deduce que la clase media vota siempre a la derecha.
La segunda tesis es la de la traición. Las candidaturas testimoniales, la gran apuesta del Gobierno para las elecciones, generaron un costo inestimable pero cierto en términos de opinión pública, que el kirchnerismo pensaba compensar con el aporte de la maquinaria territorial peronista (fue este mismo razonamiento el que llevó al oficialismo a apoyar inicialmente a Aldo Rico, aunque luego su figura resultara demasiado costosa).
En una nota de Fernando Krakowiak publicada el viernes en este diario se analizan en detalle los números y se concluye que el corte de boleta existió, pero que se trató de un fenómeno extendido en toda la provincia y no siempre en perjuicio de la lista encabezada por Kirchner. La impecable suma y resta de Krakowiak concluye que, incluso si los votos de las listas testimoniales de concejales se hubieran volcado a la lista nacional Kirchner-Scioli, hubiera sucedido una derrota. En otras palabras, la tesis del aparato es correcta, siempre que se refiera a sus limitaciones electorales y no a su supuesta traición.
La tercera tesis es estética. De acuerdo con esta visión, lo que falló no habría sido el fondo de las políticas kirchneristas sino el estilo con el que se implementan y, sobre todo, su comunicación. También tranquilizadora (si es sólo el estilo la cosa no tiene por qué ser tan grave), la teoría ignora el detalle de que, en política como en literatura como en pintura, el fondo y la forma son parte de lo mismo, que no es posible diferenciar uno de otro. Pero conviene detenerse en la idea pues remite a una confusión usual acerca del origen del kirchnerismo como ciclo político. En rigor, el kirchnerismo no nació en la Santa Cruz de los ’90 sino en la Argentina del 2001, como un proceso surgido de las cenizas de la crisis y de la necesidad de reconstruir la autoridad presidencial, consolidar las bases de un nuevo modelo económico y generar un orden político, y hacer todo esto de manera rápida y sin represión. En suma, un origen que remite a la excepcionalidad y la emergencia, y que ha inyectado decisionismo e improvisación al ADN kirchnerista, características que con el tiempo se han ido transmitiendo de la forma a la sustancia misma de sus políticas y de su política, marcada por la lógica del todo o nada y la constante inclinación a doblar la apuesta.
Un proceso largo
Las explicaciones de los procesos políticos son siempre complejas. Y como se trata en general de procesos de largo aliento, que comienzan a gestarse más o menos silenciosamente hasta que un día estallan o se hacen visibles, tal vez el inicio del contraciclo evidenciado en los resultados del domingo se remonte al clima de normalidad relativa logrado en 2004 o 2005, cuando un sector creciente de la clase media comenzó a tomar distancia del Gobierno y reclamar otras cosas.
Lo notable es que Kirchner había registrado este viraje en el humor social y sobre él había fundamentado su estrategia electoral de cara a las presidenciales de 2007: la elección de Cristina como candidata, la apuesta a la Concertación Plural personificada por Julio Cobos y la promesa de un tiempo más institucional, dialogal y sereno, fueron presentados como ejes de una gestión que se abocaría a enfrentar problemas más complejos, con operaciones de política pública más sutiles y sofisticadas.
Desde el momento en que Cristina anunció su gabinete quedó claro que esto no sucedería. Cabe sin embargo preguntarse por qué el cambio de estrategia prometido no fue llevado a la práctica: tal vez por una lectura de los resultados de las elecciones presidenciales, tras la cual el Gobierno decidió afianzar su base de sustentación peronista y resignarse a perder a otros sectores, o tal vez porque el conflicto por la 125 puso a Kirchner ante una nueva situación de emergencia, real o fabricada, que lo remitió a sus orígenes. Como sea, el Gobierno cedió las banderas de la “moderación” y el “diálogo” a una oposición que ha hecho poco para merecerlas y, con ellas, se resignó a perder el aval de una parte mayoritaria de la clase media.
La segunda pregunta, clave para entender los resultados del domingo, es en qué momento, y por qué motivos, una parte de los sectores más castigados del conurbano decidieron darle la espalda a un gobierno al que habían apoyado casi sin fisuras desde el 2003. Entre las teorías esbozadas en estos días, hay una que sostiene que esto era inevitable, que la clase media actúa como una vanguardia a la que los sectores empobrecidos terminan imitando, sólo que más tarde. La idea esconde un desprecio por la racionalidad popular, que no es infalible pero que siempre conviene tratar de entender. Tal vez (es sólo una hipótesis) el distanciamiento se inició en el 2007, cuando la inflación comenzó a detener, e incluso retrotraer, los avances sociales de los primeros años K, cuando los precios de los alimentos iniciaron una escalada que produjo un deterioro innegable de las condiciones de vida de los sectores más castigados y comenzó a amenazar el que quizás haya sido el principal logro de Kirchner: la construcción de una enorme clase media baja. Frente a esta situación, el Gobierno reaccionó con la intervención del Indec y la continuidad sin alteraciones de las políticas sociales.
La derrota, finalmente, se explica por la demanda pero también por la oferta. El domingo, por primera vez en seis años, nació una oposición capaz de penetrar los sectores más pobres del Gran Buenos Aires sin por ello resignar su liderazgo en la Capital, pequeño milagro que sólo unos pocos políticos alcanzaron en la historia reciente (Alfonsín en 1983, Menem en 1995 –no en 1989– y la Alianza en 1997). En suma, el éxito de Unión-PRO fue ofrecer candidaturas aptas tanto para las clases medias de la Capital, el interior bonaerense y los distritos acomodados del primer cordón, como para los pobres del segundo cordón y los barrios del Sur de la ciudad (la clase alta o altísima, que también votó a Unión-PRO, es irrelevante en términos electorales). En otras palabras, una confluencia –todavía no una coalición– entre clases medias y algunos sectores de las clases bajas, que curiosamente se parece bastante al objetivo al que cualquier fuerza progresista debería aspirar.
A la defensiva
Por primera vez desde aquellos meses iniciales del 2003, el Gobierno se encuentra en una situación de debilidad, debilidad que puede descomponerse en diferentes facetas. La debilidad es antes que nada legislativa, evidenciada en el hecho de que el kirchnerismo perdió el quórum propio en el Senado.
La debilidad puede ser –aunque aún no es– fiscal. Incluso si Francisco de Narváez incumple su promesa de bajar a cero el IVA a los alimentos, eliminar las retenciones y destinar millones de pesos a la seguridad (es decir, llevar al presupuesto a una bancarrota), es posible que las presiones de gobernadores y opositores afecten la solidez fiscal del Estado nacional (antes de fin de año habrá que debatir el nuevo presupuesto, la renovación del impuesto al cheque y la emergencia económica). El sociólogo Marcos Novaro lo explicó bien esta semana: “Uno de los problemas serios, que habría que tratar de evitar, es que se reproduzca lo que le pasó a Menem en su segundo mandato, en el que también tuvo un auge federal con la derrota de 1997. En una palabra: hay peligro de pasar de la concentración del poder a la desconcentración caótica, y de que ese ciclo político desordenado se reproduzca en un ciclo fiscal de desequilibrio creciente”.
Finalmente, la debilidad es política. Las mejores movidas del kirchnerismo –el recambio de la Corte, la política de derechos humanos, la estatización de las AFJP– contaron con altos niveles de aprobación popular. Desde el domingo, el Gobierno debe enfrentar no sólo una vigorosa oposición de derecha sino –el otro gran dato de los comicios– una incipiente pero muy real oposición de izquierda, expresada en la notable elección de Pino Solanas en la Capital y la muy razonable performance de Martín Sabbatella en la provincia. Bien aprovechada, esta novedad podría contribuir a ampliar la base de sustentación oficial en un sentido transformador, sobre todo luego de que las elecciones demostraran que el respaldo del PJ y la CGT podrán ser necesarios pero ciertamente son insuficientes.
¿Será éste el camino elegido por el gobierno? Las señales son contradictorias. La renuncia de Kirchner a la presidencia del PJ parece indicarlo, pero la conferencia de prensa de Cristina el lunes posterior a los comicios fue en el sentido contrario: minimización de los resultados y la insistencia en destacar conquistas de este gobierno pero que, como sucede con los mejores logros sociales, la gente ya ha hecho suyas. La salida del cuestionado Ricardo Jaime era esperada, sólo que no vino acompañada de una explicación (¿Se fue por las causas judiciales, por la crisis del sistema de transporte, por la derrota en Córdoba?) ni de los motivos que llevaron a elegir a su sucesor.
Hay en todo esto un problema de tiempos. Los medios siempre querrán respuestas rápidas, más cuando huelen sangre, y presionarán por imponer su timing, que no siempre coincide con el de la política. La inmediatez a menudo conspira contra las mejores decisiones, y los gobernantes no tienen por qué ajustarse a los tiempos de los medios, aunque tampoco pueden ignorarlos. Tras una derrota como la del domingo, el Gobierno necesita unos días para digerir los resultados y elaborar una estrategia que indique claramente cuál es el rumbo, en qué sentido piensa ampliar su base política y sobre qué ecuación de gobernabilidad planea llevar adelante los difíciles dos años y medio que le aún quedan de mandato.