Cuando Máximo, su hijo, al mando de la computadora instalada en la suite presidencial del búnker, le avisó que ya se había escrutado el 25% de los votos, Néstor Kirchner supo que su sueño se había terminado. “Ya está; perdimos por una diferencia de votos miserable”, se lamentó frente al puñado de ministros y secretarios de Estado que lo acompañaron la noche del domingo 28, según reconstruyeron algunos de ellos a Crítica de la Argentina. La presidenta Cristina estaba callada, sentada a su lado. Sólo cuando tuvo la certeza final de que el oficialismo –su marido– había sido derrotado en la provincia de Buenos Aires, llamó a cada uno de los gobernadores.
La derrota era un hecho. Aun así, Kirchner estaba desolado y no reaccionaba. Esperó hasta las dos de la mañana para enfrentar las cámaras y decir, por primera vez en su carrera política, que había perdido. Momentos antes de hacerlo, se paralizó y varios de sus ministros lo vieron como nunca antes: se sentó durante cinco largos minutos en un sillón, mirando al vacío, sin decir nada. Cuando se levantó, entró en la habitación donde estaba Máximo. Allí se reunió con el gobernador Daniel Scioli y su vice, Alberto Balestrini; el jefe de Gabinete, Sergio Massa, y el ministro del Interior, Florencio Randazzo, y ordenó a sus asesores en comunicación: “Avisen que vamos a bajar”.
Esa escena, en realidad, casi se produce poco después de las once de la noche. Por pedido de su compañero de fórmula, Scioli, Kirchner estuvo a punto de aceptar públicamente que había sido derrotado mucho antes de lo que lo hizo. Pero el jefe territorial de La Matanza, Balestrini, lo convenció de que debía esperar a que se contaran más votos de su distrito, el más populoso del país. Lo mismo repetía, muy conmovido, el jefe de Gabinete de Scioli, Alberto Pérez: “No puede ser, no puede ser. Hay que esperar los votos de La Matanza”.
En la habitación 1911 del hotel Intercontinental, decorada con cuatro plasmas sintonizados en los canales de noticias, los miembros del gabinete que son además experimentados dirigentes del PJ bonaerense habían perdido toda esperanza hacía varias horas. El jefe de Gabinete, Sergio Massa, mandamás de la localidad de Tigre, entendió que la cosa venía muy difícil cuando sus fiscales contaron las mesas de Don Torcuato: su fórmula sacaba un promedio de 90 votos contra 80 de Francisco de Narváez. En la última elección presidencial, Cristina Kirchner, en ese mismo lugar, había conseguido más de 150 votos por mesa. Aun así, hasta el final, Massa chequeó los números de los distritos en una notebook, sentado en el piso alfombrado.
En el miniliving de la 1911, el ministro de Justicia y Seguridad, Aníbal Fernández, llamaba a los intendentes del sur del conurbano para conseguir información: todas malas noticias. “Vamos a tener que contar voto a voto. Venimos cabeza a cabeza”, se quejó. En una mesa se lucía un catering que casi nadie había tocado. Para Cristina, como siempre, se habían servido frutas.
Kirchner estaba rodeado por su círculo más íntimo. Su hijo, Máximo, pasó todo el tiempo a su lado, frente a la computadora. Cristina no podía creer que habían perdido, también, en Santa Cruz. Sus coterráneos y amigos, el secretario de Legal y Técnica, Carlos Zannini, y el jefe de la SIDE, Héctor Icazuriaga, buscaban explicaciones para un escenario que jamás habían imaginado. Se los dio el ministro de Planificación Federal, Julio De Vido, cuando llegó de Río Gallegos, donde había votado: “El peronismo estaba desmovilizado. Fue un error”.
Scioli sufrió como Kirchner. Como él, jamás había perdido una elección. En el piso de abajo, el 18°, en una habitación similar a la de los K, lo esperaba su familia y la tercera candidata de su lista, Nacha Guevara, vestida espléndidamente con una boina negra. Como los funcionarios, también miraba perpleja los cuatro plasmas que transmitían los noticieros. En las habitaciones contiguas, hacían lo mismo el resto de los ministros nacionales, los dirigentes bonaerenses, el sindicalismo y algunos intendentes. El único ministro que subió a hablar con los Kirchner fue el de Trabajo, Carlos Tomada. Los demás lo evadieron o no fueron invitados.
En el piso 17 se había habilitado el restaurante del lugar como una especie de vip, donde pululaba la dirigencia K de la Capital Federal, y su candidato, Carlos Heller. Había, además, varios empresarios de medios ligados al oficialismo.
Con el resultado confirmado, Kirchner hizo cuentas. Admitió que la impugnación judicial del candidato Luis Patti había aportado más del 2% de votos a De Narváez. Sus quejas, sin embargo, se centraron en el candidato a diputado Martín Sabbatella, ex intendente de Morón, que terminó sacando 402 mil votos, lo que representa el 5,5% del padrón bonaerense. “Ocho de cada diez votos de Sabbatella hubiesen sido para nosotros”. Tarde para el análisis. La desazón era absoluta. La encarnaba, como nadie, el diputado ultrakirchnerista Carlos Kunkel, al que se vio caminando muy pero muy abatido por los pasillos del piso 19. Impactante.
La derrota era un hecho. Aun así, Kirchner estaba desolado y no reaccionaba. Esperó hasta las dos de la mañana para enfrentar las cámaras y decir, por primera vez en su carrera política, que había perdido. Momentos antes de hacerlo, se paralizó y varios de sus ministros lo vieron como nunca antes: se sentó durante cinco largos minutos en un sillón, mirando al vacío, sin decir nada. Cuando se levantó, entró en la habitación donde estaba Máximo. Allí se reunió con el gobernador Daniel Scioli y su vice, Alberto Balestrini; el jefe de Gabinete, Sergio Massa, y el ministro del Interior, Florencio Randazzo, y ordenó a sus asesores en comunicación: “Avisen que vamos a bajar”.
Esa escena, en realidad, casi se produce poco después de las once de la noche. Por pedido de su compañero de fórmula, Scioli, Kirchner estuvo a punto de aceptar públicamente que había sido derrotado mucho antes de lo que lo hizo. Pero el jefe territorial de La Matanza, Balestrini, lo convenció de que debía esperar a que se contaran más votos de su distrito, el más populoso del país. Lo mismo repetía, muy conmovido, el jefe de Gabinete de Scioli, Alberto Pérez: “No puede ser, no puede ser. Hay que esperar los votos de La Matanza”.
En la habitación 1911 del hotel Intercontinental, decorada con cuatro plasmas sintonizados en los canales de noticias, los miembros del gabinete que son además experimentados dirigentes del PJ bonaerense habían perdido toda esperanza hacía varias horas. El jefe de Gabinete, Sergio Massa, mandamás de la localidad de Tigre, entendió que la cosa venía muy difícil cuando sus fiscales contaron las mesas de Don Torcuato: su fórmula sacaba un promedio de 90 votos contra 80 de Francisco de Narváez. En la última elección presidencial, Cristina Kirchner, en ese mismo lugar, había conseguido más de 150 votos por mesa. Aun así, hasta el final, Massa chequeó los números de los distritos en una notebook, sentado en el piso alfombrado.
En el miniliving de la 1911, el ministro de Justicia y Seguridad, Aníbal Fernández, llamaba a los intendentes del sur del conurbano para conseguir información: todas malas noticias. “Vamos a tener que contar voto a voto. Venimos cabeza a cabeza”, se quejó. En una mesa se lucía un catering que casi nadie había tocado. Para Cristina, como siempre, se habían servido frutas.
Kirchner estaba rodeado por su círculo más íntimo. Su hijo, Máximo, pasó todo el tiempo a su lado, frente a la computadora. Cristina no podía creer que habían perdido, también, en Santa Cruz. Sus coterráneos y amigos, el secretario de Legal y Técnica, Carlos Zannini, y el jefe de la SIDE, Héctor Icazuriaga, buscaban explicaciones para un escenario que jamás habían imaginado. Se los dio el ministro de Planificación Federal, Julio De Vido, cuando llegó de Río Gallegos, donde había votado: “El peronismo estaba desmovilizado. Fue un error”.
Scioli sufrió como Kirchner. Como él, jamás había perdido una elección. En el piso de abajo, el 18°, en una habitación similar a la de los K, lo esperaba su familia y la tercera candidata de su lista, Nacha Guevara, vestida espléndidamente con una boina negra. Como los funcionarios, también miraba perpleja los cuatro plasmas que transmitían los noticieros. En las habitaciones contiguas, hacían lo mismo el resto de los ministros nacionales, los dirigentes bonaerenses, el sindicalismo y algunos intendentes. El único ministro que subió a hablar con los Kirchner fue el de Trabajo, Carlos Tomada. Los demás lo evadieron o no fueron invitados.
En el piso 17 se había habilitado el restaurante del lugar como una especie de vip, donde pululaba la dirigencia K de la Capital Federal, y su candidato, Carlos Heller. Había, además, varios empresarios de medios ligados al oficialismo.
Con el resultado confirmado, Kirchner hizo cuentas. Admitió que la impugnación judicial del candidato Luis Patti había aportado más del 2% de votos a De Narváez. Sus quejas, sin embargo, se centraron en el candidato a diputado Martín Sabbatella, ex intendente de Morón, que terminó sacando 402 mil votos, lo que representa el 5,5% del padrón bonaerense. “Ocho de cada diez votos de Sabbatella hubiesen sido para nosotros”. Tarde para el análisis. La desazón era absoluta. La encarnaba, como nadie, el diputado ultrakirchnerista Carlos Kunkel, al que se vio caminando muy pero muy abatido por los pasillos del piso 19. Impactante.